Casi había transcurrido el plazo otorgado, cuando a lo lejos aparecieron los primeros marineros. Avanzaban pesadamente cuando de repente uno de los bueyes lanzó un mugido y cayó al suelo fulminado. Izam comprendió que el ataque había comenzado. De inmediato ordenó a sus hombres que cargasen los arcos. El grupo que regresaba se resguardó tras los trineos. Los arqueros de Izam dispararon una andanada que se cruzó con la que desde la orilla lanzaban los salteadores. Un par de hombres abandonaron los bueyes y echaron a correr en dirección al barco, pero ambos fueron abatidos a los pocos pasos. Alcuino y Flavio se mantuvieron agachados tras el último trineo. Hóos se les acercó.
– Permanezcan aquí hasta que yo diga lo contrario -les ordenó.
Alcuino y Flavio asintieron. Hóos se agazapó tras el buey herido y cortó las ligaduras que lo unían al sano. Luego llamó a los clérigos.
– Vamos. Colóquense detrás. Ahora, cuando golpee al animal, corran tras él utilizándolo como parapeto.
– Flavio no podrá -objetó Alcuino.
Hóos miró a Flavio y advirtió que una flecha le había atravesado el muslo.
– Está bien. Yo me ocuparé de él -dijo, entregándole a Alcuino la cuerda que sujetaba el buey-. Vamos. Aprisa.
– ¿Y los equipajes? -preguntó Alcuino al advertir que Hóos había cortado el tiro.
Hóos se agazapó tras los sacos mientras las flechas llovían de un lado a otro.
– Conseguiré arrastrarlos. Ahora corra -dijo, y golpeó el lomo de la bestia.
El animal arrancó despavorido con Alcuino agarrado a su rabo. Hóos le gritó que se parapetara y el fraile obedeció. Uno de los remeros intentó unirse al animal, pero cuando iba a conseguirlo cayó fulminado por un dardo. Hóos llamó a otro hombre para que le ayudara. Entre ambos recostaron a Flavio sobre el trineo y lo protegieron con unas tablas. Luego, agachados, comenzaron a empujarlo en dirección al barco.
– ¡Esos malditos nos están acribillando! -bramó Hóos ya cerca del casco.
– Ya lo veo. ¿Está bien Flavio? -preguntó Izam desde el navío.
– Un rasguño en un muslo.
– ¿Y los víveres?
– En los carros -dijo señalando a otro grupo de hombres que llegaban tras sendos carromatos.
– Bien. ¡Rápido!, izad las provisiones y empujemos el barco.
Pese a encontrarse exhausto, Alcuino se unió a los que desde el lado izquierdo trataban de deslizar la nave. Poco después, Hóos y los demás hombres les echaban una mano.
– ¡Subid a Flavio! ¡Está malherido! -gritó Izam. Las flechas seguían diezmándolos.
Varios remeros izaron a bordo los bagajes y acomodaron a Flavio en la cubierta, mientras abajo continuaban empujando.
– ¡Por todos los demonios! ¡Empujad, malditos bastardos!
Los hombres obedecieron a Izam. Al segundo intento la nave se movió.
– ¡Otra vez! ¡Más fuerte! ¡Empujad!
De repente el hielo comenzó a crujir con un estruendo ensordecedor. Los hombres se apartaron aterrados y el barco empezó a hundirse como si se lo estuviese tragando el diablo.
– ¡Atrás, rápido! ¡Alejaos!
En ese instante, el suelo se abrió y el barco se precipitó en el río hasta la escotadura. Varios remeros cayeron al agua enredados en las cuerdas.
– ¡Subid al barco! ¡Arriba, condenados, arriba! -ordenó Izam entre una lluvia de dardos.
Hóos logró encaramarse el primero. Los otros supervivientes se desprendieron de sus arcos y se aferraron a la borda. Alcuino se debatía entre ellos con medio cuerpo sumergido en el río.
– Hay hombres atrapados -avisó Alcuino sujetando a un herido.
– No hay tiempo. Subid. -Hóos le tendió el brazo desde el brocal.
– No podemos abandonarlos -insistió sin soltar al que mantenía agarrado.
– ¡Subid, maldita sea, o juro que yo mismo bajaré a izaros!
Alcuino se negó.
Hóos saltó por la borda y cayó al hielo junto a Alcuino. Luego desenfundó su espada y atravesó al hombre que el fraile estaba ayudando. Acto seguido se levantó y remató a otro que luchaba por escapar de las aguas heladas.
– Ya no hay que esperar más. ¡Nos vamos! -anunció Hóos.
Alcuino miró a Hóos con estupor. Extendió el brazo como un sonámbulo y un par de remeros le ayudaron a trepar por la borda.
La nave avanzó río arriba hasta que el sol se ocultó tras las montañas. Poco después detenía su marcha en un pequeño remanso.
– Fondearemos aquí -declaró Izam.
Alcuino aprovechó para atender a los heridos, pero como carecía de ungüentos se limitó a limpiar flechazos y vendar las contusiones. Una voz débil le distrajo a sus espaldas.
– ¿Puedo ayudaros?
Alcuino miró a Theresa con gesto de preocupación. Asintió con gesto serio y la joven se agachó para auxiliarle. Cuando terminaron con los heridos, Theresa se retiró a un rincón para rezar por los muertos. Hóos se acercó a Alcuino con un trozo de pan en la mano.
– Tomad, comed un poco -le ofreció.
– No tengo hambre. Gracias.
– Alcuino, por el amor de Dios. Vos mismo lo visteis. El barco ya navegaba y esos infelices estaban atrapados. No se podía hacer otra cosa.
– Tal vez no hubierais opinado lo mismo de haber sido vos el atrapado -respondió con ira.
– No os obcequéis. Puede que yo no sea la clase de persona con quien compartir una tarde de poesía, pero os he salvado la vida.
Alcuino asintió con la cabeza y se retiró irritado.
Nada más amanecer, uno de los remeros se descolgó por la proa para evaluar los daños. Al cabo de un rato subió mal encarado.
– El casco está destrozado -informó mientras le secaban-. Dudo que aquí podamos repararlo.
Izam meneó la cabeza. Podría atracar en la orilla para abastecerse de madera, pero era un riesgo innecesario.
– Proseguiremos mientras el barco aguante.
Alcuino se despabiló con el chapotear de los remos. A su lado dormitaban Flavio, medio cubierto con una manta, y Theresa, acurrucada junto a la talega de su padre. Alcuino decidió despertarlos para evitar que se congelaran. Mientras Flavio se despejaba, la muchacha preparó un poco de vino y una rebanada de pan de centeno.
– Han racionado los víveres -informó la joven-. Parece que durante el ataque se perdieron los alimentos.
– Me duele la pierna -se lamentó Flavio.
Alcuino le levantó la sotana. Por fortuna, el romano era un hombre grueso y la flecha se había alojado casi por entero en la grasa.
– Haríamos bien en arrancarla.
– ¿La pierna? -preguntó asustado.
– No, por Dios; la flecha.
– Mejor aguardemos a llegar a Würzburg.
– De acuerdo, pues. Probad mientras este queso.
Flavio mordió la porción. De repente Alcuino agarró la flecha y la extrajo de un tirón. El grito de Flavio resonó en las montañas. Alcuino vertió un poco de vino sobre la herida y la cubrió con unas vendas que tenía preparadas.
– Maldito aprendiz de cirujano…
– Esa herida podría haberse complicado -alegó con serenidad-. Ahora incorporaos e intentad caminar un poco.
Flavio obedeció a regañadientes, pero al poco deambulaba torpemente entre su equipaje, arrastrando los pies como si se los hubiesen encadenado. Observó que una vía de agua humedecía la cubierta junto a un arcón de su propiedad que ya se veía empapado. Gritó como una mujerzuela y, con la ayuda de Alcuino, trasladaron el arcón a un lugar más elevado.
– A juzgar por vuestro rostro, debe de contener algo importante -observó Alcuino palmeando el arcón.