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Se sentó sobre la cama mientras bebía el jugo de naranja.

May lo miraba desde debajo de la frazada, los ojos parecidos a los de un dulce animalito atrapado.

– Debo dejar de pensar que todas las cosas que viven están atrapadas-, reflexionó Mathieu. Retiró la frazada y la miró. Algo de Renoir, de la modelo del impresionista típica de fin de siécle de formas redondas, abundantes, voluptuosas, salvo que procedía de Texas. Nada que ver con su tipo. Siempre había sido indiferente con respecto a las mujeres escultóricas que tenían caderas, pechos y brazos de la bailarina Salomé, y que evocaban faraones, pozos de agua, velos y ánforas que se llevan sobre el hombro. Le llevó bastante tiempo aceptar la única palabra que podía describir la belleza de May, palabra que uno buscaría en vano en todos los escritos y pensamientos del siglo. La cara de May tenía el resplandor de la bondad interior, probablemente la luz más notoriamente ausente de todos los brillantes fuegos artificiales de nuestro tiempo.

– Marc, ¿es que hay momentos en que te hago desgraciado? ¿Es que los hay? Es la verdadera prueba. Si es así, es que realmente me amas.

– Bueno, es una lógica extraña.

– No lo es. Cualquier hembra con quien se puede fornicar bien, hace feliz a un hombre. Has tenido cientos de mujeres. ¿Cuántas te han hecho desgraciado?

– Ninguna.

– Entonces nunca has estado enamorado antes.

Se dirigió al baño y empezó a afeitarse contemplándose la cara con el desagrado habitual. En la época en que había sido electo en el College de France, algún periodista escribió que tenía una cabeza de pirata y que debía acostumbrarse a usar un aro dorado que le colgase de la oreja. "La apariencia del profesor Mathieu y su modo de vida, agregaba, no constituyen lo que yo asocio normalmente con nuestra idea de lo que es un científico. De muchas maneras está más cerca de Rimbaud, de Verlaine, los poetes maudits del siglo diecinueve y tiene un cierto sabor a bohéme. La excentricidad, la exuberancia, el vocabulario… Es casi como si un genio científico se hubiese convertido en otro hombre, el que no debe, un hombre al que la naturaleza lo había predestinado para ser artista… Tiene un fuerte parecido con el famoso autorretrato de Gauguin que está en l'Orangerie".

Protestó y se miró en el espejo la cara a medio afeitar. Era bastante cierto. Había tratado de pintar. Un año antes de triunfar, trató de darse por vencido, de cambiar de talento, por así decirlo. Había huido a Tahiti, y vivió allí nueve meses bajo un nombre supuesto, pintando. Pero carecía absolutamente de genio. Tenía que ser un científico, algo que llevaba en los genes. Cuando se consiguió hacer explotar con éxito la primera bomba atómica Oppenheimer y Fermi, enviaron un mensaje cifrado: El niño nació satisfactoriamente. Grito de triunfo altamente apropiado para la era de la civilización tecnológica que se iniciaba, y para la muerte de la cultura. Desde entonces, nacieron satisfactoriamente cientos de miles de niños con genes defectuosos o murieron de leucemia producida por la radiación. Creación compulsiva, genio, ¿qué diablos quieren?, ¿aplicar la censura a la ciencia?

Volvió a tomar la afeitadora. De manera bastante accidental, conocía personalmente, por decirlo así, la energía que la hacía funcionar: la que fuera de Maurice Cherau, el conservador del Musée de l'Homme, que había sufrido un ataque repentino en el laboratorio, mientras Mathieu le hablaba por primera vez sobre la nueva fuente de energía. Cualquier exhalación liberada en un radio de cincuenta metros dentro del área de "alimentación" del captador de la batería, se apresaba automáticamente y se almacenaba, y fue así como Cherau dejó su "esencia", como expresaba el viejo término del siglo dieciocho, en el tanque de combustible. Mathieu estaba usando temporariamente su energía en la afeitadora Remington, pero siempre podía sacar el acumulador para darle una utilidad más noble.

El problema consistía en que utilizar a alguien con un fin determinado, estaba destinado a provocar un escándalo infernal. Haría rechinar unos cuantos dientes. La elección de alguien para ser depositado en el motor de un Cadillac, o de alguien que sería encerrado en el motor de un mini-Renault, crearía obviamente un estado conflictivo. No era, sin embargo, la responsabilidad del científico.

Desde el punto de vista moral, los padres de la bomba de hidrógeno no tenían nada que ver con esta última. No interferían en la ética, ni en la cultura, ni en el alma, sino que trataban solamente un problema científico y tecnológico.

Se había sorprendido mucho cuando un buen ateo, como era Cherau, había sufrido un ataque al escuchar hablar sobre las perspectivas que se abrían para la humanidad al usar la energía postuma del hombre. Que un firme materialismo se alterara al punto de enrojecer y caer muerto enseguida cuando tuvo la certeza de que su energía tendría una utilidad eterna, era una triste prueba de que inclusive el subconsciente de un librepensador sigue arrastrando fuerzas obscuras e irracionales.

Mathieu sacudió la cabeza y aplicó la afeitadora contra la mejilla en forma alegre.

Desde el punto de vista del buen gusto, demostraba una indiferencia un tanto excesiva al usar la energía de un ser humano tan selecto como Cherau para afeitarse la barba.

– Marc…

May estaba de pie bajo la puerta, y el simple deleite visual, el agudo dolor de la felicidad, algo como la visión de los fugaces momentos de belleza que forman parte de la obra evanescente de la vida, que tienen una ausencia total de lo eterno, lo llenó como siempre, de esa ambición, de esa urgencia tiránica de guardar y conservar y nunca volver a perder, lo que explica, tal vez, por qué veinte mil años atrás un artista pintó sobre una roca la imagen de un antílope. May se puso la blusa, y el tiempo, ese viejo barón capaz, continuó llevándose su botín consigo. Marc le desprendió la blusa y le besó los pechos.

– No creo que en toda la historia del arte haya ninguna obra que corresponda tanto a la belleza de tus pechos como una panadería francesa por la mañana, con pan caliente y blanco recién salido del horno…

Apretaba su cuerpo contra el de él echando la espalda hacia atrás en la postura de los niños y de las prostitutas.

– Si has descendido a la tierra desde las alturas de la retórica francesa, significa que tienes hambre. Soy una pésima ama de casa, Marc, y lo sé. ¿Por qué no elegiste una gentil muchachita francesa que supiera cocinar?

– Querida, en amor no se elige. Cuando te alcanza en la forma debida, casi siempre es con la mujer que no debiera ser. ¿Qué tal un café y croissants chez Rene?

– Me voy a misa a Notre-Dame. Hoy está el padre Riquet. Cuidadosamente, mantuvo la cara impasible. Ni sonrisa burlona ni cinismo. No creía en Dios, pero tampoco en las cosas baratas. Además, la vida nunca ha sido otra cosa que una breve recorrida timorata y llena de asombro por las tiendas.

– Marc… ¿nunca piensas en Dios?

Trató de serenarse pero la desesperación siempre tomaba en él la forma de la ironía.

– Querida, a los pobres científicos como nosotros nos hostigas muy duramente. No podemos descubrir todo al mismo tiempo. Actualmente hemos podido aislar una nueva fuente de energía barata, la más barata. No hemos llegado aún a descubrir a Dios. En los últimos cuarenta años, la ciencia ha dado un fantástico salto hacia adelante, pero aún no hemos llegado tan lejos. Antes de repuntar otra vez, la ciencia siempre se retrasa. Además, es una cuestión de fondos, de subsidios gubernamentales. No podemos al mismo tiempo, aterrizar en la luna y descubrir a Dios, simplemente no hay dinero suficiente para esa clase de adelantos en todos los frentes. May se rió.