– ¿Madera para reparar la nave? -sugirió la joven.
– Más bien parece que estén fabricando palancas para el traslado del barco. Si observas el terreno, comprobarás que en esta zona el río se arremansa, y esa circunstancia, unida a la sombra de esa gran montaña -la señaló-, apuntan a la causa de esta inesperada helada. Sin embargo, allá arriba, donde la sombra desaparece y la pendiente se pronuncia, seguro que el agua fluye tranquila.
En ese instante regresó Hóos con cara de buenas noticias. Dejó las armas sobre el hielo y se dirigió a Izam.
– Tal como sospechaba, tendremos que remontar un par de millas. Más allá, el hielo comienza a quebrarse y podremos continuar la travesía.
– ¿Y la ribera? -preguntó el comandante.
– Hay dos o tres lugares donde se estrecha, pero el resto no presenta dificultades.
– De acuerdo. ¿El vigía?
– Arriba apostado, como ordenasteis.
– Pues entonces sólo nos queda desencallar a este bastardo y arrastrarlo sobre el hielo hasta que navegue río arriba.
Envueltos en cordajes, los tripulantes apretaron los dientes y tiraron al unísono. Al primer intento el barco sólo crujió. Luego el crujido se transformó en un lamento y finalmente, tras un último esfuerzo, la quilla se elevó en el aire hasta desplomarse sobre la superficie helada. Poco a poco, el navío comenzó a arrastrarse por la capa de hielo como un animal agonizante. Encabezados por los bueyes, doce remeros tiraban de las maromas de proa auxiliados por otros ocho que, situados a ambos lados del casco, se esforzaban en guiarlo. Los cuatro hombres restantes habían recibido orden de permanecer junto a la tripulación del segundo barco, custodiando los víveres y el equipaje.
A cada voz, un trallazo sacudía la nave haciendo que avanzase en un estertor casi inapreciable. Poco a poco, conforme el casco progresaba, los tirones se fueron uniformando y finalmente el navío comenzó a deslizarse dejando tras de sí una profunda cicatriz helada.
A media tarde, tras un rosario de maldiciones, se oyó con nitidez el hielo quebrándose bajo el casco.
– ¡Parad! ¡Parad, malditos bastardos, o el hielo cederá y moriremos ahogados!
Los hombres soltaron rápidamente las maromas y retrocedieron unos pasos. A partir de aquel punto la capa de hielo se adelgazaba, y algo más lejos comenzaba a disgregarse en un laberinto de carámbanos.
– Recoged las sogas y los animales. Haced un agujero en el hielo y dadles de beber un poco. Vosotros dos, en cuanto los bueyes se recuperen regresad a por los víveres -ordenó Izam.
Flavio, que no había participado en el remolque, se apartó unos pasos del barco. Al poco aparecieron Theresa y Alcuino con el rostro congestionado. El fraile intentó decir algo, pero sólo pudo emitir un gemido. Luego se dejó caer y cerró los ojos mientras intentaba recuperar el resuello.
– Hicisteis mal en ayudar -le recriminó Flavio-. Me miran como a un bicho raro.
– Un poco de ejercicio físico alivia al espíritu -adujo Alcuino jadeando.
– Ahí os equivocáis. Dejad el trabajo para quienes tienen la obligación de hacerlo. Los oratores nos debemos al rezo, que es lo que Dios nos ha encomendado. -Y le ayudó a mover el bulto más ligero.
– Ah, sí… las reglas que rigen el mundo: los oratores rezan por la salvación de los hombres, los bellatores luchan por la iglesia, y los laboratores se encargan de trabajar por todos los demás. Perdonad, lo había olvidado -sonrió Alcuino con ironía.
– Pues no deberíais -alzó la voz Flavio.
– Sin embargo, acordaréis conmigo que los campesinos también han de rezar de vez en cuando. Pasadme un poco de agua, por caridad.
– Desde luego. Y no tan de vez en cuando.
– Y de igual modo aceptaréis que los bellatores, además de ejercitarse para la contienda, no deben olvidar sus obligaciones espirituales. -Bebió un trago.
– Por supuesto… -admitió Flavio.
– Pues entonces no veo impedimento para que en alguna ocasión nosotros trabajemos un rato -dijo, algo más recuperado.
– Olvidáis que no soy monje como vos. Soy canciller papal. Primicerio de Letrán.
– Con dos piernas y dos brazos -le recordó Alcuino levantándose-. Y ahora, si me disculpáis, esto aún no ha terminado.
El fraile dirigió una mirada hacia la orilla. Luego, furtivamente, observó a Izam apoyado en el pretil de la nave.
– Seguro que ese vigía le preocupa -observó Theresa, refiriéndose a Izam-. Hace tiempo que marchó, y aún no ha regresado.
– Por Dios, muchacha, no dramatices. Estará vaciando los intestinos o explorando el terreno -dijo Flavio.
– Pero fijaos en Izam: no aparta la mirada del bosque y se le ve preocupado.
Flavio advirtió lo acertado de aquel juicio. El ingeniero se movía de un lado a otro como un animal acosado, daba órdenes sin parar, y no apartaba la mano de su arco. Alcuino dejó a Flavio y se acercó a Izam.
– Estimo que aún nos queda día y medio de travesía. ¿Me equivoco? -tanteó.
Izam lo miró de soslayo.
– Perdonad, pero no estoy para confesiones -dijo apartándose de su lado.
– Lo comprendo. No sois el único que echa de menos a ese vigía. Yo también estaría alarmado.
Izam lo miró sorprendido. Aún no había compartido lo que pensaba con la tripulación, pero aquel cura parecía haberlo adivinado. Clavó la mirada en los árboles y se tocó la barbilla.
– No sé a qué esperan para atacarnos. Tal vez a que llegue la noche -observó, dando por sentado que ambos sabían de lo que estaban hablando.
– Lo mismo opino yo -terció Hóos uniéndose a la conversación-. No deben de ser muchos, o ya nos habrían asaltado.
Alcuino y el comandante miraron al recién llegado.
– Cuando necesite una opinión ya os la pediré. Ahora limitaos a vuestro trabajo -replicó Izam.
– Desde luego -dijo Hóos retirándose.
– ¿Le conocéis? -preguntó Alcuino.
– De Aquis-Granum, aunque no demasiado. Lo único que sé es que conoce más estos parajes que todos esos soldados. Y ahora, si no os importa, he de preparar a mis hombres.
Alcuino asintió con la cabeza para, acto seguido, encaminarse hacia el lugar donde descansaban los bueyes. En ese momento sólo pensaba en proteger su equipaje, y cerca de los animales disfrutaría de más oportunidades. Advirtió que Izam dividía a la tripulación en dos grupos. Al parecer, había reconsiderado el número de hombres que deberían portear los víveres. Hóos y Theresa se encontraban entre los presentes.
– Escuchad con atención -pidió el ingeniero-. Es posible que algunos bandidos estén apostados tras esos árboles, y si es así, deberemos apresurarnos. Los que retrocedáis por los bagajes, abrid los ojos y caminad sobre el hielo por el centro del cauce. Vosotros tres ocupaos de los equipajes. Los demás de los víveres. Si en una hora no habéis regresado, partiremos sin vosotros.
Los elegidos se agruparon y emprendieron la marcha. Alcuino y Flavio les acompañaron. Los demás intentaron devolver la nave al agua, pero tras varios empujones apenas la movieron un palmo. Izam estableció la defensa del lugar disponiendo toneles con flechas a ambos lados del casco. Luego se situó a proa, cuidando de que Theresa permaneciera a bordo parapetada tras una pila de sacos.
Meditaba sobre la situación cuando de repente, río arriba, divisó un objeto oscuro flotando entre los carámbanos. No llegó a identificarlo porque la corriente lo sumergió rápidamente, pero poco a poco la mancha se fue deslizando hacia la proa del barco. Entonces Izam agarró un arpón, saltó por la borda y se situó junto a un hueco donde se abría el hielo. Cuando la mancha alcanzó el agujero, hundió el arpón hasta sentir que enganchaba. Entonces tiró con fuerza del mango y gritó con horror al advertir que se trataba de la cabeza del vigía, horriblemente mutilado.