– Te sentará bien, pero sopla, que está muy caliente. Desde que se inventó el soplar, la que se quema es tonta.
– Pues parece que me quiero encontrar mejor.
– Lo que se propone LePoitard es coitarte, corazón. Se quiere coítar tu aparato.
– ¿El mío? ¿Pero es que se pueden efectuar coitos con nuestras vaginas ornamentales?
– ¡Ni por pienso! -negó S. A. R. con castizo gracejo -. A esos efectos, tú, como si no tuvieras. Es de adorno, sí, pero eso no lo sabe nuestro joven jinete. Además, aunque a ti no te valga de gran cosa, mi vida, una vagina sintética de cincuenta centímetros de profundidad es todo lo que necesita un espectador. ¡Más que de sobra para el tal LePoitard!
– ¿Querrá Guy fundar conmigo una familia?
– Lo dudo, chica. Se coitan entre sí por gusto. A veces, para expresarse, dicen, si no encuentran las palabras. -Entonces se propone declararme su corazón…
– Quia, quia -masculló Eeina Zenaida, sibilina y galdosiana.
– ¡Cuan oscuro hablas, mami! No te comprendo. ¿Quieres decir que sí o que no?
Quería decir que no.
De acuerdo con su experiencia (en su juventud, la entonces Princesa Zenaida mantuvo ciertos tórridos affaires fuera de la pantalla), la primera característica más acusada del telespectador medio era su tendencia al uso indebido. Utilizaban paralo que no servía todo aquello que se ponía a su alcance. ¿Aprovechaban acaso la naturaleza para constatar la presencia de un Dios omnipotente? ¡Qué va! En cuanto se encontraban en un incomparable marco se ponían a armar fogatas para cocinar paellas. ¿Se valían del dinero para repartir felicidad entre los más necesitados? ¡Ni muchísimo menos! Sólo lo querían para mirarse unos a otros por encima del hombro. ¿Se vestían con el fin de hacer visible su auténtica personalidad? ¡Ni hartos de vino! Seleccionaban la ropa movidos por el enigmático deseo de parecer diferentes de como eran. ¿Utilizaban sus aparatos para dar y recibir placer? ¡Vamos anda! Nueve de cada diez veces se intercambiaban coitos con cualquier otro propósito. La décima, sin motivo aparente. Se coitaban por razones que nunca se decían unos a otros: para no aburrirse, por el qué dirán, para hacer daño, por no seguir discutiendo…
– Guy confesó que sentía algo muy especial por mí.
– ¡Qué sabrá él!
La segunda característica más acusada de los espectadores era su incapacidad para ponerse en contacto con sus propios sentimientos.
– ¿Es que ellos no tienen la máquina omphaloscópica? -Nada de nada. Carecen de medios. Se ponen a recordar lo
que sentían cuando ya han dejado de sentirlo. Marcha atrás o en diferido, para que tú me entiendas. Mientras tanto, en directo, no tienen ni la más remota idea de lo que les está pasando. Lo hacen todo a mano, sin nuestras máquinas de mirarse el ombligo. Se aprenden canciones de memoria y las repiten en su cabeza hasta que se convencen de que sienten lo que diga la letra. Subrayan párrafos en los libros en cuanto creen reconocerse. Con un lápiz, apuntan en los márgenes: «¡Exacto!», «¡Gran verdad!», «¡Ahí le duele!» o "¡Justo lo que me pasaba a mí con Cristina». Cada equis meses, sin dar explicaciones, cambian de sitio los muebles. O cambian de costumbres, de horarios, de amigos y de amantes, sólo para ver si así aparece en su lugar otra persona: alguien a quien por fin puedan reconocer.
– ¿Ellos no se ven tal y como son ni saben lo que de verdad sienten?
– ¡Bingo! Les resulta imposible. Muchas veces por suerte para ellos.
Pasillo arriba, el banquero Yves de La Vachepourrie se acercaba carraspeando en francés.
– Recuerda, corazón. Number one: no saben quiénes son. Number two: utilizan las cosas para lo que no sirven -susurró sinópticamente Reina Zenaida, antes de añadir en voz alta-: ¡Bonyur, moncher Ifs. ¿Comandá-levú ce matan?
Visto por fuera, el hombre del pijama a rayas era un banquero de mediana edad, pero tal vez, por dentro, él se creyera un gran conversador o quizá pensara que su rasgo más característico era la timidez. ¿Y si se tuviera en el fondo por un sentimental?
Según su madre, eran capaces de cualquier cosa.
Yves de La Vachepourrie preguntó por Margan, la chacha ausente; se sirvió un vaso de zumo de pomelo y cerró la nevera de un portazo que dejó temblando los tetrabriks. No soportaba que nadie estuviera despierto antes que él (descontado el servicio), porque atribuía una indiscutible superioridad moral al simple hecho de levantarse más temprano que los demás.
Sin embargo, él parecía convencido de que su mal humor se debía, en parte, a la baja de las cotizaciones y, en parte, a la ausencia de la extremeña, que tenía la fea costumbre de desaparecer justo cuando más se la necesitaba.
– Voy a buscarla -se ofreció de inmediato la Princesa.
Salió al jardín apretando el paso, con un miedo hasta entonces desconocido hacia esos autoinescrutables telespectadores.
Capítulo 10 DOS ROMBOS
El maestro Carranza sufría el vértigo incurable del secreto.
Con él nada era lo que parecía. Siempre se guardaba un as en la manga para mostrarlo en el último instante y que los hechos conocidos se agruparan con un sentido inesperado (y con frecuencia opuesto al que tenían a primera vista).
Era como si le diera vueltas en la mano a un calidoscopio.
– Nada es casual. Todo encaja: ¡click! -repetía con cada giro de muñeca.
Para Rafa Ruiz se trataba del genio incomprendido del siglo, al historiador Ulizarna le inspiraba respeto que hubiera ganado en Salamanca (1963) a un hijo de don Miguel de Unamuno, Benito Vela aseguraba estar ante la cabeza mejor construida de Europa y al pobre Toni Maroto apenas le alcanzaba la voz para suplicar:
– ¡Haga usted de mí lo que quiera, doctor!
Con todos ellos había tenido la generosidad de compartir revelaciones, pues Carranza llevaba veinte años sintonizado con el más allá.