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Hice un último esfuerzo. Plop splash. Unas gotas de agua me salpicaron en el culo, y entonces fue cuando sonó el teléfono.

—Mierda —exclamé, y me dio la risa por la coincidencia de lo que acababa de decir. Me limpié el culo rápidamente, me subí los pantalones, tiré de la cadena y salí a trompicones al pasillo mientras iba cerrándome la cremallera. Subí corriendo hasta el primer rellano de las escaleras, donde está el único teléfono de la casa. Siempre estoy detrás de mi padre para que ponga más teléfonos, pero él dice que no nos llaman tanto como para justificar más extensiones. Llegué al teléfono antes de que colgaran. Mi padre no apareció.

—¿Diga? —respondí. Era desde una cabina.

—¡Aggrrhh! —se oyó por el auricular, como si alguien se aclarara la garganta. Me separé el teléfono de la oreja y me quedé mirándolo con el ceño fruncido. Ruidos lejanos continuaban saliendo del auricular. Cuando acabaron volví a ponerme el auricular en el oído.

—Aquí Porteneil 531 —dije con sequedad.

—¡Frank, Frank! Soy yo. ¡Yo! ¡Oiga! ¡Oiga!

—¿Hay un eco en esta línea o es que estás repitiendo todo dos veces? —dije yo. Podía reconocer la voz de Eric.

—¡Las dos cosas! Ja, ja, ja, ja!

—Hola, Eric. ¿Dónde estás?

—Aquí. ¿Dónde estás tú?

—Aquí.

—Pues si estamos los dos aquí, ¿por qué molestarnos en usar el teléfono?

—Dime dónde estás antes de que se te acaben las monedas.

—Pero si estás aquí tú deberías saberlo. ¿No sabes dónde estás? —y se puso a reír.

—Eric, deja de hacer el tonto —le dije calmadamente.

—No estoy haciendo el tonto. No pienso decirte donde estoy; se lo dirás a Angus y él se lo dirá a la policía, ¡y ellos volverán a llevarme al puto hospital!

—No digas palabras malsonantes. Ya sabes que no me gustan. Por supuesto que no se lo diré a papá.

—«Puto» no es una palabra malsonante. Además tiene cuatro letras. ¿No es ese tu número de la suerte?

—No. Venga, ¿vas a decirme dónde estás? De verdad, quiero saberlo.

—Te diré donde estoy si me dices cuál es tu número de la suerte.

—Mi número de la suerte es e.

—Eso no es un número. Es una letra.

—Es un número. Es un número trascendentaclass="underline" 2.718…

—Eso es hacer trampa. Me refiero a un número entero.

—Deberías haber sido más específico —le dije suspirando al tiempo que sonaban unos pitidos y Eric ponía más monedas—. ¿Quieres que te llame yo?

—Jo, jo. No te vas a quedar conmigo tan fácilmente. Bueno, ¿cómo estás?

—Estoy bien. ¿Y tú?

—Cabreado, por supuesto —dijo bastante indignado. Tuve que sonreír.

—Mira, ya me he hecho a la idea de que vas a volver por aquí. Si lo haces, te pido por favor que no quemes perros ni ninguna otra cosa. ¿De acuerdo?

—Pero ¿qué estás diciendo? Soy yo, Eric. ¡Yo no quemo perros! —exclamó a gritos—. ¡Yo no quemo putos perros! ¿Quién te crees que soy? ¡No me acuses de quemar putos perros, pedazo de cabrón! ¡Cabrón!

—Bueno, Eric, lo siento, lo siento —me apresuré a decir—. Lo único que quiero es que estés bien; ten cuidado. No le lleves la contraria a la gente, ¿sabes lo que quiero decir? La gente es muy quisquillosa…

—Bueno… —le oí decir. Escuché su respiración y después cambió el tono de voz—. Pues sí, pienso volver a casa. Solo un momento, para ver cómo estáis. Supongo que estáis solo tú y el viejo.

—Sí, solo estamos nosotros. Estoy deseando verte.

—Bueno, me alegro. —Hubo una pausa—. ¿Por qué no vienes nunca a visitarme?

—Yo… Yo creía que Padre fue a visitarte en Navidad.

—¿Ah, sí? Bueno, pero ¿por qué no vienes tú a visitarme? —Sonaba dolido. Cambié el peso de mi cuerpo al otro pie, eché un vistazo al descansillo y miré hacia las escaleras que van al segundo piso con la sensación de que mi padre iba a aparecer de un momento a otro apoyado en la barandilla, o que vería su sombra proyectada en la pared del rellano de arriba, donde creía que podía esconderse para escuchar mis llamadas sin que yo lo supiera.

—Eric, no me gusta dejar la isla tanto tiempo. Lo siento, pero me entra esa horrible sensación en el estómago, como si se me hiciera un nudo enorme. Lo siento, pero no puedo ir tan lejos, no de un día para otro o… Lo siento, pero no puedo. Quiero verte, pero estás tan lejos…

—Me estoy acercando. —Ahora volvía a sonar seguro de sí mismo.

—Bien. ¿Por dónde estás?

—No te lo pienso decir.

—Yo ya te dije mi número de la suerte.

—Te mentí. No pienso decirte donde estoy.

—Eso no es…

—Bueno, tengo que colgar.

—¿No quieres hablar con papá?

—Todavía no. Ya hablaré luego con él, cuando esté más cerca. Tengo que irme. Nos vemos. Cuídate.

—Cuídate tú.

—¿De qué tengo que cuidarme? No me pasará nada. ¿Qué podría pasarme?

—Pues no hagas nada que pueda molestar a la gente. Ya sabes; me refiero a que la gente se enfada. Especialmente en lo que toca a sus animales de compañía. Bueno, no voy a…

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué insinúas con eso de los animales de compañía? —dijo gritando.

—¡Nada! Lo único que decía es…

—¡Maldito desgraciado! —exclamó—. Me estás acusando otra vez de quemar perros, ¿no? Y supongo que también me dedico a meter gusanos y larvas en las bocas de los niños y mearme encima, ¿eh? —dijo a grito pelado.

—Bueno —dije con calma, jugando con el cable del teléfono—, ya que lo mencionas…

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Desgraciado de mierda! ¡Te mataré! Tú… —Su voz se desvaneció y tuve que volver a retirarme el auricular del oído cuando empezó a golpear el teléfono contra las paredes de la cabina. Los porrazos sonaban sucesivamente por encima de los tranquilos pitidos que anunciaban el final de la llamada. Colgué el teléfono.

Miré hacia arriba pero Padre seguía sin dar señales de vida. Subí silenciosamente las escaleras y metí la cabeza entre las barandillas pero no había nadie en el rellano. Suspiré y me senté en los escalones. Tuve la impresión de que no había tratado a Eric con mucho tacto por teléfono. Erie es mi hermanastro y llevo más de dos años sin verlo, desde que se volvió loco.

Me levanté y volví a la cocina para cerrar la puerta y coger mis cosas, y después me fui al cuarto de baño. Decidí mirar la televisión en mi cuarto, o escuchar la radio e irme a dormir pronto para poderme despertar temprano y salir al amanecer a por una avispa para la Fábrica.

Me quedé tendido en la cama escuchando a John Peel por la radio, y el ruido del viento alrededor de la casa y el romper de las olas en la playa. Debajo de la cama mi cerveza casera despedía un olor a levadura.

Volví a pensar en los Postes de Sacrificio; esta vez con más detalle, imaginándomelos uno a uno, recordando su posición y sus elementos, contemplando en mi mente lo que divisaban aquellos ojos sin visión, y parpadeando entre vista y vista, como un guarda de seguridad que va cambiando de cámara en la pantalla de su monitor. No eché nada en falta; todo parecía estar en orden. Mis vigilantes muertos, esas extensiones de mí mismo que habían caído en mi poder por la simple y definitiva rendición de la muerte, no percibían nada que pudiera dañarme en la isla.

Abrí los ojos y volví a encender la luz de la mesilla. Me miré en el espejo de la cómoda que está al otro lado de la habitación. Estaba echado sobre el cubrecama, desnudo a excepción de los calzoncillos.

Estoy demasiado gordo. No es nada malo, y tampoco es culpa mía, aunque eso no sea una excusa. No tengo el aspecto que me gustaría tener. Rellenito, así estoy. Fuerte y en forma, pero aún así demasiado fofo. Debería tener el aspecto que me corresponde, el aspecto que habría tenido si no hubiera sufrido el desgraciado accidente. Por mi apariencia nadie diría que he matado a tres personas. No es justo.