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Leviticus pasaba un día frente al cuartel general de la policía en Johannesburgo, caminando tranquilamente por la acera tras una sesión de compras, cuando un enloquecido negro homicida se lanzó en estado inconsciente desde el último piso, al parecer arrancándose las uñas de cuajo mientras caía. Golpeó, hiriéndolo fatalmente, a mi inocente y desafortunado tío, cuyas últimas palabras balbucientes en el hospital, antes de que su coma se convirtiera en un punto y final, fueron: «Dios mío, estos cabrones han aprendido a volar…».

Unos desvaídos jirones de humo se elevaban ante mí desde el vertedero del pueblo. Hoy no pensaba llegar tan lejos, pero podía oír por allí la excavadora que suelen usar para desparramar la basura por el terreno, acelerando y empujando.

Hacía tiempo que no iba por el vertedero y ya iba siendo hora de que me diera una vuelta por allí para ver lo que las buenas gentes de Porteneil habían tirado a la basura. Allí fue donde conseguí los Aerosoles para la última Guerra, y no digamos algunas partes esenciales de la Fábrica de las Avispas, incluida la mismísima Esfera.

Mi tío Athelwald Trapley, por el lado materno de mi familia, emigró a América al final de la segunda guerra mundial. Dejó un buen trabajo que tenía en una compañía de seguros para largarse con una mujer y acabó, arruinado y desconsolado, en una caravana barata a las afueras de Fort Worth, donde decidió acabar con su vida.

Abrió la espita de la cocina y del calentador de gas sin encenderlos y se sentó tranquilamente a esperar el fin. Comprensiblemente nervioso, y sin duda un poco distraído tanto por la inesperada huida de su amada como por los planes que se reservaba para él mismo, no se le ocurrió otra cosa que recurrir a su método habitual para calmarse los nervios, y se encendió un Marlboro.

De un salto escapó de la deflagración devastadora y salió tambaleándose, ardiendo de la cabeza a los pies. Había intentado morir sin dolor, no acabar quemándose vivo. Así que se tiró de cabeza a un barril lleno de agua de lluvia que había detrás de la caravana. Se ahogó encajado en el barril cabeza abajo, sacudiendo patéticamente sus piernecillas mientras se atragantaba y resoplaba y trataba de sacar los brazos lo suficiente para poder salir de allí.

A unos veinte metros de la colina recubierta de hierba que da a los Territorios del Conejo cambié a la modalidad de Carrera Silenciosa, marchando sigilosamente a través de la alta maleza y los cañaverales, teniendo cuidado de no hacer ruido con las cosas que llevaba. Quería sorprender pronto a algunos miembros desprevenidos de la plaga fuera de su madriguera, pero, si me obligaban a ello, estaba dispuesto a esperar hasta que se pusiera el sol.

Me fui gateando silenciosamente por la pendiente, con la hierba deslizándose bajo mi pecho, con las piernas doloridas de impulsar el peso de mi cuerpo hacia delante. Tenía el viento en contra, y la brisa era bastante recia como para ocultar la mayoría de los ruidos que pudiera hacer. Desde donde yo estaba no se veían madrigueras de conejos en la colina. Me detuve a unos dos metros de la cima y amartillé la escopeta, comprobando el perdigón compuesto de acero y nailon antes de meterlo en la recámara y cerrarla. Cerré los ojos y pensé en el muelle comprimido, enclaustrado en la recámara, y en el pequeño perdigón situado en el fondo brillante del cañón estriado. Entonces me fui arrastrando hasta la cima de la colina.

Al principio pensaba que tendría que esperar. Los Territorios parecían vacíos bajo la luz de la tarde y solo la hierba se movía con el viento. Podía ver las madrigueras y las bolitas de excrementos en montoncitos o desparramadas, las retamas en la última pendiente por encima del terraplén donde estaban la mayoría de las madrigueras, donde las huellas de conejos dibujaban sinuosos senderos, como túneles zigzagueantes que atravesaban los arbustos, pero no había ni rastro de aquellos animales. Era en aquellos corredores de conejos donde los muchachos del pueblo solían colocar trampas de lazo. Pero, como había visto cómo las ponían, encontré los lazos de alambre y los corté o los puse bajo la hierba en el camino por donde ellos se acercaban cuando venían a revisar sus trampas. No sé si alguno de ellos tropezó con uno de sus propios lazos, pero me gustaría pensar que si lo hicieron iban arrastrándose con la cabeza por delante. De todos modos, ni ellos ni quienes los reemplazaron volvieron a poner trampas allí; supongo que ya no está de moda y que ahora se dedican a pintar eslóganes con spray en las paredes, a aspirar pegamento o a intentar follar cuanto antes.

Por lo general los animales no suelen sorprenderme, pero cuando vi a aquel macho allí quieto hubo algo que me llamó la atención, que me dejó helado un instante. Seguramente había estado allí todo el tiempo, sentado sin moverse y mirándome fijamente desde el extremo de la llanura de los Territorios, pero yo no me había dado cuenta. Cuando por fin lo vi, hubo algo en su absoluta quietud que me dejó paralizado. Sin llegar a moverme físicamente, meneé interiormente la cabeza y decidí que aquel enorme macho me proporcionaría una buena cabeza que colgar en un Poste. Por la carencia de movimientos aquel conejo parecía estar disecado, pero finalmente me di cuenta de que me miraba fijamente, sin parpadear, sin olisquear con su naricilla, sin doblar las orejas. Yo le devolví la mirada y lentamente fui llevándome la escopeta al hombro, haciendo primero un movimiento y después otro, como si fuera algo que se moviera empujado por el viento entre la hierba. Me llevó cerca de un minuto colocar la cabeza en la posición adecuada, con la mejilla apoyada contra la culata, y aquella bestia seguía sin moverse ni un milímetro.

Aumentada cuatro veces por la mira telescópica, su inmensa cabeza bigotuda se dividía claramente en las cuatro partes de la retícula pareciendo aún más impresionante aunque igual de inmóvil. Fruncí el ceño y levanté la cabeza pensando de repente que a lo mejor era verdad que estaba disecado; quizá alguien se estaba riendo a mi costa. ¿Los muchachos del pueblo? ¿Mi padre? ¿No sería Eric? ¿Tan pronto? Fue una estupidez hacer aquello; moví la cabeza demasiado rápido para que pasara por un movimiento natural y el macho salió disparado pendiente arriba. Bajé la cabeza y subí la escopeta al mismo tiempo y sin pensar. No tenía tiempo de volver a la posición adecuada, inspirar y apretar suavemente el gatillo; fue levantarme y bang, y entonces, con todo el cuerpo desequilibrado y ambas manos en la escopeta, me caí hacia delante y di una vuelta en el suelo para proteger la escopeta de la arena.

Cuando levanté la vista, con la escopeta entre los brazos, jadeando y la espalda llena de arena, no pude ver al conejo. Dejé caer los brazos y me golpeé las rodillas con la escopeta. «Mierda», murmuré.

El macho no podía estar en una madriguera. Ni siquiera estaba cerca del terraplén donde están las madrigueras. Estaba cruzando la llanura dando enormes brincos, directo hacia mí, y parecía agitar y sacudir la cabeza en el aire tras cada salto. Venía hacia mí como una bala, sacudiendo la cabeza, con los labios recogidos hacia atrás, mostrando aquellos dientes largos y amarillentos que eran con mucho los más grandes que jamás había visto en un conejo vivo o muerto. Sus ojos parecían balas estriadas. Con cada brinco saltaban salpicaduras rojas de sus cuartos traseros; lo tenía encima y yo estaba allí tan tranquilo mirando, como si nada.

No tenía tiempo para recargar. En el momento en que empecé a reaccionar ya no me quedaba tiempo más que para actuar instintivamente. Mis manos dejaron el rifle suspendido en el aire a la altura de las rodillas y fueron en busca del tirachinas que, como siempre, llevaba colgado del cinturón, con el mango sujeto entre este y los pantalones de pana. Hasta mis perdigones de emergencia resultaban inútiles en ese momento; tendría al conejo encima en medio segundo, dirigiéndose directamente a mi garganta.