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Lo agarré con el tirachinas. Retorcí el negro tubo de goma en el aire cruzando los brazos y caí hacia atrás, pasándome al gran macho por detrás de la cabeza y después golpeándolo con las piernas y dándome la vuelta para ponerme al mismo nivel en donde había caído el conejo, que pataleaba y forcejeaba con la energía de un glotón de América, con las patas extendidas sobre la pendiente de arena y el cuello atrapado en la goma negra. Retorcía la cabeza de un lado a otro tratando de alcanzar mis dedos con sus cortantes dientes. Yo le siseaba a través de mis dientes y seguía apretando la goma alrededor de su garganta cada vez más. El macho se revolvió violentamente, escupió, y emitió un sonido penetrante, que jamás imaginé pudiera hacer un conejo, mientras pateaba furiosamente contra el suelo. Estaba tan desconcertado que miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera señales de un ejército de conejillos como aquella especie de doberman dispuestos a saltarme a la espalda y hacerme picadillo.

¡Aquel maldito bicho se resistía a morir! La goma seguía estirándose y estirándose sin acabar de apretar, y no me atrevía a mover las manos por miedo a que me desgarrara un dedo o que me arrancara la nariz de un mordisco. Por la misma razón me resistía a embestirle con la cabeza; no estaba dispuesto a poner mi cabeza cerca de aquellos dientes. Tampoco podía llegar con una rodilla para romperle la columna porque, tal como estaba colocado, casi me estaba resbalando pendiente abajo y estaba claro que no podría sujetarme con una sola pierna en aquella superficie. ¡Era de locos! ¡Pero si no estaba en África! ¡Era un simple conejo, no un león! ¿Qué demonios estaba pasando?

Al final consiguió morderme retorciendo el cuello más de lo imaginable y alcanzando mi dedo índice derecho justo en el nudillo.

Se acabó. Grité y tiré con todas mis fuerzas, sacudiendo mis manos y la cabeza al tiempo que me lanzaba de espaldas y daba la vuelta sobre mí mismo, golpeándome una rodilla con la escopeta que había dejado tirada sobre la arena.

Acabé tendido sobre la escasa hierba que hay en la falda de la colina, con los nudillos pálidos de estrangular al conejo, sacudiéndolo delante de mi cara con el cuello agarrado por la fina línea negra del tubo de goma, atado ahora como un nudo en una cuerda negra. Yo seguía temblando, así que no podría decir si las vibraciones que sacudían aquel cuerpo eran debidas a él o a mí. Entonces la goma cedió. El conejo se estampó contra mi mano izquierda mientras el otro extremo de la goma me latigueaba la muñeca derecha; mis brazos salieron disparados en direcciones opuestas y chocaron contra el suelo.

Estaba tendido de espaldas, con la cabeza apoyada en el terreno arenoso, con la mirada fija en el lado donde yacía el cuerpo del macho, al final de una negra línea curva, enredado con el mango del tirachinas. El animal no se movía.

Levanté la vista al cielo y, apretando el puño de una mano, comencé a golpear el suelo. Volví a mirar el conejo, me levanté y me arrodillé junto a él. Estaba muerto; cuando lo levanté, la cabeza se le cayó para atrás, tenía el cuello roto. El anca izquierda estaba completamente roja de sangre donde le había alcanzado un perdigonazo. Era grande; del tamaño de un gato montes; el mayor conejo que jamás he visto. Estaba claro que había pasado demasiado tiempo sin vigilar los conejos pues, de haber sido así, ya habría notado la presencia de una bestia como aquella.

Me chupé el hilillo de sangre que brotaba de mi nudillo. ¡Mi tirachinas, mi posesión más preciada, el Destructor Negro, destruido por un vulgar conejo! Supongo que podría haber corrido un tupido velo y conseguir una nueva banda de goma, o llevárselo al viejo Cameron para que me hiciera un apaño en su ferretería, pero jamás volvería a ser el mismo. Siempre que levantara el tirachinas para apuntar a un blanco —vivo o muerto— volvería a tener presente este momento. El Destructor Negro estaba acabado.

Me senté en la arena y eché un vistazo rápido a los alrededores. Seguía sin haber rastro de conejos. No me extrañaba. No había tiempo que perder. En casos como este solo se puede reaccionar de una manera.

Me levanté, cogí la escopeta, que estaba medio enterrada en la arena de la pendiente, subí hasta la cima de la colina, miré alrededor y decidí arriesgarme a dejar todo tal como estaba. Cargué la escopeta en mis antebrazos y salí corriendo a Velocidad de Emergencia, corriendo a todo trapo por el camino de vuelta a la isla, confiando en la suerte y en la adrenalina para no dar un mal paso y acabar tirado en el suelo, jadeante y con una fractura múltiple de fémur. En las curvas cerradas utilizaba el peso de la escopeta para mantener el equilibrio; la tierra y la hierba estaban secas, así que no era tan arriesgado como parecía. Corté por un atajo del camino, subí por una duna y bajé por el otro lado, allí donde asoma al exterior la tubería de agua y electricidad antes de cruzar la ensenada. Salté por encima de los salientes metálicos y aterricé con ambos pies sobre el cemento, corriendo a continuación por encima de la estrecha tubería hasta llegar a la isla.

Una vez en la casa me fui directamente a mi cobertizo. Dejé la escopeta, revisé la Mochila de Guerra y me pasé la cincha por encima de la cabeza atándome rápidamente el cordón de sujeción a la cintura. Cerré el cobertizo detrás de mí y salí a paso ligero hasta el puente mientras iba recobrando el aliento. Una vez pasada la estrecha verja en mitad del puente, me puse a correr de nuevo.

En los Territorios del Conejo todo estaba tal como lo dejé: el macho estrangulado en el suelo con el tirachinas roto, la arena levantada y revuelta en el lugar en donde me caí de espaldas. El viento seguía moviendo la hierba y las flores, y no había señal de animales por los alrededores; ni siquiera las gaviotas habían divisado la carroña. Me puse enseguida manos a la obra.

Lo primero que hice fue sacar de la mochila una bomba metida en un tubo metálico de veinte centímetros. Hice un tajo en el ano del macho. Comprobé que la bomba estuviera en buen estado, especialmente que los cristales blancos de la mezcla explosiva estuvieran secos; a continuación añadí una mecha en una pajita de plástico y una carga del explosivo alrededor del agujero horadado en el tubo negro y lo sujeté todo junto con cinta aislante. Introduje todo aquello dentro del cuerpo aún caliente del conejo y lo dejé medio sentado, como en cuclillas, mirando las madrigueras del terraplén. Después cogí otras bombas más pequeñas y las fui colocando en las entradas de las madrigueras, hundiendo seguidamente los techos de las entradas para obstruirlas, dejando únicamente unas pajitas con mecha asomando al exterior. Llené la botella plástica de detergente con gasolina y cebé la mecha, dejándolo todo en lo alto del terraplén en donde estaban la mayoría de las entradas de las madrigueras. Volví entonces a la primera de las madrigueras cegadas y encendí la mecha con mi encendedor desechable. El olor a plástico ardiendo se me metió en la nariz y el brillante resplandor de la mezcla inflamable bailaba en mis ojos mientras corría al siguiente agujero mirando el reloj. Había colocado seis pequeñas bombas y las había encendido todas en cuarenta segundos.

Yo estaba sentado en lo alto del terraplén, por encima de las madrigueras, y la mecha del lanzallamas ardía lentamente a la luz del sol cuando, al pasar un minuto, estalló el primer túnel. Lo sentí a través del trasero de mis pantalones y esbocé un mohín de disgusto. Las demás estallaron a continuación y, antes de que explotaran las cargas principales se podía apreciar la fumarada de la carga detonadora alrededor de la boca de cada bomba prorrumpiendo del humeante suelo. Tocones de tierra salían volando en mil pedazos por los Territorios del Conejo, y los ruidos secos se multiplicaban en el aire. Aquello me devolvió la sonrisa. En realidad el ruido no era para tanto. Seguro que desde la casa no se oiría nada. Gran parte de la potencia de las bombas se consumía en la voladura del terreno y en devolver el aire de las madrigueras.