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Møller levantó el auricular y pensó que estaba a punto de meter a Harry y a Tom Waaler en el mismo caso. Las vacaciones colectivas eran una mierda. El impulso eléctrico partió del monumento que Telje, Torp y Aasen habían erigido en honor a la sociedad del orden y, en algún lugar donde reinaba el caos, empezó a sonar el teléfono. En un apartamento de la calle Sofie.

3

Viernes. Despertar

Ella gritó una vez más y Harry Hole abrió los ojos.

El sol brillaba entre las cortinas que aleteaban perezosas mientras el chirrido del tranvía al frenar en la calle Pilestredet iba muriendo despacio. Harry intentó orientarse. Estaba tumbado en el suelo de su propia sala de estar. Vestido, aunque no muy elegante. Y si no vivía, por lo menos estaba vivo.

El sudor le cubría la cara como una película de maquillaje húmedo y pegajoso y el corazón parecía comportarse de un modo ligero y frenético, como una pelota de pimpón botando en un suelo de cemento. Lo peor era la cabeza.

Harry dudó un instante antes de decidirse a seguir respirando. El techo y las paredes le daban vueltas, pero no había en todo el apartamento un solo cuadro ni una sola lámpara de techo donde fijar la vista. En la periferia de su campo de visión atisbó una estantería Ivar, el respaldo de una silla y una mesa de salón verde de Elevator, que también daban vueltas. Pero por lo menos ya no tenía que seguir soñando.

Había sufrido la misma pesadilla de siempre. Se sentía clavado al suelo, sin posibilidad de moverse, e intentaba cerrar los ojos para ahorrarse la visión de aquella boca abierta y torcida en un grito afónico. Los ojos grandes y vacíos con una acusación muda. Cuando era niño, eran los ojos y la boca de Søs, su hermana pequeña. Ahora, en cambio, eran los de Ellen Gjelten. Antes los gritos eran mudos, ahora resonaban como el lamento metálico de unos frenos. No sabía qué era peor.

Harry se quedó totalmente quieto mirando a la calle de hito en hito por entre las cortinas, contemplando el sol vibrante que parecía suspendido sobre las calles y los edificios de Bislett. Sólo el tranvía quebrantaba el silencio estival. No parpadeaba. Se quedó mirando fijamente hasta que el sol se transformó en un corazón amarillo y saltarín que latía bombeando calor sobre el fondo de una fina membrana de un color azul lechoso. De pequeño, su madre le decía que a los niños que miraban directamente al sol se les quemaba la vista y se pasaban el resto de su vida con la luz del sol en el interior de la cabeza. Y eso era lo que intentaba conseguir ahora: que la luz del sol le inundase la cabeza y lo quemase todo. Que, por ejemplo, quemase la imagen de la cabeza de Ellen reventada a golpes en la nieve a orillas del río Akerselva con una sombra que se proyectaba sobre ella. Llevaba tres años intentando atrapar aquella sombra. Pero tampoco lo había conseguido. Apenas osaba creer que la tenía, cuando todo se iba a la mierda de pronto. No había conseguido nada.

Rakel…

Harry levantó la cabeza despacio y miró el ojo negro y muerto del contestador. Había dado señales de vida en las semanas transcurridas desde que volvió a casa después de la reunión que celebró en el restaurante Boxer con el comisario jefe de la Policía Judicial y con Møller. Seguramente, eso también lo habría quemado el sol.

¡Mierda, qué calor hace aquí dentro!

Rakel…

Ahora se acordaba. En un momento del sueño la cara había cambiado por la de Rakel. Søs, Ellen, su madre, Rakel. Caras de mujeres, que en un movimiento constante, palpitante, pulsante, cambiaban y se fundían unas en otras.

Harry dejó escapar un suspiro y volvió a apoyar la cabeza en el parqué. Vio la botella que hacía equilibrios en el borde de la mesa, por encima de él. «Jim Beam from Clermont, Kentucky.» El contenido había desaparecido. Evaporado. Rakel. Cerró los ojos. No quedaba nada.

No tenía ni idea de la hora que era, sólo sabía que era demasiado tarde. O demasiado pronto. Que, en cualquier caso, era la hora equivocada de despertarse. O mejor dicho, de dormir. Uno debería estar haciendo otra cosa a aquella hora del día. Uno debería estar bebiendo.

Harry se puso de rodillas.

Algo vibraba en sus pantalones. Eso era lo que lo había despertado, ahora lo notaba. Una polilla atrapada aleteaba desesperadamente. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil.

Harry caminaba lentamente hacia la colina de St. Hanshaugen. El dolor de cabeza le bombeaba detrás de los globos oculares. La dirección que le había dado Møller se encontraba a un paso, se había refrescado la cara con un poco de agua, encontró un poco de whisky en una botella que tenía en el armario, debajo del lavabo, y salió con la esperanza de que el paseo le despejara la mente. Harry pasó por delante del restaurante Underwater. Abierto de cuatro a tres, de cuatro a una los lunes y cerrado los domingos. No era un lugar que él frecuentase, ya que su sitio habitual, el restaurante Schrøder, estaba en la calle paralela, pero como la mayoría de los alcohólicos, Harry disponía en su cerebro de un fichero en el que los horarios de apertura de los bares se guardaban automáticamente.

Le dedicó una mueca a la imagen que le devolvían las ventanas ennegrecidas. Otra vez sería.

Cuando llegó a la esquina, giró hacia la derecha y bajó por la calle Ullevålsveien. A Harry no le gustaba pasar por aquella calle, era una vía apropiada para los coches, no para las personas. Lo mejor que podía decirse de la calle Ullevålsveien era que en la acera de la derecha había algo de sombra en días como aquél.

Harry se detuvo delante del número que le habían indicado y lo examinó despacio.

En el bajo había una lavandería con las lavadoras de color rojo. En el cristal del escaparate un letrero anunciaba que abrían todos los días de ocho a veintiuna horas y la oferta de un secado de veinte minutos al precio reducido de treinta coronas. Junto a uno de los tambores en movimiento, una mujer morena con un pañuelo en la cabeza miraba al infinito. En el local contiguo a la lavandería había una exposición de lápidas y, algo más allá, en un luminoso de color verde, se leía «KEBABGÅRDEN», una combinación de quiosco de comida rápida y tienda de ultramarinos. Harry paseó la vista por la fachada mugrienta. La pintura aparecía agrietada en las viejas ventanas, pero los miradores del tejado indicaban que habían construido nuevos áticos sobre las cuatro plantas originales. Encima de los timbres recién instalados, junto a la puerta de hierro llena de óxido, habían montado también una cámara. El dinero de la parte oeste de la ciudad fluía lento pero incesante hacia la parte este. Llamó al timbre de arriba, donde se leía el nombre de Camilla Loen.

– ¿Sí? -se oyó preguntar por el interfono.

Møller le había avisado. Aun así, se sobresaltó al oír la voz de Waaler.

Harry quería contestar pero no conseguía que sus cuerdas vocales reaccionasen. Carraspeó un poco y lo intentó de nuevo.

– Soy Hole. Ábreme.

La puerta emitió un zumbido y Harry agarró el picaporte de hierro negro, frío y áspero.

– ¡Hola!

Harry se dio la vuelta.

– Hola, Beate.

Beate Lønn era un poco más baja que la media, tenía el pelo corto y rubio y los ojos azules, ni guapa ni fea. Resumiendo, nada en ella llamaba la atención, a excepción de la vestimenta, un mono blanco tipo astronauta.

Harry le sujetó la puerta para que pasara con dos maletines de acero.

– ¿Llegas ahora?

– No, he tenido que volver al coche para recoger el resto de mi equipo. Llevamos aquí media hora. ¿Te has hecho daño?

Harry se pasó el dedo por la costra de la nariz.

Obvio.

Harry la siguió por una segunda puerta que daba a las escaleras.

– ¿Cómo están las cosas allí arriba?

Beate dejó los maletines delante de la puerta verde del ascensor y le echó una rápida ojeada.