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– ¡Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeh…!

– Lo vas cogiendo -destapó con los dientes el botellín de Mahou que guardaba para las emergencias-. Sí, de verdad, lo vas cogiendo. Casi casi lo tienes. Lo único, mi vida, que no grites «eh». Procura gritar «ah» o grita «oh». Incluso «uh», lo que tú prefieras. Pero nunca «eh» ni «ih», que hace muy mal efecto.

Al quinto intento la Princesa lograba cierta verosimilitud.

– Más nos vale que sea suficiente. En caso de apuro, tú misma. Utiliza la imaginación. Clava uñas en la espalda, muerde lóbulos de oreja, patalea más deprisa…, algo se te ocurrirá. Recuerda que Dios está en los detalles, ¿capiscas?

En la cocina, S. A. R. se terminó de un trago el tetrabrik de vino de guisar y salieron al jardín.

Se pusieron de rodillas para rezar cogidas de la mano:

Cámara invisible,

Dulce compañía

No nos desampares

Ni de noche ni de día.

– Madre, dame tu bendición.

– Toma, toma -manoteaba en el aire Reina Zenaida-. Ojalá pudiera ocupar tu lugar.

– No te mortifiques, mami. Tu rostro es demasiado conocido.

– Disculpa un momento, corazón.

La Reina se puso en pie y trastabilló tras el parterre. Separó las piernas, dobló la cintura, apuntaló las manos sobre los muslos y comenzó a vomitar contra un lentisco.

– ¿No pensarás que estoy bebida, verdad?

– Pues claro que no, mami.

– Tiene que ser el planeta el que se tambalea. No hay más tu tía, porque yo ando muy derecha.

– Pues claro que sí, mami.

Reina Zenaida alzó la cabeza hacia el cielo y cerró los ojos.

Sobre su frente empezaron a resbalar una por una las estrellas.

Era refrescante.

Sin embargo, tenían que darse prisa para estar en cama antes de que se levantara La Vachepourrie. No podía soportar que estuvieran despiertas mientras él dormía.

– ¡Tengo hip mu hip cho hiiiiiiiiiiiipo!

Chituca la llevó a la cama, donde S. A. R. se quedó dormida con la ropa puesta.

Soñaba una redundancia, porque en su sueño también dormía.

Se encontraba de nuevo en la cama de Elvira Vilar, en el apartamento de Luchana 35.

Con los ojos cerrados, se sentía a salvo, como si tuviera una edad muy distinta: unos ocho o nueve años, por ejemplo. No quería despertarse porque sabía que otra vez iba a encontrar a Elvira a su lado, mirándola dormir.

Siempre igual.

Como la raya de luz bajo una puerta cerrada, a cualquier hora de la noche, Elvira estaba despierta, en silencio, mirándola dormir.

Capítulo 15 La adaptación ala pantalla

Le despertó la voz de su hermana con esas preguntas que se habían vuelto trascendentes por culpa del sistema de auto-reverse del cásete.

¿Estaba o no estaba? Pero si no estaba, entonces ¿dónde estaba? ¿Y quién era el otro, el que se había quedado para contestar el teléfono?

Que lo averiguara Vargas, porque lo que era él, Ene-Pe-I.

Sobre el Retiro había luz zodiacal, en el ángulo superior izquierdo, y una claridad azul en el punto de fuga del plano, situado en un campanario cerca de la estación de Atocha.

Hizo café, se sirvió una taza, edificó una sólida columna de seis galletas María y preparó el tablero.

Antonio era compositor de problemas y, para él, no se trataba de pasatiempos: servían para hacer visible una idea.

Un problema es una forma de expresión, compañero, solía decir; como un soneto o como una sinfonía.

Lo de menos era el trabajo que a los demás les costara resolverlos.

Ahora estudiaba un mate en tres que tenía como motivo las posibilidades del enroque corto.

En la tele estaban poniendo el programa de gimnasia.

Nunca había llegado a entender cómo aquella presentadora podía sonreír, hablar, mirar a la cámara y hacer quinientos abdominales, todo al mismo tiempo. Le sobrepasaba. ¿Por qué no se cubría los muslos, además? ¿Es que no tenía seres queridos que la regañaran al volver a casa? ¿No se cansaba nunca, por cierto? ¿Y por qué motivo seguía tan contenta? ¿Sabía algo que los demás ignorábamos? ¿Por qué ella no sudaba?

Cada vez que se sumía en las abisales, insondables interrogaciones que suscita la gimnasia televisada, ocurría una de estas dos cosas: o bien mantenía la galleta sumergida durante demasiado tiempo, hasta que se deshacía en la taza; o bien, de camino a la boca, se partía en dos y una mitad caía sobre el mantel.

Ese día la galleta Fontaneda escogió la opción b.

Recogió los restos con la cuchara, pasó la manga del pijama por el mantel y se concentró de nuevo en la pantalla.

Iba a dar comienzo su ejercicio favorito.

Tumbadas boca arriba, con las piernas en alto, pedaleaban tan sonrientes como si montaran una bicicleta metafísica hacia el séptimo cielo.

Se le antojaba enternecedor.

Necesitaba un alfil en a5 o un caballo en c6, pero si añadía una sola pieza más, el delicado equilibrio de la posición se desplazaría hacia otro planteamiento diferente.

De niño se ponía ejercicios mentales: «¿De qué color es f6?». Contaba con los dedos: «Al es negro y hl blanco, o sea, que fl es blanco. Por lo tanto, ÍB es negro… Sí, seguro: negro».

Ahora le bastaba con cerrar los ojos para ver el tablero.

La anticipación y la memoria eran las dos cualidades decisivas para un jugador.

Por una parte, como no está permitido tocar las piezas, hay que anticipar la posición en la que se encontrarán varias jugadas más tarde. Un matemático llena pizarras para resolver sus ecuaciones; los escritores, papeleras, hasta encontrar el mot juste; un director de cine repite una toma hasta que se da por satisfecho…, pero el jugador no puede utilizar las manos: está condenado a mirar el tablero…, ¡sin poder tocarlo!