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—Ahora no puedo —contestó ella escuetamente.

En aquellos momentos estaban preparando a los muertos de la Hansford para lanzarlos al espacio y quería estar presente mientras se cumplía con una especie de ceremonia religiosa, un acto de buena voluntad hacia los muertos antes de abandonarlos. Lanzados hacia la órbita de Downbelow, serían atraídos hacia allí. No estaba demasiado segura de si los cuerpos se desintegrarían durante la caída, pero suponía que era lo más probable. Ella no sabía demasiado de estas cosas que, por otra parte, a nadie preocupaban demasiado.

Los tripulantes de la nave Lila desembarcaron con más orden. En un primer momento salieron atropelladamente pero se calmaron al ver a la tropa que les apuntaba. Konstantin intervino entonces a través del megáfono, dirigiéndose a los aterrados civiles en los términos característicos de los hombres del espacio, usando de la lógica espacial para hacerles comprender el peligro que podían correr todos a causa de su conducta y haciéndose cargo del horror que habían vivido confinados en sus naves. Cuando empezó a hablar Signy, se levantó, sosteniendo aún su taza de café, observándolo todo con el estómago más asentado al darse cuenta de que las instrucciones empezaban a seguirse sin entorpecimientos, y que los refugiados que llevaban documentación pasaban por un control; y quienes no la llevaban, por otro para ser fotografiados e identificados de acuerdo a sus propias declaraciones. Aquel atractivo joven del Departamento de Asuntos Legales demostraba servir para algo más de lo que sugería su físico, con una voz sumamente persuasiva cuando se trataba de solventar cualquier problema sobre la documentación o de aplacar los ánimos del personal local, muy confuso con aquel alud que se les vino encima.

—La Griffin se está adelantando para atracar —dijo Graff a Signy a través del transmisor—. Y los de la estación nos piden que renunciemos a quinientas de las plazas de alojamiento en principio acordadas basándose en que la Hansford traía un número de muertos superior al que se temía.

—Negativo —repuso Signy, escuetamente—. Comprendo la petición del comandante y le envío mis respectos. Pero, dígale que ni hablar. ¿Qué tal en la Griffin?

Cunde el pánico. Ya les hemos advertido que deben calmarse.

—Y, en las demás naves, ¿qué?

—Mucha tensión. No se fíe. Pueden estallar en cualquier momento. En la Maureen, ya han tenido un muerto. Un infarto. Y hay otro que está grave. Voy a obligarles a que vuelvan a la formación y respeten el orden de atraque. El comandante de la estación pregunta si podrían tener una reunión dentro de una hora. Parece que los chicos de la Compañía están pidiendo entrada en esta zona.

—Deles largas.

Signy terminó su café y se dirigió a la parte de la plataforma en que se hallaba el amarradero de la Griffin, en donde se habían concentrado todas las operaciones porque no había nada de lo que mereciese la pena ocuparse en el amarradero de la Hansford. Los refugiados que estaban pasando los controles parecían bastante tranquilos. No pensaban más que en llegar lo antes posible a los alojamientos que les asignaban, porque el seguro entorno de la estación parecía inspirarles confianza. Una brigada especial estaba desamarrando la Hansford, ya que en aquella plataforma no tenían más que cuatro amarraderos.

La capitana Mallory midió con los ojos el espacio que la estación les había concedido: cinco niveles de dos secciones y dos plataformas. Tendrían que estar hacinados pero se podían arreglar durante cierto tiempo. Podrían instalar algunos barracones. Y no tardarían en estar aún más apretados. Desde luego, lujos no iban a tener. No eran los únicos refugiados que se habían encontrado prácticamente a la deriva en el espacio. Eran, simplemente, los primeros. Así que estaba muy claro que tenía que cerrar la boca y conformarse.

Todo parecía tranquilo cuando ocurrió el incidente con uno de los tripulantes del Dinah: alguien trató de arrestarle al darse cuenta de que estaba armado. Murieron los dos. Y cundió la histeria entre todos los pasajeros.

Signy observó la escena sin más reacción que un rictus de cansancio y un movimiento de cabeza tras el que ordenó que los cuerpos fuesen lanzados al espacio junto con los demás cadáveres, mientras que Konstantin se le acercaba realmente furioso.

—Ley marcial —se limitó a decirle Signy, no dándole opción a discutir y alejándose del lugar.

Sita, Pean, Little Bear, Winifred: Llegaron con una agonizante lentitud, desembarcaron a los refugiados con todos sus efectos personales y cumplieron con todas las formalidades oficiales. Una vez concluidas, Signy, abandonó la plataforma, regresó a la Norway y tomó un buen baño. Tuvo que restregarse tres veces con la manopla antes de empezar a sentir que no olía igual que el lugar que acababa de abandonar.

La estación se adentraba ya en la noche; y, con ella, las quejas y peticiones cesaban cuando menos durante unas horas. De todas formas, el relevo nocturno de la Norway se abstenía a comunicárselas a la capitana.

Iba a tener consuelo durante la noche, una fugaz compañía. Era como un resto más del desastre de Russell y de Mariner, pero no había sido transportado en las otras naves. Y él lo sabía y lo agradecía.

—Ahora ya te puedes ir —le dijo Signy, mirando de frente a quien yacía a su lado, sin recordar su nombre.

Aquel nombre se confundía en su memoria con el de muchos otros; y, a veces, se equivocaba al llamarle, sobre todo cuando era tarde y estaba medio dormida. Y a él no parecía darle importancia y se limitaba a parpadear, como indicando que aceptaba los hechos. A Signy le intrigaba su rostro que mostraba un cierto aire de inocencia. Los contrastes la intrigaban. La belleza, también.

—Tienes suerte —le dijo Signy.

Él, reaccionó ante aquellas palabras de la misma manera que reaccionaba ante casi todo. Se limitó a mirarla con fijeza un poco ausente. En Russell, se habían entregado más de una vez a juegos mentales. En ocasiones había en ella una cierta sordidez, una necesidad de hurgar en las heridas, como si se entretuviese en realizar pequeños crímenes para olvidar otros mayores, como si se abandonase a un cierto terror para borrar de su mente los horrores del exterior. Había pasado muchas noches con Graff, con Di, con cualquiera que se instalase en su fantasía. No solía mostrar aquella faceta de su personalidad a quienes valoraba, ni a los amigos, ni a su tripulación. Pero a veces, en viajes como aquél, se cernía sobre ella como una sombra negra. Era una enfermedad común en la Flota, en el encierro de aquellas naves, sin ninguna válvula de escape, con un poder absoluto sobre las mismas.

—¿Te importa? —le preguntó a su anónima compañía.

No. No le importaba. Y esa era quizás la razón de su supervivencia.

En la Norway se seguía trabajando. Sus tropas vigilaban las operaciones de atraque de la última nave que quedaría en cuarentena. Sobre la plataforma, las luces iluminaban aún el lugar como si fuese pleno día y las filas de refugiados se movían lentamente ante los fusiles.

III

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Habían visto demasiado, demasiadas cosas como aquéllas. Damon Konstantin aceptó una taza de café que le ofreció uno de los auxiliares de su oficina y, apoyado en el brazo de su sillón, miró hacia los atracaderos. Le dolían los ojos y tenía que frotárselos. El café sabía y olía a desinfectante, a un desinfectante que se metía en los poros, en la nariz y en todas partes. Las tropas se mantenían vigilantes, velando por la seguridad de aquella pequeña zona de la plataforma. En los barracones «A» se había producido un apuñalamiento. Nadie podía explicarse de dónde pudo salir el arma. Pensaron que podía proceder de la cocina de uno de los abandonados restaurantes del embarcadero, un inocente utensilio de cocina dejado allí inadvertidamente por alguien que no debió de darse cuenta de cuál era la situación. Incluso él mismo estaba desbordado por el agotamiento. No podía pensar, y la policía de la estación no pudo dar con el agresor que estaba sin duda en las filas de refugiados que aún seguían en la plataforma, en largas y lentas colas, frente a las oficinas de alojamiento.