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Ese bastón es el símbolo de la seguridad de la Fábrica. La pierna de mi padre, solidificada, me ha proporcionado mi santuario arriba, en el cálido espacio del desván, en lo más alto de la casa, donde se acumulan los trastos viejos y la basura, donde el polvo se mueve y la luz del sol entra de soslayo y donde se asienta la Fábrica: silenciosa, viva y en calma.

Mi padre no puede subir por la estrecha escala del piso de arriba; y, aunque pudiera, estoy seguro de que no podría superar los entresijos que tienes que sortear para llegar desde lo alto de la escala, rodeando la pared de ladrillo de la chimenea, hasta llegar a lo que es el desván.

Así que ese lugar es mío.

Supongo que mi padre debe de andar por los cuarenta y cinco, aunque a veces pienso que parece mucho mayor, y en ocasiones pienso que podría ser un poco más joven. No quiere decirme la edad que tiene, así que yo le echo cuarenta y cinco, a juzgar por su aspecto.

—¿Qué altura tiene esta mesa? —me preguntó de sopetón cuando estaba a punto de ir a la panera a por una rebanada para limpiar mi plato. Me di la vuelta y lo miré, preguntándome por qué se molestaría en hacerme una pregunta tan fácil.

—Trece pulgadas —le dije, y agarré un trozo de pan de la panera.

—Incorrecto —me dijo con una mueca de ansiedad—. Dos pies y seis pulgadas.

Yo negué con la cabeza, mirándolo con el ceño fruncido, y rebañé el borde marrón de la sopa que había quedado dentro del plato. Hubo una época en que esas estúpidas preguntas me daban verdadero miedo, pero ahora, aparte del hecho de que tengo que saber la altura, la longitud, la anchura, el área y el volumen de prácticamente todas las partes de la casa y de su contenido, puedo llegar a entender la obsesión de mi padre como tal obsesión. A veces resulta mortificante cuando hay invitados en la casa, aunque sean de la familia y estén al corriente de lo que pasa. Se sientan, normalmente en el salón, preguntándose si Padre les va a ofrecer algo de comer o si les va a endilgar una conferencia improvisada sobre cáncer de colon o sobre la tenia, cuando de repente se acerca furtivamente a uno de ellos y, con un ensayado tono conspiratorio dice: «¿Ves aquella puerta? Tiene ochenta y cinco pulgadas, de esquina a esquina». Entonces guiña un ojo y sale de la habitación, o se deja caer en su sillón como si no hubiera dicho nada.

Desde que puedo recordar siempre ha habido pequeñas etiquetas de papel blanco, escritas con bolígrafo negro en perfecta caligrafía, adheridas por toda la casa. Pegadas a las patas de las sillas, a los bordes de las alfombras, a la base de las jarras, a las antenas de las radios, a las puertas de los armarios, a los cabezales de las camas, a las pantallas de los televisores, a las asas de los cazos, para proporcionar la exacta medida de la parte del objeto al que están adheridas. Hasta hay algunas escritas en lápiz pegadas a las hojas de las plantas. Cuando era un niño fui una vez por toda la casa despegando todas las etiquetas; me azotó con el cinturón y me mandó castigado a mi cuarto sin salir durante dos días. Más adelante mi padre pensó que sería bueno para formar mi carácter que me aprendiera todas las medidas, tal como él las sabía, de modo que tuve que sentarme durante horas y horas con el Libro de las Medidas (un enorme volumen con toda la información de las pequeñas etiquetas registrada cuidadosamente según habitación y categoría de los objetos), o ir por la casa con un lápiz y una libretita tomando mis propias notas. Y todo ello sin contar las clases de matemáticas, de historia y de otras materias que mi padre solía darme. No me dejaba mucho tiempo libre para salir a jugar, lo cual no se lo perdonaba. En esa época estaba librando una Guerra —me parece que era la de los Mejillones contra las Moscas Muertas— y, mientras yo estaba escudriñando el libro en la biblioteca, tratando de mantener los ojos abiertos, empollando toda aquella maldita estupidez de las medidas imperiales, el viento debía de estar dispersando por toda la isla mis ejércitos de moscas y el mar anegaría primero las conchas de los mejillones bajo los charcos que deja la marea para acabar cubriéndolos de arena. Afortunadamente, mi padre acabó cansándose de su gran plan y se contentó con lanzarme por sorpresa insólitas preguntas sobre la capacidad en pintas del paragüero o sobre el área total, en fracciones de un acre, de todas las cortinas colgadas en aquel momento en la casa.

—No pienso volver a contestar esa clase de preguntas —le dije mientras llevaba mi plato al fregadero—. Hace años que deberíamos haber pasado al sistema métrico.

Mi padre resopló dentro del vaso cuando estaba bebiendo.

—Hectáreas y todas esas tonterías. Ni hablar. Basado en las medidas de la tierra, como bien sabes. No hace falta que te diga el disparate que es todo eso.

Suspiré y cogí una manzana del frutero que había en el alféizar de la ventana. Mi padre me hizo creer durante un tiempo que la tierra era una cinta de Moebius, y no una esfera. Y según él no ha cambiado de opinión, y con gran solemnidad manda un manuscrito a los editores de Londres para intentar que le publiquen un libro en el que expone sus ideas al respecto, pero yo sé que en el fondo está actuando como el buscapleitos de siempre y que, con lo que verdaderamente disfruta, es mostrando su estupefacta incredulidad y, a continuación, su justa indignación cuando, finalmente, le devuelven el manuscrito. Esto ocurre cada tres meses, y dudo que la vida le resultara tan gratificante sin esa especie de ritual. De todos modos, es precisamente por esa razón por lo que no le da la gana cambiar al estándar métrico para sus estúpidas medidas, aunque la verdad es que es por pura pereza.

—¿Qué has estado haciendo hoy? —Me lanzó su mirada desde el otro lado de la mesa mientras se dedicaba a rodar el vaso vacío por la superficie de madera de la mesa.

—Ahí afuera —contesté encogiéndome de hombros—. Caminando y esas cosas.

—¿Construyendo presas otra vez? —me dijo con retintín.

—No —le contesté sacudiendo la cabeza con seguridad y mordiendo la manzana—. Hoy no.

—Espero que no hayas estado matando criaturas de Dios.

Volví a encogerme de hombros. Por supuesto que estuve matando cosas. ¿Cómo diablos se supone que voy a conseguir cabezas y cuerpos para los Postes y el Bunker si no mato cosas? Qué le voy a hacer si no hay suficientes muertes naturales. Pero claro, no puedes decirle eso a la gente.

—A veces pienso que tú eres el que tendrías que estar en un hospital, y no Eric. —Me miraba por debajo de sus oscuras cejas, con su voz más grave. En otro tiempo me habría acobardado ese comentario, pero no ahora.Ya casi tengo diecisiete años y no soy un niño. Aquí, en Escocia, hace un año que tengo edad suficiente para casarme sin el permiso de mis padres. Quizá no tendría mucho sentido que me casara, tengo que admitirlo, pero ahí están las reglas.

Además yo no soy Eric; yo soy yo y estoy aquí, y eso es todo. No molesto a la gente y mejor que no me molesten a mí si no quieren saber lo que es bueno. Yo no voy por ahí regalándole a la gente perros en llamas, ni asustando a los vagabundos locales con puñados de larvas o boqueadas de gusanos. La gente del pueblo puede que diga de mí: «Bueno, ya sabes, no está muy allá», pero es tan solo una bromita entre ellos (y a veces, para insistir, ni siquiera se señalan la cabeza al decirlo); no me importa. Ya he aprendido a vivir con mi incapacidad, y a vivir sin otra gente, de modo que no me molesto por esas cosas.

Pero mi padre parecía estar tratando de ofenderme porque normalmente no me diría algo así. Las noticias sobre Eric lo debieron de dejar trastornado. Creo que él sabía tan bien como yo que Eric acabaría volviendo y estaba preocupado por lo que pudiera pasar. No lo culpo, y no me cabe duda de que también estaba preocupado por mí. Yo soy la encarnación de un delito, y si Eric volviera para sacar trapos sucios podría salir a flote La Verdad Sobre Frank.