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– ¿Al comisario? -Diego sacudió la cabeza-. Yo también lo quiero matar, estrangular, apuñalar. Pero, ¿quién puede matar semejante cerdo? Es el rey de los cerdos. En todo sentido.

– Es un marrano.

– Francisquito.

– ¿Qué?

– No vuelvas a decir marrano.

– ¿Por qué?

– Dile puerco, cerdo, chancho o hijo de Satanás. No digas marrano.

Quedó perplejo.

– Marranos -explicó oscureciéndose-, nos llaman a nosotros. Marrano le dicen a nuestro padre.

– ¡Cómo supone que niego a Dios! -exclamó Francisco-. ¿No le estuve explicando cuánto me esmero en estudiar su palabra y obedecerle?

– Usted lo niega, hijo, lo niega -se desespera el fraile, asfixiado por el encierro de la celda y los argumentos del cautivo.

– Recuerde el evangelio de San Mateo, por favor -insiste Francisco-. Ahí Jesús afirma: «No todo el que dijere ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hiciere la voluntad de mi Padre.» Yo hago la voluntad del Padre. Y por eso me castiga la Inquisición.

Fray Urueña se seca la frente. Es muy difícil doblegar a Lucifer. «Este hombre terminará en la hoguera», piensa.

25

El capitán de lanceros Toribio Valdés se dirigió personalmente a la casa de los Núñez da Silva acompañado por fray Bartolomé. Su actitud acusadora se olía de lejos. El capitán ingresó con paso hostil. El clérigo, bamboleándose, traía su pesado felino en brazos. Se sentaron en la sala y exigieron la comparecencia de la familia. Aldonza, como de costumbre, ofreció servirles unos dulces. Ellos, muy solemnes, dijeron que no; los traía un asunto grave. Diego transmitió a Francisco una señal tranquilizadora: sabían de se trataba.

– Hay actos piadosos y actos aberrantes -dijo el fraile con ronca severidad, Entre sus párpados abultados ardían las pupilas.

El capitán asintió, complacido por la ampulosa apertura.

– Los actos aberrantes pueden ser corregidos con los piadosos. En cambio -interpuso un silencio abrasador-, ¿qué se puede esperar de quienes cometen actos aberrantes mientras sobre ellos flota la sospecha del pecado? La desamparada familia era un conjunto de reos que escuchaban con la boca entreabierta.

– El capitán Valdés ha recibido una denuncia de hurto -dijo el fraile con creciente desagrado.

El capitán volvió a asentir.

– Han hurtado quienes son deudores. ¿Acaso han olvidado tan rápidamente que ahora el Santo Oficio gasta tiempo y esfuerzo para recuperar el alma de un hereje? ¿Así retribuyen a las autoridades y a los dignatarios que en Lima y aquí se ocupan de preservar la pureza de la fe?

El capitán frunció la boca y las cejas: estaba concentrado y satisfecho. «Así se habla», pensó.

– Este hurto, este acto aberrante…

Isabel murmuró «qué hurto», pero Aldonza le pidió que no interrumpiera al fraile.

– Este hurto, este acto aberrante -repitió- es una prueba de los malos hábitos que se han enseñoreado en esta familia. Los pecados de quien hoy es juzgado en Lima no podían ser una excepción. Son pecados que se difunden, contagian. Nuestra misericordia nos había inducido a suponer algo diferente. Y nos hemos equivocado.

El capitán lo miró extrañado.

– Presumíamos que, excepto él -no mencionaba a Diego Núñez da Silva por su nombre-, ustedes estaban a salvo de malas acciones graves.

Hizo una pausa y se ocupó de acariciar la pelambre del felino. Después volvió a levantar sus pupilas de fuego.

– ¡Pero no es así!

Consiguió asustarlos.

– Por lo tanto -descendió el tono, pero no aflojó el clima de tensión-, he decidido que se interrumpan las lecciones de fray Isidro en esta casa. Sólo aportan erudición vacía, no los hace mejores. El alma, para perfeccionarse, necesita otro tipo de ejercicios.

El capitán cambió levemente su posición en la silla. Este fraile era un verdadero maestro.

– Diego y Francisco -prosiguió- vendrán al convento de Santo Domingo. Allí les enseñaremos a ser buenos católicos. En cuanto a la educación de las mujeres, ya me ocuparé.

El castigo no era tan duro, pero desconcertaba. El capitán también parecía asombrado. ¿Qué clase de penitencia para un ataque a la propiedad era este simple cambio de escuela y de docentes? ¿Bromeaba el comisario?

– Para cubrir parte de los gastos que ocasionará la nueva enseñanza -explicó sin ablandar el enojado ceño-, deben ofrecer a mi convento una contribución.

– ¡Así es! -exclamó el capitán; por fin la propuesta sonaba como un castigo concreto.

– ¡No tenemos ya nada que ofrecer! -protestó Diego.

– ¡Cállate, imprudente! -reaccionó el comisario-. Siempre hay ofrendas cuando lo desea el corazón. Si no alcanzan las materiales, se dona las espirituales.

– Sí -Aldonza quiso amortiguar el despropósito de su hijo.

El fraile le dedicó un destello de ternura, para en seguida volver a su papel de inquisidor.

– Aquí aún existen objetos materiales valiosos.

Diego apretó los puños y farfulló bajito: «nos quieres seguir exprimiendo, hijo de puta».

Fray Bartolomé se dirigió a la rendida Aldonza:

– Haz traer la caja con instrumentos de tu marido.

La caja de instrumentos médico-quirúrgicos de Diego Núñez da Silva contenía escoplos, valvas, cuchillos, sierras, punzones y lancetas, algunos de acero y otros de plata. Luis se encargaba de lavarlos, afilarlos y reacomodarlos. Lo hizo con mucho entusiasmo porque tenía vocación de médico. El límite infranqueable de su raza impedía que estudiase y ejerciera. Don Diego lo ungió su asistente cuando supo que era hijo de hechicero y tenía extraordinaria habilidad manual. Le enseñó a punzar una vena para hacer la sangría, limpiar escoriaciones, ayudar en un parto y reducir una fractura. Pronto le confió su juego de instrumentos para que lo mantuviese en condiciones hervía las piezas, las lustraba y, antes de ubicarlas en su sitio, se divertía jugando a ser «el licenciado»: alzaba la lanceta como una pluma y abría la vena de un imaginario apoplético; o empuñaba un escoplo y hacía saltar la punta de flecha clavada en el hombro de otro imaginario paciente. También dibujaba fintas con el bisturí para espantar a Francisco cuando el muchacho quería usar una sierra o un punzón. Don Diego había comprado los instrumentos en Potosí. Tras su arresto, Luis fue quien debía guardarlos hasta que regresara de Lima.

Aldonza le ordenó que trajese la petaca. El esclavo parecía no entender porque desde meses atrás nadie se la había pedido. Aldonza repitió la orden. Sonaba increíble. El negro se inclinó y salió de la estancia con su paso quebrado; cruzó el patio de las uvas y se dirigió al cuarto de la servidumbre. En ese momento Francisco deseó que huyera y se refugiase en su escondite, que desobedeciera a su sometida madre y a ese gordo que inclusive malvendió seis libros (o los bienvendió en su oscuro provecho) y que ahora pretendía apropiarse del instrumental. Sus colmillos querían otro pedazo de su padre. Ojalá que Luis no regresara o que escondiese el cofre y dijera que no lo encontraba, o que vinieron unos ladrones. No mentiría, porque de veras estaban invadidos por ladrones poderosos: un comisario y un capitán. Su ilusión, empero, se derritió. Luis surgió con el pesado cofre sobre un hombro. Cuando pisaba con la pierna flaca parecía que iba a caerse.

Fray Bartolomé ordenó depositarlo sobre la mesa.

– Ábrelo -pidió secamente a Aldonza.

Ella miró a Luis:

– ¿Tienes la llave?

– No.

– ¿Cómo? ¿No tienes la llave?

– No, la tiene el licenciado.

– ¿Dices que el licenciado se llevó la llave?

– Sí, señora.

Fray Bartolomé apartó a la mujer y al negro, aferró el candado y lo quiso arrancar. Lo retorció. Tironeó sin éxito. Con enojo ordenó a Luis que intentase abrirlo. El negro avanzó encogido entre el sacerdote y el soldado. También tironeó y retorció.

– ¿Qué pasa? -rezongó el fraile-. ¿Nunca lo has abierto?

– No, padre. Sólo lo hacía el licenciado.

– ¿No eras acaso el encargado de limpiar y afilar los instrumentos? -la sospecha le deformaba la boca.

– Sí, padre. Pero la caja sólo la abría y cerraba el licenciado.

– ¡Cómo la abría él, pues! -chilló; up fino temblor se le extendía por los brazos.

– Así -introdujo una llave imaginaria.

– Déjenme a mí -ordenó el capitán Valdés.

Sacó a Luis de un empujón. El guerrero adoptó una posición elegante y efectuó movimientos delicados; pretendía crear un vínculo amistoso con el candado testarudo. Le habló en tono convincente. Pero a los segundos ya lo forzaba con ira. Descargó un golpe sobre la madera. Descargó otro golpe más recio y su melena le tapó la cara. Empezó a sudar. Olvidó que lo observaba una familia y el todopoderoso comisario del Santo Oficio. Sacaba la lengua, se contraía y maldecía. Fray Bartolomé le rogó que no se exaltase tanto. El capitán la emprendió contra todas las cerraduras y sus cochinas madres y nombró un santo y se cagó en las once mil vírgenes. Las palabras de sosiego que le oponía el comisario surtían un efecto paradójico porque avivaban el resentimiento del capitán quien, fuera de sí, levantó la petaca sobre su cabeza y la arrojó al piso. El gato salvó por milagro su cola. Su maullido se mezcló al pavor generalizado. El capitán saltó sobre la resistente petaca y le zapateó encima, ayudándose con improperios a los genitales de la vaca, la yegua y la lora. El fraile sudaba al oído pero no lo podía detener. No era distinto al carnicero que había perseguido al lechón, le faltaba un cuchillo en la mano. El zapateo fue tan despiadado que su bota consiguió hundir la tapa. Su alarido de triunfo era el mismo del carnicero. Faltaba que se coronara con la cabeza de la víctima.

– ¡Levántala! -ordenó jadeante a Luis, cuyo rostro parecía cubierto de harina.

El esclavo levantó el bloque herido y lo ubicó sobre la mesa, en el mismo sitio donde lo había instalado antes de su violación. Toribio Valdés quebró los fragmentos de la tapa. El viejo arcón era estragado delante de la familia horrorizada. El capitán, con los dientes apretados, labró un irregular orificio. Introdujo la mano con una sonrisa y palpó furtivamente. Su cara pasó de la alegría a la sorpresa. Extrajo su puño, lo abrió; adentro contenía una piedra. La miró estupefacto y la entregó al fraile. El fraile la hizo girar entre sus dedos, la aproximó a la luz del candelabro y la depositó sobre la mesa. El capitán sacó una segunda piedra. Una tercera. Una cuarta. Cada vez con enojo creciente. Se las pasaba al comisario que las miraba con enojo creciente y las amontonaba junto al cofre destruido. El capitán extrajo todas las piedras mientras reeditaba su catálogo de maldiciones en el que incorporó los santos patronos del Tucumán. Fray Bartolomé, Aldonza y sus hijos se persignaban tras cada blasfemia. Valdés levantó la petaca vacía, la agitó, le dio vuelta y la sacudió con tanto odio que casi se le cayó de las manos. Del boquete salió un chorro de arena residual.