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(Mientras tanto, en una aldea de Ostland, la abuela Inga obligaba a sus amigas a que le dieran puñetazos en el vientre, se privaba de alimento, lloraba por las noches sin saber qué hacer con aquel niño que amenazaba con acabar con ella cuando naciera.)

Los venenos de hace cincuenta años carecían de la sutilidad de los que ahora usamos; en eso, el comercio que los genoveses entablaron con Oriente ha aportado grandes mejoras, tanto en antídotos como en pociones. Perdidos los antiguos secretos de los romanos, que fueron, sin duda, incomparables (¿no envenenaban los árboles para que la fruta naciera ya mortífera, y no lograban que el vino escondiera todo rastro de ponzoña?), los venenos antiguos oscurecían el rostro y las entrañas, y mataban además con grandes sufrimientos.

Resultó tan evidente que el abuelo había sido asesinado, que los nobles, con el obispo Nicolás Arnesson y los bagler a la cabeza, prendieron a la reina Margrat, la llevaron al castillo y votaron para someterla, como es costumbre, al Juicio de Dios. Ella recurrió a todos sus ardides: a la sangre noble, a su inocencia como mujer de otro reino, a las alianzas de su padre, pero no sirvió de nada.

– Yo no maté al rey. ¿Cómo podría? Fui su madre. Le crié junto a mi niña, como a otro hijo. ¿Qué enemigos me difaman?

– Su madre -dijeron algunos, con amargura-, y qué dulce madre ha sido para él.

– Señora, elegid -dijo el lendmann de Torenberg-. Si no habéis manchado vuestras manos con sangre real, no tenéis nada que temer. Podréis escoger entre la prueba de fuego y la de agua.

– Ya que no me dais otra opción más que limpiar así mi nombre -se resignó ella-, que sea la del fuego. Y que quien ha desconfiado así de mí arda entre las llamas eternas del infierno, que ésas sí que han de inspirar temor a los pecadores.

Cuando llegué a Castilla me enteré, con estupor, de que se había prohibido el Juicio de Dios hace casi dos siglos. ¿Cómo podía, entonces, probarse la inocencia de un acusado o determinar con certeza su culpabilidad? Bajo el dominio de un rey que legisla y mueve las leyes a su antojo, alentados por su poder, los jueces de este reino se consideran superiores al Creador y, con su arrogancia humana, deciden sobre temas sólo destinados a la voluntad del rey o a la clemencia divina.

Sea como fuere, llegó el día del Juicio, y la reina Margrat, vestida de luto y cubierta de pies a cabeza, apareció en la plaza pública frente al palacio de Bergen. No le faltaba elegancia, pero en aquella ocasión nadie se la reconoció. En un pequeño cadalso, lo suficientemente alto como para que quienes se habían congregado allí pudieran observarlo, el verdugo calentaba al rojo la barra que debía sostenerse durante el tiempo que se tardaba en decir la invocación divina. Los nobles, los antiguos compañeros de armas del rey, los regidores y el resto del pueblo aguardaban sin expectación, como quien presencia un trámite obligatorio.

Ni siquiera se habían ataviado como correspondía para mostrarse en presencia de una reina. No lucían sus enseñas ni las distinciones de guerra. De no haber sido por los gritos de los asistentes, por el viento que agitaba banderolas con los colores del rey Sverre, se hubiera podido pensar que se reunían para un trámite breve, entre caballeros, algo que pudiera ser despachado sin apenas protocolo.

La sueca había logrado que la antipatía que siempre despertó se hubiera convertido en abierta repulsa. Ni siquiera la insultaban, no, al menos, en voz alta. Algunos maldecían entre murmullos, pero el sentimiento general era de curiosidad por ver cómo aquella mujer malvada se las ingeniaba para salir del Juicio de Dios.

El asesinato de Haakon Sverrisson colocaba el país en el mismo punto de partida en el que había estado durante más de un siglo. Todos se habían hartado de sangre, del miedo, de los malentendidos que convertían cada conversación en un malabarismo, y aquella mujer pálida y egoísta había terminado con el pacificador por un enfrentamiento insignificante.

La reina avanzó hacia el cadalso, se levantó brevemente el velo negro hasta mostrar los ojos, hizo una reverencia ante el crucifijo que le tendieron y designó con un gesto cuál de sus criados debía someterse a la ordalía. Quienes lo vieron cuentan que era un joven robusto, bien educado, que tendió sin dudar su mano derecha para apretar el hierro al rojo mientras rezaba la fórmula impuesta.

– Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto.

Demostró valor y soportó el hierro candente hasta el final. Lo soltó entonces, retrocedió y, bañado en sudor, hizo ademán de retirarse, mientras los hombres de Margrat, que, con su librea verde, habían vigilado todo el Juicio, se lo llevaban con toda celeridad, para ocultar que estaba medio desmayado. Los jueces los detuvieron.

– ¡Un momento!

– ¡Ya ha resistido la prueba! -gritaron los suecos, y se pudo ver que algunos de ellos se habían infiltrado entre el populacho- ¿Qué más hay que demostrar?

– ¿Queréis finalizar el Juicio de Dios cuando ni siquiera ha comenzado? -gritó el obispo de Bergen, imponiendo orden.

Le obligaron a mostrar lo que el olor a carne quemada había indicado ya: la mano del siervo de Margrat se había cubierto de ampollas, y cuando las presionaron, el hombre se desvaneció. Cubrieron con vendas el brazo entero, imprimieron el sello real sobre el lacre para que no aplicaran sobre la mano emplastos ni remedios y lo emplazaron al cabo de tres días. La multitud se dispersó con el aire de encontrarse ya preocupada por otros motivos urgentes, y las dueñas de la reina se la llevaron con muchas prisas, porque nada bueno podían esperar si aguardaban allí.

Cuando transcurrieron los tres días, esperaron en vano a que la reina se presentara de nuevo ante los nobles. Ya había corrido la voz de que aquella pécora había escapado a su país, disfrazada, y el aspecto de las vendas del siervo, de aquella mano devorada por el fuego, demostraba que su alma femenina se encontraba manchada por el pecado. Lo dejaron marchar, y le comunicaron a la princesa Kristin que su condición era la de rehén del nuevo rey que se designara y que se esperaba de ella que, sin tardanza, se desposara con Felipe Simonsson.

Todos los allí convocados fueron infelices en los años venideros. Kristin contrajo matrimonio con Felipe Simonsson, tal y como se le había ordenado, pero murió pocos meses más tarde, en un mal parto en el que también murió su hijo, con lo que la paz no se selló hasta que mi hermana Cecilia se casó con Gregorius, el sobrino de Felipe y su heredero. Hasta entonces la guerra entre bagler y birkebeiner continuó, y sobre la nieve y sobre el musgo se trazaron senderos de sangre noruega.

Margrat vivió en un exilio perpetuo, sin medios ni amistades, repudiada por todos, porque no se vierte impunemente la sangre de un rey. Y el siervo de la mano quemada apareció ahorcado de un árbol, poco tiempo después, deshonrado e inútil para el trabajo tras aquella absurda exhibición pública. Caiga su muerte sobre el alma negra de Margrat Eriksdotter.

El buen rey Haakon III había muerto con el rostro negro el primer día del año 1204, y el nuevo siglo se presentaba bajo los peores auspicios. En amplias regiones, los campos habían dejado de cultivarse, y las nevadas se iniciaban cada vez antes. Los lobos se habían acostumbrado a alimentarse de carne humana, y se les veía merodear por los campos de batalla en los que el hielo no permitía ni siquiera una fosa cavada por compasión.

Mientras tanto, mi abuela Inga llevaba un niño a la espalda, contaba los meses que la separaban del encuentro que había tenido con los soldados en su aldea y trazaba planes ambiciosos, cada vez más alados, la cabeza en las nubes y las manos en las ubres de las cabras que ordeñaba. Y así un día se escabulló sin ser notada, con un hato de pan y queso y el niño bien fajado, y caminó hasta que llegó a la frontera donde se había establecido el cuartel general de los birkebeiner.