—¿Tiene alguna idea de quiénes son esos «otros»?
—Por el momento no tengo nombres, pero hay indicios claros. Un «orden negro» va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo. De modo que lleve cuidado. Si descubren que está ayudándome se convertirá en su blanco y no olvide que con esa gente todo está permitido. Tiene la posibilidad de rechazar mi propuesta, claro está; sin duda es injusto pedir a un cristiano que arriesgue la vida por unos judíos.
Por toda respuesta, Morosini se guardó el zafiro.
—Si le dijera que esta historia empieza a divertirme —dijo, dedicando a su anfitrión la más impertinente de sus sonrisas—, le escandalizaría, y sin embargo no puede ser más cierto. Prefiero tranquilizarlo diciéndole que quiero el pellejo del asesino de mi madre, sea quien sea. Jugaré con usted… hasta el final.
Aronov clavó su ojo único en los ojos chispeantes de su visitante.
—Gracias —dijo.
El sirviente acababa de aparecer llevando una gran bandeja en la que junto a la cafetera había una botella helada, un vaso, unas servilletas de papel y el plato de zakuskis que esperaba Morosini.
—Creo que ha llegado el momento de que me diga qué debo saber para no cometer errores: la fecha de la venta en Christie, por ejemplo, el nombre del joyero inglés y algunos detalles más.
Mientras su invitado comía, Simon Aronov continuó hablando largo rato con una sabiduría que fascinó a Morosini. Ese asombroso hombre presentaba cierta semejanza con el espejo negro del mago Luc Gauric: uno podía contemplar en él su propia imagen, pero también poseía la virtud de reflejar, de un modo igualmente real, el pasado y el futuro. Escuchándolo, su nuevo aliado tuvo la certeza de que su cruzada era santa y de que juntos podrían llevarla a término.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó.
—No lo sé, pero le pido que me deje tomar la iniciativa de nuestros encuentros. No obstante, si tuviera necesidad de ponerse en contacto conmigo urgentemente, envíe un telegrama a la persona cuya dirección voy a darle. Si encontraran ese papel, no tendría ninguna consecuencia; se trata del apoderado de un banco de Zurich. Pero no se dirija nunca a Amschel, a quien tendrá ocasión de volver a ver, por lo menos en Christie, donde me representará. No deben verlos juntos nunca más. Los mensajes que mande a Suiza deben ser triviales: el anuncio de la próxima puesta en venta de un objeto interesante para ponerla en conocimiento de un cliente, por ejemplo, o incluso de una transacción cualquiera. Su firma bastará para que el destinatario comprenda.
—De acuerdo —dijo Aldo, guardándose el papel en el bolsillo con la firme intención de aprenderse de memoria lo que ponía y destruirlo—. Bien, creo que ya no me queda más por hacer aquí que despedirme.
—Un momento, por favor. Se me olvidaba una cosa importante. ¿Tiene posibilidad de pasar por París próximamente?
—Desde luego. Me marcho el jueves en el Nord-Express y puedo quedarme allí uno o dos días.
—Entonces no deje de ir a ver a uno de mis escasísimos amigos, que le será de gran utilidad en lo relacionado con nuestros asuntos. Puede confiar plenamente en él, aunque a primera vista parezca un chiflado. Se llama Adalbert Vidal-Pellicorne.
—¡Dios mío, vaya nombre! —exclamó Morosini riendo—. ¿Y a qué se dedica?
—Oficialmente es arqueólogo. Oficiosamente también, pero a eso añade toda clase de actividades. Entre otras cosas, entiende mucho de piedras preciosas y, sobretodo, conoce a todo el mundo, es capaz de introducirse en cualquier círculo. Además, es un fisgón de mucho cuidado. Creo que le parecerá divertido. Deme el papel y le anotaré también su dirección.
Hecho esto, Simon Aronov se levantó tendiendo una mano firme y cálida que Aldo estrechó con placer. De este modo quedó sellado entre ellos un acuerdo que no necesitaba ningún papel.
—Le estoy infinitamente agradecido, príncipe. Lamento obligarle a hacer otro viaje subterráneo, pero, por si alguien lo hubiera visto, es imprescindible que salga de la misma casa en la que ha entrado. Es una de las dos viviendas de mi fiel Amschel; la otra está en Frankfurt.
—Lo entiendo perfectamente. ¿Me permite una pregunta antes de irme?
—Por supuesto.
—¿Vive siempre en Varsovia?
—No. Tengo otras residencias, e incluso otros nombres, con los que quizá me vea en alguna ocasión, pero aquí es donde me siento en mi casa, por eso la oculto tan celosamente —respondió, con una de las sonrisas que a Aldo le parecían tan atrayentes—. De todas formas, volveremos a vernos. Le deseo suerte. Puede pedir al banco de Zurich el dinero que necesite. Rezaré para que la ayuda de Aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado le sea concedida.
No faltaba mucho para medianoche cuando Morosini regresó por fin al hotel Europa.
3
Los jardines de Wilanow
Cuando miró por la ventana a la mañana siguiente, a Aldo le costó dar crédito a lo que veía. Gracias a la magia de un sol radiante, la ciudad de ayer, fría, melancólica y gris, se había transformado en una capital rebosante de vida y de animación, seductor marco de un pueblo joven y ardiente que vivía apasionadamente la reunificación de su vieja tierra, gloriosa, indomable, pero durante demasiado tiempo dividida. Desde hacía cuatro años Polonia respiraba el aire vivificador de la libertad y se notaba. Y al visitante indiferente del día anterior le pareció de pronto acogedora. Tal vez porque esa mañana le recordaba a Italia. La gran plaza que se extendía entre el hotel Europa y un cuartel en plena actividad se parecía bastante a una piazza italiana. Estaba llena de niños, de conductores de coches de punto y de jóvenes oficiales que paseaban sus grandes sables con la misma gravedad que sus iguales de la Península.
Repentinamente impaciente por mezclarse con ese amable bullicio y por montar en uno de esos vehículos, Morosini se apresuró a asearse, tomó un desayuno que le pareció lamentablemente occidental y, desechando el gorro de piel del día anterior, salió a la luz dorada.
Mientras bajaba, por un momento había pensado ir a pie, pero cambió de nuevo de opinión: si quería tener una visión de conjunto, lo mejor era tomar un coche, y le indicó al portero con galones que deseaba ver la ciudad.
—Búsqueme un buen cochero —le pidió.
El hombre se apresuró a hacer señas a un coche de punto con buen aspecto, conducido por un cochero barrigón, jovial y bigotudo, que dedicó una sonrisa desdentada pero radiante a Morosini cuando este le pidió en francés que le enseñara Varsovia.
—¿Es usted francés, señor?
—A medias. En realidad, soy italiano.
—Es prácticamente lo mismo. Será un placer mostrarle la Roma del norte. ¿Sabía que la llaman así?
—Lo he oído decir, pero no comprendo por qué. Anoche di un paseo y no me pareció que tuviera muchos vestigios antiguos.
—Lo comprenderá enseguida. Boleslas conoce la capital mejor que nadie.
—Y yo añado que habla francés muy bien.
—Aquí todo el mundo habla esa hermosa lengua. Francia es nuestra segunda patria. ¡Adelante!
Dicho esto, Boleslas se encasquetó la gorra de paño azul adornada con una especie de corona de marqués de metal plateado y chascó la lengua para que el caballo se pusiera en marcha. Como todos los cocheros, llevaba varios números de hierro sujetos a un botón situado cerca del cuello y que le colgaban sobre la espalda como una etiqueta. Morosini, intrigado, le preguntó el motivo de esa curiosa exhibición.