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– Tengo conmigo al hijo del rey Haakon -anunció-. Nació hace ahora dos años, y aunque nunca me dio palabra de casamiento, juro por mi honor que es un niño de sangre real, engendrado por Su Majestad en esta humilde sierva.

Estaba convencida de que la arrojarían de allí a patadas, pero los soldados la llevaron inmediatamente ante el comandante y le ofrecieron bebida y queso y pan para comer.

– ¿Tienes alguna prueba de ello? ¿Una prenda? ¿Testigos?

– No. Pero si el parecido físico no es suficiente, me someto, si es menester, al Juicio de Dios.

El comandante de la plaza, un noble provinciano llamado Torstein Skevla, la miró durante un instante, sin decir palabra, mientras ella comía con la cabeza gacha.

– Claro -dijo al cabo de un momento, meditando bien cada palabra-. Ya te recuerdo. Mujer, te hemos buscado por todo el país. A ti y a tu hijo, el heredero. Alabado sea Dios, que te ha librado de todos los peligros y te ha traído con vida y con salud hasta nosotros.

¿Qué hubiera sido de nosotros sin una Gunhild, una Astrid, una Inga que en un momento determinado hubieran dicho: «Este es el hijo del rey»? De las mujeres de mi familia, mi madre es la única que ha dado a luz herederos legítimos. ¿Cuánta de la sangre del rey Sigurd alimenta mi corazón? ¿Cuánta del rey Sverre? ¿Hay, por fortuna, en mi cuerpo una sola gota de Haakon Sverrisson? Tuvimos más suerte que otros, que desaparecieron sin descendencia; en los años en los que mi padre crecía sin contratiempos, entre los bagler murieron herederos con cinco, doce años. Imagino a un puñado de guerreros junto a la cama del niño, con las manos entrelazadas y los cuerpos agotados por las luchas, no os muráis, no ahora, esperad al menos a engendrar un hijo, aguantad siete años más, dos años, que nos quede al menos alguna esperanza.

Eran como yo, esos chiquillos: un manojo de promesas, una casualidad malograda, un día de invierno.

La abuela Inga sobrevivió porque, sin familia, sin honor y sin medios, encontró un motivo por el que hacerlo. Su hijo, al que llamaron Haakon IV, se convirtió en su única razón de ser, en el salvoconducto para escaparse de una tierra en la que se condenaba a muerte a quienes daban cobijo a los birkebeiner.

La versión que cantan los poetas es la misma que la historia breve, pero adornada con palabras sutiles. Ella, hermosa y sonrosada, atrajo la mirada del rey Haakon, que se encontraba recorriendo Ostfold bajo identidad secreta. Se encontraron junto a una fuente, y ella le dio de beber de su cántaro, como hizo la samaritana con Nuestro Señor. Durante días, con peligro de su vida, la cortejó. Inga destacaba en todas las habilidades femeninas rurales, tan distintas a las que debía dominar una cortesana, y tenía la piel del color de la leche, y una sabiduría innata, la del pueblo noruego al que tanto amaba el rey. Sus caballeros vieron el desarrollo del romance y dejaron que prosperara.

Llegó el día en el que Haakon hubo de marcharse, porque si permanecía por más tiempo en tierras bagler su vida corría peligro. Además, debía convencer a su hermana Kristin para que se casara con el rey enemigo y se firmara la paz, pero antes de irse, le entregó un anillo a la dulce Inga y le dijo:

– Si el hijo que esperas es varón, mándamelo con esta prenda cuando haya cumplido los ocho años, y yo lo educaré como príncipe de Noruega. Si es hembra, envíame el anillo cuando haya cumplido los quince, y yo la dotaré como a una princesa.

Los caballeros que acompañaban al rey juraron por su honor que así había sido, y que ellos sabían que aquella mujer esperaba un hijo real. Aseguraron que, en ese tiempo, el rey recordaba a menudo a Inga, y fantaseaba con desposarla, aunque no fuera de origen noble; que Margrat la Envenenadora sabía de esa preñez, y que ésa había sido la causa del asesinato, y que habían perdido la pista de Inga y del niño, aunque se habían adentrado en Ostfold en numerosas ocasiones: parecían haberse esfumado.

Los nobles más considerados de Noruega, hijos de soldado, nietos de los que luchaban descalzos con suelas de corcho y corteza de abedul, pusieron a Dios por testigo de que Inga les había entregado el anillo con el sello real, y que desde muy niño les parecía ver en el pequeño Haakon Haakonarson los gestos y las hechuras de su padre. Decidieron que el rey suplente, Inge II, debía conocer que existía un heredero legítimo. Pero para entonces, la noticia de que un principito se criaba en tierra bagler se había extendido. Era sólo cuestión de tiempo el que lograran asesinarlo, a él y a su madre.

De casa en casa, con antorchas en la noche, los bagler comenzaron la búsqueda del niño ese mismo invierno. Exponían a los niños varones de dos años desnudos sobre la nieve, ante las mujeres llorosas, hasta que les dieran alguna prueba de que no eran el que buscaban. Fue una segunda matanza de los inocentes, que contará como otro pecado para los bagler. Algunas de las criaturas murieron, y el pequeño Haakon hubiera estado entre ellos, de no ser porque el mismo grupo de guerreros que había acompañado a su padre en la incursión secreta por Ostlfold se comprometió a rescatarlo y a llevarlo hasta la corte del rey Inge, en Trondheim.

– No queda más remedio que presentar al niño -le contaron a la madre-. ¿Lo entiendes? Si dan con él antes de que sea reconocido por el rey Inge, estaremos todos muertos.

Inga lo comprendió. Sabía más de escaparse y de salir con vida que ninguno de ellos.

La partida se dividió en dos. Una facción escoltaba a Inga, a la que habían ataviado como a una dama para que sirviera de señuelo, o, al menos, de distracción para los perseguidores. Intentarían llegar a Trondheim por los caminos reales, a lo largo de los cuales las posadas mantenían cierta condición neutral.

El segundo grupo partió a caballo con el niño, en la oscuridad sin estrellas de la noche de enero. Eran ocho, y se movían con sigilo, con el aliento entrecortado que arrojaba nubes de vapor a sus espaldas.

Unas horas más tarde, supieron que los seguían. Escucharon a los perros y los inconfundibles gritos de guerra bagler. Picaron espuelas y, en medio de una terrible tormenta de nieve, avanzaron hacia el este. Los bagler azuzaban a los perros, y ellos escuchaban los ladridos deformados por el viento, sin saber decir si les pisaban los talones o se encontraban, por el contrario, a leguas de distancia. Agotados, con las cejas cuajadas de escarcha, rezaban en silencio y se preguntaban si tendrían valor para matar de manera misericordiosa al niño antes de que cayera en manos enemigas.

Entonces, el capitán Torstein Skevla hizo un alto.

– No podemos maniobrar de esta manera. Somos demasiados.

Los hombres, que habían pensado lo mismo durante las dos últimas horas, fijaron la mirada en el suelo.

– Skjervald Skrukka vendrá conmigo.

Skjervald era su segundo, y el soldado con el que más diferencias había mantenido. Si le elegía era porque confiaba en que sería capaz de ver aquello que él no miraba y de pensar de una manera diferente. Sacudieron la nieve que se había acumulado en los esquís de las sillas de los caballos y los ataron a sus pies. Torstein envolvió al pequeño Haakon en dos capas y dio las últimas órdenes a sus hombres:

– Continuaremos solos. No les permitáis pasar.

– Hasta las últimas consecuencias, capitán.

Se abrazaron todos, abandonando la timidez que durante mucho tiempo los había privado de ese contacto, y, con el niño en brazos, los dos guerreros se adentraron en la noche blanca, sin comida, sin agua, con el tesoro de Noruega a su cuidado y la habilidad de sus piernas como única arma para preservarlo. Los otros soldados mantuvieron la calma, protegieron los caballos entre los árboles y aguardaron a que los ladridos los cercaran. Ninguno de ellos regresó con vida, pero su hazaña fue tan celebrada como la de Torstein Skevla y Skjervald Skrukka, que llegaron exhaustos y con los pies congelados a Trondheim, con el niño en perfecto estado de salud.