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– Lignum crucis… una reliquia que viaja conmigo -explicó Flavio angustiado.

– ¿Lignum crucis? ¿La madera de la Cruz del Gólgota? ¿La reliquia conservada en la basílica Sessoriana?

– Veo que sabéis de lo que hablo.

– Pues sí, aunque lo cierto es que soy bastante escéptico.

– ¿Cómo? Acaso insinuáis…

– No, por Dios. Disculpadme -atajó-. Por supuesto que creo en la autenticidad del lignum crucis, del mismo modo que defiendo la naturaleza de los cuerpos de Gervasio y Protasio, o la capa de san Martín de Tours. Pero acordaréis conmigo que han sido muchas las abadías u obispados en que casualmente se han encontrado todo tipo de huesecillos.

– Breve confinium veratis et falsi. No seré yo quien entre a disputar la autenticidad de unas reliquias que contribuyan a atraer almas al Reino de los Cielos.

– No sé. Tratándose de asuntos de Dios, tal vez deberíamos confiar más en sus mandamientos.

– Observo en vos el don de la polémica. -Secó el arcón con un paño húmedo-. El hábil don de quien gasta saliva sin entender el porqué de su discutir. ¿Acaso conocéis el verdadero poder de una reliquia? ¿Seríais tal vez capaz de discernir entre la Lanza de Longinus, el Santo Sudario, o la sangre de un mártir?

– Conozco esa clasificación, pero en cualquier caso os reitero mis disculpas. No pretendía cuestionar…

– Pues si no lo pretendíais, entonces no lo hagáis -respondió Flavio a viva voz.

– Lo siento, paternidad -se excusó Alcuino azorado-. Pero antes, y si no os incomoda, permitidme una última pregunta.

Flavio lo miró con hastío, como si dudase en contestar.

– Decidme -consintió.

– ¿Para qué lleváis la reliquia a Würzburg?

El prelado pareció pensárselo, aunque finalmente respondió.

– Como sabréis, Carlomagno lleva años intentado someter a los paganos de Abodria, Panoia y Baviera. Sin embargo, ni las continuas campañas, ni sus castigos ejemplares han conseguido que Dios anide en sus recónditas almas. Los paganos son gentes rudas, ancladas en el politeísmo, en la herejía, en el concubinato… Con esa gente, la fuerza de las armas es necesaria, aunque a veces no suficiente.

– Continuad. -Alcuino no estaba seguro de pensar lo mismo.

– Maldita herida. -Se interrumpió para arreglarse el vendaje-. Pues bien, hace ocho años, Carlomagno y sus huestes acudieron a Italia en respuesta a la súplica del Santo Pontífice. Como tal vez sepáis, los lombardos, no conformes con señorear en los antiguos ducados bizantinos, habían invadido las ciudades de Faenza y Comacchio, sitiado Rávena y sometido Urbino, Montefeltro y Sinigaglia.

– Habláis de Desiderio, el rey de los lombardos.

– ¿Ese hombre, rey? No me hagáis reír, por el amor de Dios. Aunque así se hiciera llamar, Desiderio sólo era una serpiente con forma humana. El rey de la perfidia. Ése debería haber sido su verdadero título.

– Pero ¿antes no había contraído matrimonio una hija de Desiderio con el propio Carlomagno?

– En efecto. ¿Y acaso es posible concebir mayor felonía? El lombardo se encargó de emparentar a Carlomagno con su cachorra para a continuación, creyéndose ya impune, atacar las posesiones vaticanas. Sin embargo, el papa Adriano convenció a Carlomagno de la necesidad de su concurso, y éste, tras atravesar con sus tropas el paso del Gran San Bernardino, cercó al traidor en su guarida de Pavía.

– Sin duda, un gesto de buen cristiano.

– En parte sí, aunque no os dejéis engañar. A Carlomagno le interesaba contener las ansias expansionistas del rey lombardo tanto como al propio pontífice. Al fin y al cabo, tras una presumible victoria, Carlomagno procedería no sólo a la restitución papal de los territorios usurpados conforme al liberpontificalis, sino que él también se beneficiaría al apropiarse de los ducados lombardos de Spoleto y Benevento.

– Ciertamente interesante. Seguid, os lo ruego.

Theresa escuchaba con atención.

– El resto os será conocido. Desiderio se encerró en Pavía, obligando a Carlomagno a emprender el asedio. Sin embargo, tras nueve meses de sitio, las huestes de Carlomagno comenzaron a impacientarse. Al parecer temían por sus cosechas, y a esa circunstancia se unió la noticia de una nueva revuelta en tierras sajonas. Mientras tanto, Desiderio se mantenía enquistado a la espera de acontecimientos, de modo que Carlomagno comenzó a plantearse el levantar el sitio.

– Pero Carlomagno logró la victoria -intervino Theresa, orgullosa de conocer la historia.

– Así es, aunque no merced a sus tropas. Nada más conocer la situación, el papa Adriano ordenó trasladar el lignum crucis, custodiado hasta entonces en la basílica romana de la Santa Croce de Jerusalén, hasta el campamento de Carlomagno, y a la semana de su advenimiento, una repentina epidemia comenzó a diezmar a los lombardos. Desiderio claudicó, y Carlomagno tomó la plaza sin derramar una gota de sangre.

– Y ahora, Carlomagno pretende utilizar los beneficios del lignum crucis en su disputa contra los sajones.

– En efecto. El monarca solicitó ayuda al Papa, y éste no dudó en enviarle la reliquia. Y ahora que la tiene, pretende depositarla en una ciudad segura.

– Es curioso -dijo Alcuino-. Os ruego disculpéis mi indiscreción, pero siendo custodio de tan relevante reliquia, ¿por qué habéis emprendido un viaje tan peligroso como innecesario? Podríais haber aguardado en Aquis-Granum hasta que Carlomagno iniciara la próxima campaña.

– ¿Y dejar a los habitantes de Würzburg a merced de la calamidad? No sé vos, pero yo no lo consideraría ni caritativo ni cristiano.

– Visto así, tenéis razón. Y a propósito, ¿no deberíais abrir el arcón para comprobar su estado? -observó Alcuino, empezando a levantar la tapa.

Flavio se abalanzó sobre el arcón y lo cerró con violencia.

– No creo que sea necesario -se apresuró a decir-. El arcón está forrado con cuero engrasado. Además, el lignum crucis viaja protegido por un cofre de plomo que le sirve de relicario.

– ¡Ah! Bien. Entonces no debemos preocuparnos. Sobre todo, si el cofre al que os referís es grande y de recias paredes.

– Así es, y ahora, si me lo permitís, desearía descansar un rato.

Alcuino observó cómo Flavio acomodaba su cuerpo contra el arcón. Se preguntó entonces si su abrupto comportamiento no obedecería a la falta de sueño, pero tal circunstancia no aclaraba el que aquel arcón tan liviano realmente contuviese un cofre de plomo pesado.

A media tarde, el agua anegaba la bodega con más rapidez de la que los remeros podían desalojarla, así que Izam ordenó el atraque inmediato. Tras disponer a los vigías, organizó en un grupo a los hombres que aguardarían en el navío, y en otro a los que desembarcarían. Después acudió al lugar donde se encontraban Flavio y Alcuino para interesarse por la salud del prelado romano.

– Permaneceremos fondeados cuatro horas. Lo suficiente para poner la nave a flote -les informó-. ¿Cómo sigue su herida?

– Aún duele -respondió Flavio.

– Si lo desean, pueden esperar a bordo. Nosotros tenemos trabajo en tierra.

– Yo descenderé -anunció Alcuino-. Y vos deberíais hacer lo propio -se dirigió a Flavio-. A esa pierna le conviene moverse.

– Prefiero aguardar -dijo éste con tono lastimero.

Theresa se unió al grupo porque precisaba unos instantes de la intimidad de la que carecía en el barco. Ya en tierra, Izam dividió a los hombres entre los encargados de las reparaciones y los que desempeñarían las guardias. Los primeros parchearon el casco con tablones desmontados de la propia cubierta y lo calafatearon con brea que llevaban a bordo. Los demás establecieron un perímetro de seguridad en prevención de un nuevo ataque. Theresa aprovechó para alejarse y asearse con tranquilidad, cosa que no hacía desde el día que zarparon. Aún estaba en cuclillas cuando Hóos la interrumpió. Ella se levantó avergonzada, pero él intentó abrazarla. Theresa se lo reprochó. Sin embargo, Hóos insistió mientras reía estúpidamente. Cuando ella le separó, él la empujó sin miramientos. En ese instante apareció Izam.