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Y entonces vi a Eric. Mi padre llegó a mi lado temblando, pero no le hice caso y seguí observando las raquíticas figuras danzando y saltando en lo alto de la duna. Eric blandía una inmensa antorcha en una mano y un hacha en la otra. También estaba gritando.

—Oh, Dios mío, no —dijo mi padre. Me volví hacia él. Estaba subiéndose los pantalones. Lo aparté de mi camino y corrí hacia la puerta.

—Vamos —le grité. Salí del dormitorio y bajé corriendo las escaleras sin mirar si me seguía. Podía distinguir las llamas desde todas las ventanas y oír los gemidos de las torturadas ovejas por toda la casa. Llegué a la cocina, pensé en recoger agua mientras pasaba a toda carrera, pero decidí que no serviría para nada. Salí corriendo por el porche hasta el jardín. Una oveja, con los cuartos traseros ardiendo, estuvo a punto de chocar conmigo. Corría desesperada por el jardín en llamas y cuando estuvo delante de la puerta se desvió en el último momento con un balido estremecedor. saltando entonces la pequeña valla que da al jardín de delante. Yo corrí por la parte de atrás de la casa en busca de Eric.

Había ovejas por todas partes y el fuego lo invadía todo. La hierba que cubría los Territorios de la Calavera ardía y las llamas saltaban desde el cobertizo y los arbustos y las plantas y flores del jardín, y ovejas muertas, crepitantes, yacían en charcos de llamas vivas mientras otras corrían y saltaban por todas partes, gimiendo y aullando con sus voces guturales y entrecortadas. Eric estaba en los escalones que llevan al sótano. Vi la antorcha que había sostenido en su mano, ahora una llama vacilante apoyada contra la pared de la casa, bajo la ventana del lavabo de abajo. Estaba acometiendo la puerta del sótano con el hacha.

—¡Eric! ¡No! —le grité. Avancé hacia él y a continuación me volví, me apoyé en la esquina de la casa y asomé la cabeza para mirar la puerta del porche abierta—. ¡Papá! ¡Sal de la casa! —Podía oír el sonido de la madera restallando detrás de mí. Me volví y corrí hacia Eric. Salté sobre el humeante cadáver de una oveja justo antes de los escalones del sótano. Ene se dio la vuelta y blandió el hacha contra mí. Me agaché y rodé hacia un lado. Caí sobre mis pies y de un salto me puse en pie, listo para echar a correr, pero Eric había vuelto a golpear la puerta con el hacha, chillando con cada hachazo que descargaba, como si él fuera la puerta. La hoja del hacha desapareció tras la madera, se quedó atascada; él la movió de un lado a otro con todas sus fuerzas y la sacó, me miró y volvió a levantarla frente a la puerta. Las llamas de la antorcha arrojaban su sombra sobre mí; la antorcha estaba apoyada contra el lateral de la puerta y pude ver cómo la pintura reciente comenzaba a arder. Saqué mi tirachinas. Eric estaba a punto de echar la puerta abajo. Mi padre seguía sin aparecer. Eric volvió a mirarme y descargó el hacha contra la puerta. Una oveja gritaba detrás de nosotros mientras yo rebuscaba una bola de acero en mis bolsillos. Podía oír el crepitar de los fuegos por todos lados y olía a carne a la brasa. La esfera de metal encajó en el pedazo de cuero y estiré el brazo.

—¡Eric! —grité en el momento en que la puerta cedió. El sostuvo el hacha con una mano y con la otra agarró la antorcha; le dio una patada a la puerta y se vino abajo. Tensé el tirachinas un último centímetro. Fijé la vista en Eric a través de la Y del tirachinas. Él me miró. Tenía la cara sin afeitar, sucia, como la máscara de un animal. Era el muchacho, el hombre que había conocido, y era otra persona completamente distinta. Aquel rostro bañado en sudor se fruncía en una mueca maliciosa y se movía rítmicamente de arriba abajo al tiempo que su pecho subía y bajaba y las llamas palpitaban. Sostenía el hacha y el tizón ardiendo, y tenía detrás de él la puerta destrozada del sótano. Pensé que podría salvar los fardos de cordita, que ahora se veían de un naranja oscuro bajo la espesa y vacilante luz de los fuegos que nos rodeaban y de la antorcha que mi hermano sostenía en su mano. Meneó la cabeza, como expectante y confundido.

Yo moví la cabeza de un lado a otro, lentamente.

El se rió asintiendo con la cabeza, dejó caer, o medio lanzó la antorcha al sótano, y corrió hacia mí.

Estuve a punto de soltar la bola cuando lo vi venir hacia mí a través del tirachinas, pero justo en el último segundo antes de que mis dedos se abrieran vi cómo dejaba caer el hacha, que retumbó en los escalones del sótano al tiempo que Eric pasaba como una exhalación junto a mí y yo me tiraba a un lado agachado. Di una vuelta en el suelo y vi a Eric corriendo como una liebre por el jardín, en dirección al sur de la isla. Arrojé el tirachinas, bajé corriendo las escaleras del sótano y recogí la antorcha. Estaba metida un metro dentro del sótano, bastante lejos de los fardos. La lancé afuera rápidamente en el mismo momento en que las bombas que guardaba en el cobertizo empezaron a explotar.

El ruido era ensordecedor, la metralla silbaba por encima de mi cabeza, las ventanas de la casa estallaron hacia adentro y el cobertizo se había desplomado; un par de bombas salieron despedidas del cobertizo y explotaron en otras partes del jardín, pero afortunadamente no cayeron cerca. Cuando me pareció seguro asomar la cabeza el cobertizo ya no existía, todas las ovejas estaban muertas o habían huido, y Eric había desaparecido.

Mi padre estaba en la cocina, con un cubo de agua en una mano y un cuchillo de carne en la otra. Entré y él puso el cuchillo sobre la mesa. Parecía que tuviera cien años. Sobre la mesa estaba el frasco de muestras. Me senté a la cabecera de la mesa y me desplomé en la silla. Lo miré.

—Papá, Eric estaba en la puerta —le dije, y me reí. Los oídos me seguían resonando por las explosiones del cobertizo.

Mi padre se quedó allí en pie, viejo y estúpido, con los ojos turbios y húmedos, y las manos temblorosas. Sentí cómo me iba calmando gradualmente.

—¿Qué…? —comenzó a balbucear para aclararse a continuación la garganta—. ¿Qué… qué ha pasado? —Parecía como si estuviera sobrio de nuevo.

—Estaba intentando entrar en el sótano. Creo que quería volarnos por los aires. Ahora ha salido corriendo. He atrancado la puerta lo mejor que he podido. Casi todos los fuegos están apagados; no necesitarás eso —le dije señalando el cubo de agua que sostenía en la mano—. En lugar de eso me gustaría que te sentaras un momento y me contaras un par de cosas que me gustaría saber—. Me recosté en la silla.

Se quedó mirándome un segundo y, a continuación recogió el frasco de muestras, pero se le escurrió de los dedos, cayó al suelo y se rompió. Soltó una risa nerviosa, se agachó y volvió a incorporarse sosteniendo en la mano lo que había estado dentro del frasco. Me lo acercó para que lo viera pero yo le estaba mirando a la cara. Cerró la mano y volvió a abrirla, como un mago. En su palma había una bola de color rosa. No un testículo; una bola rosa, como un pedazo de plastilina, o de cera. Volví a mirarle fijamente a los ojos.

—Cuéntamelo todo —le dije.

Y entonces me lo contó.

12. LO QUE ME PASÓ A MÍ