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Morosini se inclinó para tocar a su guía en un hombro:

—¿Falta mucho todavía?

—Ya estamos llegando.

Al cabo de un momento, efectivamente, los dos hombres penetraron, después de abrir con una llave, en un sótano lleno de escombros. Una escalera, hábilmente disimulada entre las piedras caídas, se adentraba en una abertura de la pared y desembocaba en una puerta de hierro que debía de haber sido forjada en la época de la dinastía de los Jagellón. Sin embargo, por antigua que fuera, la puerta se abrió sin chirriar lo más mínimo cuando Amschel tiró tres veces de un cordón que colgaba en un hueco. En un segundo, Morosini cambió de mundo y avanzó varios siglos: un mayordomo vestido al estilo inglés se inclinó ante él al pie de una escalera recubierta con una alfombra rojo oscuro que conducía a una especie de galería. La única diferencia con un británico residía en las facciones del rostro, casi mongol e impenetrable. Bajo el traje bien cortado, los hombros de aquel hombre y la corpulencia de su torso revelaban una fuerza increíble. No dijo ni una palabra, pero, obedeciendo a una seña de Amschel, comenzó a subir la escalera seguido de los dos visitantes. Se abrió otra puerta y una voz grave y profunda, conmovedora como el canto de un violonchelo, dijo en francés:

—Pase, príncipe. Me alegro muchísimo de que haya venido.

El mayordomo liberó a Morosini de su pelliza en el umbral de una estancia que parecía una antigua capilla con bóveda de piedra de cruceros ojivales, aunque en el momento actual era una vasta biblioteca cuyas paredes desaparecían bajo una infinidad de anaqueles repletos de libros. Una gran mesa de mármol sobre travesaños de bronce sostenía un espléndido candelabro de siete brazos. En el suelo, cubierto de preciosos kilims, dos grandes hachones Luis XIV difundían una luz cálida que permitía ver la oscura estufa y, en el hueco de un panteón —prueba de que efectivamente se trataba de un antiguo santuario—, un arcón medieval cuyos cerrojos y complicadas protecciones debían de hacerlo más inexpugnable que cualquier caja fuerte moderna.

Aldo echó un rápido vistazo que abarcó todo eso, pero a continuación su mirada se detuvo para no volver a moverse. Simon Aronov estaba ante él, y el personaje era capaz de retener la atención más dispersa.

Sin saber muy bien por qué, mientras seguía a Élie Amschel por las entrañas del gueto, la imaginación de Morosini, siempre dispuesta a volar, había trazado una imagen pintoresca del hombre que lo esperaba al término de su viaje: una especie de Shylock con levita y sombrero alto de fieltro negro, un judío en la más pura tradición de los relatos medievales, habitante lógico de un sótano tenebroso. En lugar de eso se encontró con un igual, un caballero moderno que no habría desentonado en ningún salón aristocrático.

Tan alto como él pero quizás un poco más corpulento, Simon Aronov erguía una cabeza redonda, casi calva con excepción de una semicorona de cabellos grises, sobre una figura de elegancia severa, vestida con toda seguridad por un sastre inglés. Su rostro de piel bronceada, como es habitual en los que viven mucho en el exterior, estaba marcado por profundas arrugas, pero el brillo de su único ojo —el otro se ocultaba bajo un parche de piel negra—, de un azul intenso, a la larga debía de resultar insoportable.

Hasta que Aronov no se acercó a él apoyándose en un pesado bastón para compensar su pronunciada cojera, Morosini no se fijó en el zapato ortopédico que llevaba en el pie izquierdo, pero la mano que se tendía hacia él era hermosa.

—Le estoy infinitamente agradecido por haber aceptado venir aquí, príncipe Morosini —prosiguió la aterciopelada voz—, y espero que me perdone los trastornos que haya podido causarle el viaje en esta época de mal tiempo, así como las múltiples precauciones que me veo obligado a tomar. ¿Puedo ofrecerle algo reconfortante?

—Gracias.

—¿Un poco de café? Yo me paso el día bebiéndolo.

Como si la palabra fuese una fórmula mágica, el sirviente reapareció llevando una bandeja con una cafetera y dos tazas. Lo dejó todo junto a su señor y se marchó obedeciendo a una señal de este. El Cojo llenó una taza y el delicioso aroma cosquilleó de forma alentadora las fosas nasales de Aldo, que acababa de tomar asiento en un raro asiento gótico tapizado en piel.

—Unas gotas quizá —aceptó. Sin embargo, el tono prudente de su voz no escapó a su anfitrión, que se echó a reír.

—Aunque sea italiano, y por lo tanto exigente en esta materia, creo que puede tomar este café sin exponerse a que le dé un síncope.

Tenía razón: el café era bueno. Bebieron en silencio y Aronov fue el primero en dejar la taza.

—Supongo, príncipe, que está impaciente por conocer el motivo de mi telegrama y de su presencia aquí.

—Verlo ya representa suficiente satisfacción. Confieso que he llegado a preguntarme si no sería usted un mito, si existiría realmente. Y no soy el único. Muchos de mis colegas pagarían no poco por verlo de cerca.

—Tardarán en recibir esa satisfacción. Pero no crea que al actuar de este modo me dejo llevar por un gusto fuera de lugar por el misterio barato o la publicidad fácil. Para mí se trata de una simple cuestión de supervivencia. Soy un hombre que debe permanecer escondido si quiere tener una posibilidad de llevar a buen término la tarea que le corresponde.

—Entonces, ¿por qué hace una excepción conmigo?

—Porque lo necesito… A usted y a nadie más.

Aronov se levantó y con su paso desigual fue hasta la muralla donde se abría el panteón. Era uno de los dos únicos lugares de la vasta sala donde los libros dejaban un espacio libre; el otro lo ocupaba el encantador retrato de una niña de mirada grave, con vestido de cuello de encaje, pintado por Cornelis de Vos, cuya factura Aldo reconoció. Pero por el momento su atención se centraba en las manos del Cojo, que empujaban una piedra. Se oyó un clic y la tapa del enorme arcón se levantó. Aronov sacó un gran estuche antiguo de piel, descolorido por el uso, y se lo tendió a su visitante.

—Ábralo —dijo.

Morosini obedeció y se quedó boquiabierto ante lo que veía sobre un lecho de terciopelo negro que el paso del tiempo había vuelto verdoso: una gran placa de oro macizo, un rectángulo de unos treinta centímetros de largo sobre el que había doce rosetones de oro dispuestos en cuatro filas, con grandes piedras preciosas, todas diferentes, engastadas en la mayoría de ellos, pues cuatro estaban vacíos. Había una sardónice, un topacio, un carbúnculo, una ágata, una amatista, un berilo, una malaquita y una turquesa: ocho piedras perfectamente talladas, de igual tamaño y admirablemente pulidas. La única diferencia consistía en que unas eran más preciosas que otras. Por último, una gruesa cadena de oro sujeta a dos esquinas de esa joya bárbara permitía colgarla en torno al cuello.El extraño ornamento era sin duda muy antiguo y el tiempo había hecho su efecto, pues el oro estaba abollado en algunos puntos. Sopesándolo, Morosini se sentía asaltado por una multitud de interrogantes: estaba seguro de no haber visto jamás ese objeto y, sin embargo, le resultaba familiar. La voz grave de su anfitrión puso fin a sus esfuerzos por hacer memoria.