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– Aún hay tiempo para recuperar lo perdido.

Como tantas otras veces, iniciamos el juego de los cordones, con la diferencia de que en esta ocasión es él quien me afloja el corpiño, quien se suelta la camisa. Entonces, a mi mente acuden voces, imágenes, cenas en las que no me dirigían la palabra, y mi enorme tristeza, mi búsqueda constante de en qué me había equivocado, qué hacía mal, cómo podía ser que no me amara. Surge su espalda a caballo en cada ocasión en la que se alejaba, camino de Sevilla, y mis atardeceres solitarios, cada vez más enferma.

– No -digo yo. Y repito otra vez-: No. -Se detiene, sorprendido-. No os molestéis, don Felipe. Ya me habéis hecho suficientes favores.

Si lo deseara, podría continuar. Sólo visto una camisa, carezco de fuerzas, puede dominarme con una mano y taparme la boca con la otra. Sin embargo, se detiene. Mi rechazo le ha herido en el orgullo, el exquisito orgullo de los hombres castellanos. Con ademán airado, se ata el cuello y se ajusta de nuevo las calzas. Se vuelve para mirarme.

– Nunca, mientras yo viva, se alzará esa iglesia.

– Entonces, me ocuparé desde donde me encuentre de que no encontréis ni calma ni consuelo.

– Nunca me han hecho falta. -Y noto en su voz un temblor ridículo, algo agudo, el olor de la ofensa. Termina de vestirse y se inclina sobre mí-. Me habéis amargado la vida -me susurra, al oído, antes de irse.

Oscurece lentamente, y en mi cuarto sólo el ventanuco ofrece un rectángulo de luz. Exhausta, con casi todos los eslabones de la cadena en su lugar, saboreo el pobre triunfo de haber humillado dos veces en mi vida a don Felipe. La última, por ese no que le ha bajado al mismo tiempo el engreimiento y la virilidad. La otra, por llevarme conmigo el secreto de los juegos de amores, por haber jugado tan bien, al menos en ese aspecto, con mi aspecto de inocencia y de desconocimiento.

Los juegos comenzaron hace mucho tiempo, y me habló de ellos mi hermana Cecilia, que, como en tantas otras cosas, abría mis ojos a realidades ante las cuales mi madre me colocaba una venda.

– He de contarte algo.

– Ay, Cecilia. Ya basta de secretos. Sé clara.

Acababa de casarse con su segundo marido, pero aún aguardábamos a que los vientos que la llevarían a las Hébridas fueran favorables. Aprovechábamos juntas los pocos momentos que nos quedaban, sin saber que serían los últimos, y conspirábamos como si tuviéramos la misma edad y los mismos intereses.

– No eres ya una niña, pero tendrás que correr mucho para aventajarme -me dijo-. Yo he conseguido dos maridos, y tú aún no has cazado ninguno.

– Mi padre proveerá. Aún soy joven.

– No tanto. Los años vuelan. Mírame a mí, en el último se me han cubierto de arrugas las comisuras de los ojos. -Sonrió, forzando el gesto, y una red de marcas delicadísimas le recorrieron las sienes-. ¿Has tomado ya algún amante?

– ¿Estás loca? -contesté, riéndome-. ¿Crees que quiero que mi madre me mate?

– Deberías hacerlo.

– No quiero acabar mi vida tan pronto. Gracias.

– Si algo he aprendido a mis años -dijo ella- es que cada instante robado al placer es un momento inútil. Sin aviso, como un ladrón, llega la muerte y te arrebata todo, lo que obtuviste y lo que dejaste por hacer. De todos los errores que puedes cometer, no caigas en ése.

Las dos pensábamos en muertos queridos.

– No puedo elegir un amante -expliqué, repentinamente seria-. Quizás contigo hayan sido más permisivos, pero a mí me destinan a un puesto más alto. Es probable que hagan verificar mi virginidad.

– Hay otros modos.

– Ya los conozco; y no quiero que la Bruja me remiende, como a un tambor.

– Hay otros modos -insistió ella-, y te dejarán tan intacta y doncella como a María Santísima.

– Te escucho.

Jugó un poco conmigo.

– Pensándolo bien, no sé si te encuentras preparada… Y si mi madre nos descubre, nos mataría a ambas.

– Cecilia, no seas cruel.

Me explicó entonces las distintas maneras en las que podían ajuntarse un hombre y una mujer, unidos o no por lazos sagrados, y de qué forma burlar las preñeces y gozar de las obligaciones del matrimonio. Me mostré tan asustada y fascinada como cuando me había contado de qué manera montaban mis padres uno sobre el otro, y cómo eso era lo que traía hijos al mundo.

– Pero eso es… eso es impío. ¡No puede resultar placentero! ¡Dios nos dio un agujero a la mujer para ese fin!

– Si Dios quisiera que únicamente usáramos ese agujero -dijo entre carcajadas-, ¿para qué nos daría otros?

– ¡Eres terrible!

Luego, volviendo a la serenidad, me recomendó:

– No obstante, has de ser sensata y elegir con cabeza, no vayas a ser luego chantajeada o tratada con poca delicadeza. Tu primer amante debería ser Haakon. Al fin y al cabo, es tu hermano mayor y tu rey, y, tanto por las antiguas leyes como por las nuevas, tiene derechos adquiridos sobre ti.

– Prefiero morirme antes que insinuarle algo así. ¿Con qué palabras? ¿De qué manera?

Agitó las manos, desesperada ante mi ineptitud.

– ¿Qué amor o qué confianza te unen a tu hermano, que no eres capaz de hablarle con claridad?

– Todo el amor, y toda la confianza. Pero…

Cecilia me vio azorada y se compadeció de mí.

– Yo hablaré con Haakon, si tantas dificultades encuentras. Pero con esto, recuerda que te obligas a un favor.

Esa noche, Haakon llamó a mi cuarto.

– ¿Duermes?

– No…

– ¿Deseas dormir?

– No -repetí, y le cogí las manos-. No te vayas.

Llevó mis dedos a sus labios y los cubrió de besos. Ésa fue la primera ocasión en la que compartió mi lecho. Con la calma de un maestro, me enseñó a respirar con calma, a mantener el cuerpo flexible, y luego, cuando fuera preciso, tensarlo, el uso de los aceites de frío y los aceites de calor.

En su espalda, una cicatriz larga, que Cecilia le había cosido a puntadas menudas, parecía la trayectoria de una puñalada.

– Me alegro de haber atendido los consejos de Cecilia -le dije.

– Yo también.

– ¿Cuánto tiempo más continuaré en Noruega, Haakon?

– Aún algo más. Debemos aprovecharlo bien.

Me hablaba del rey Alfonso de Castilla, a quien me destinaba. Comparábamos nuestras manos y nuestros pies, copias idénticas en tamaños distintos, me cubría la cara y el pecho de besos y luego se marchaba, porque su mujer le aguardaba y no quería irritarla; Riquilda se mostraba muy celosa por nuestra intimidad.

– En Suecia, los hermanos y las hermanas no se dedican tanta atención.

– Porque sois un pueblo bárbaro, que nada sabe de los lazos de sangre, ni los respeta.

– ¿Por qué baja la princesa a recibir al heredero? -se quejaba a mi madre-. Bien está que lo haga la reina, y la futura reina, pero ¿por qué ella?

– Porque Haakon así lo quiere, y así se ha hecho siempre. Es nuestra obligación conservar las tradiciones, y cuando no las hay, crearlas.

Riquilda observaba el rostro de Haakon al verme, el tiempo en el que me mantenía abrazada a él, y lo contaba con la avaricia de una vieja.

– Ay, quiera el Cielo que la casen de una vez y con ello se aleje de mi vida.

– Eso debieron de pensar en Suecia cuando os empaquetaron para mi reino.

Si mi madre sospechó algo, nunca lo dijo. Pronto las noticias y el duelo por el naufragio de Cecilia ocuparon su atención, y yo, por mi parte, mientras que Riquilda mostraba el pecho y el cuello con sus vestidos franceses, me mostraba más estricta y más casta que nunca ante los ojos ajenos.

Haakon y yo nos consolamos de la pérdida de nuestra hermana a escondidas, con besos que parecían dentelladas, como si en su recuerdo intentáramos que el placer compitiera con el dolor y lo venciera.