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La noticia del milagro corrió como la peste. Los cuchicheos se transformaron en un murmullo, y a éste siguió un griterío que transmitió la crónica hasta el último rincón de la ciudad. Los más audaces se arremolinaron frente al barco para comprobar lo que se decía, mientras mujeres y hombres se disputaban a empujones un lugar junto a la pasarela.

El rumor dejó helado a Alcuino.

Aún se preguntaba a qué se debería aquel revuelo cuando la muchedumbre enfebrecida, ansiosa por ver a la resucitada, olvidó los suministros y comenzó a subir al barco. Wilfred desplegó a sus hombres, pero la gente ignoró a los soldados. Parecía como si una locura colectiva hubiese transformado a aquellos campesinos en una jauría de poseídos. A una orden del conde, un arquero disparó. El campesino más adelantado se tambaleó un momento y cayó por la borda atravesado por una flecha. Los demás retrocedieron. Al segundo flechazo, todos abandonaron el barco.

Wilfred se hallaba igualmente desconcertado, así que ordenó que le condujeran hasta la muchacha para comprobar su identidad. Al principio no la reconoció, pero al acercarse, sus ojos se agrandaron como si hubiera visto al diablo. No le cabía duda. Aquella joven era Theresa, la hija del escriba.

Intentó santiguarse pero los nervios se lo impidieron. Cuando finalmente se tranquilizó, Alcuino le sugirió trasladar a Theresa a tierra firme y Wilfred se mostró de acuerdo. Entre Hóos y Alcuino improvisaron unas parihuelas en las que colocaron a la muchacha. Luego Wilfred se hizo llevar a su carruaje, ordenó que se ampliara el pasillo y emprendieron el regreso. Conforme avanzaban, la gente comenzó a arrodillarse implorando clemencia por el milagro. Algunos intentaban tocar a la revivida mientras otros rezaban por que la aparición no fuera obra del demonio. La procesión se desplazó por las callejuelas de la villa en dirección a la fortaleza de Wilfred. Una vez allí, la muchedumbre se apostó en las murallas.

Un grupo de incrédulos encabezados por Korne, el percamenarius, se dirigió al camposanto para exhumar el cadáver de Theresa. Desconocían el lugar exacto donde la habían enterrado, así que excavaron en las tumbas más recientes, pero no la encontraron. Cuando comprobaron que ni siquiera existía sepultura, regresaron a la fortaleza exigiendo unirse a las deliberaciones que Izam, Flavio, Alcuino y el propio conde habían comenzado. Para entonces, Wilfred ya había informado a Alcuino de los detalles del incendio. También le habló de la obsesión de Korne por vengar la accidental muerte de su hijo. Sin comentarlo con nadie, Alcuino urdió un plan para proteger a Theresa.

Al cabo de un rato, Wilfred aceptó la presencia de Korne para evitar que en el exterior se produjera una algarada. El percamenarius solicitó ver a la resucitada, pero Alcuino se opuso. El fraile alegó que Theresa se encontraba inconsciente y que él respondería a cuantas cuestiones se le plantearan. Les explicó su relación con la joven y les adelantó que, gracias a Dios, poseía la respuesta a aquel prodigio.

Wilfred tableteó sus dedos con nerviosismo. Luego hizo restallar la fusta y los dos perros tiraron del artilugio móvil hacia una de las ventanas. Se asomó y contempló a la turba. Alcuino le miró. Le desconcertaba que un lisiado pudiera manejarse sin más ayuda que la de aquellos animales. Luego se fijó en que todos le miraban, pendientes de su explicación.

– Lo primero es comprobar si esa joven es realmente quien parece ser -dijo-. Ya sé que los aquí presentes la han reconocido, pero ¿la han visto sus familiares? ¿O ella misma lo ha confirmado?

– ¡Por el amor de Dios! Intentad ser consecuente -terció de repente Korne-. ¿Qué va a refrendar la joven si continúa desmayada? Habrá que esperar a que su madrastra se calme y ver si nos aclara algo.

– ¿Y su padre, el escriba? -se interesó Alcuino.

– Desapareció hará un par de meses. Aún no le hemos encontrado.

Se hizo el silencio un rato. De repente entró Zenón en la sala.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Izam al médico.

– Helada como un carámbano, pero el calor de la chimenea la reanimará pronto.

Izam dirigió la mirada a la fogata. Por lo general, las casas francas sólo disponían de un hogar excavado en el suelo. Sin embargo, aquel edificio acomodaba una especie de horno adosado a la pared de una de las estancias.

Korne carraspeó. Nadie se decidía a afrontar el asunto de la resucitación.

– Bueno -anunció el percamenarius-, parece obvio que la muchacha no murió en el incendio.

Alcuino se levantó. Su sombra alargada se deslizó hacia el percamenarius.

– No os confundáis, os lo ruego. Lo único innegable es que la joven está viva. Si murió o no en el incendio es lo que queremos averiguar. Recordad que tras el desastre, sus padres reconocieron el cadáver.

– Un cadáver irreconocible. Zenón puede confirmarlo.

Alcuino miró a Zenón, pero el físico bebió un sorbo de vino y miró hacia otro lado. Entonces Alcuino extrajo una Vulgata de entre sus bártulos, sus dedos escuálidos abrieron lentamente las tapas y recorrieron el ejemplar como si leyera algo. Luego cerró el libro, alzó la vista y clavó sus ojos en Korne.

– Antes de comentar esta discusión, acudí a la capilla de la fortaleza para rogarle a Dios que me iluminara. Oré tras tocar las reliquias de la Santa Croce y de repente tuve una visión. Ante mí apareció un ángel de entre las tinieblas. De su cuello nacía una corona refulgente que orlaba su cabello largo e inmaculado. Flotaba suave, como un cisne en un lago, y de sus ojos emanaba la Paz eterna del Todopoderoso. Aquel heraldo me mostró el cuerpo de Theresa consumido por las llamas, y a su lado otro cuerpo perfecto formado por un torbellino de luz cegadora que se hinchaba y resplandecía hasta conformar una Theresa nueva, viva, y sin pecado.

– ¿Otra Theresa? ¿Insinuáis que no es la misma? -preguntó Wilfred asustado.

– Sí y no. Imaginad por un momento una pequeña oruga. Imaginad la oruga de la imperfección que abandona el envoltorio del pecado para transformarse en mariposa de virtud. Oruga y mariposa son el mismo ser, pero el cuerpo de la primera yace consumido, mientras el segundo, nuevo pero renacido del primero, se eleva hacia los cielos. Cierto es que Theresa murió. Tal vez hizo mal, y su cuerpo ardió por ello. Pero en ocasiones, Dios, en su infinita sabiduría, nos muestra el camino de la redención brindándonos la libación de un milagro. Un prodigio de bondad para enseñarnos la senda del arrepentimiento. -Miró a Wilfred con gravedad-. El Hacedor podría haberse girado, dejar que el alma de Theresa penase en el Acheron, el Phelgeton y el Cocyto de los griegos, que purgase sus culpas en el lugar donde el Señor lava las inmundicias de las hijas de Sión. Pero ¿de qué habría servido si ninguno de nosotros aprendiéramos de su tormento?

Wilfred y Flavio escuchaban embelesados, sin apenas respirar, y así siguieron unos segundos hasta advertir que Alcuino había terminado. Sin embargo, los ojos de Korne parpadearon con estupidez. Aunque no entendiera las palabras de Alcuino, mediara o no la mano de Dios, no iba a admitir la existencia de un milagro.

– ¿Y eso qué prueba? Podría haberla resucitado el diablo -masculló.

Alcuino respiró triunfal. Por fin había logrado que Korne cayese en la herejía. Ahora le resultaría fácil desviar su atención, acusándole de blasfemo.

– ¿Negáis acaso una intervención divina? -alzó la voz-. ¿Os atrevéis a renegar de Dios? ¿A comparar Su poder infinito con el ignominioso del diablo? ¡Arrodillaos, blasfemo! Atestiguad vuestro arrepentimiento y aceptad los designios del Señor, o preparaos para acudir al tormento de inmediato.