Levantó su mano derecha y la acercó a la cara de Francisco. Francisco percibió que temblaba ligeramente. Le rozó la mejilla con la punta de los dedos.
– Tacto -murmuró-. Sientes que te toco.
A Francisco lo asaltó un estremecimiento desconocido y alejó la cara. Santiago esbozó una sonrisa.
– No sólo sientes -agregó-. Este contacto transmite algo, dice algo. Es una señal, un signo. Se refiere a nuestro vínculo.
La voz del director espiritual se puso más ronca y tensa. Miró con intensidad a su discípulo y se incorporó. Francisco se levantó también.
– Quédate -dijo.
El joven le observó alejarse hacia su celda. Cerró la puerta tras sí. Al rato oyó el silbido del látigo. Francisco contó los golpes: cuatro, seis, siete. Al silbido de la disciplina se agregaba una apagada exclamación. ¿Por qué fue a castigarse en ese momento? ¿Merecía esas golpes por haberse equivocado en la definición de las signos? ¿Acaso se había equivocado? Francisco sintió un vago temor. ¿Debía seguir aguardando en ese lugar? Reapareció el fraile. Estaba pálido, pero distendido.
Le indicó sentarse en el suelo, mientras él lo hacía sobre el banco: deseaba tenerlo de frente. O más distante.
– Cuando irrumpe un mal pensamiento -aclaró- estamos en pecado. Eso me ha ocurrido.
A Francisco le conmovió su sinceridad y modestia.
– También deberías flagelarte antes de la confirmación -le advirtió; su calma no lo hacía menos severo. Al contrario, parecía que después de la purificación le hubiese crecido la inflexibilidad.
Francisco se preguntó qué mal pensamiento habría tenido. Suponía estar involucrado. Algo hormigueaba en el fraile; quizá le preocupaba el hecho de brindar demasiada atención al hijo de un hereje; quizá -esto era lo peor- «se fue a castigar por mis pecados, por los malos pensamientos que yo tengo y que sólo él intuye».
– Me prepararé debidamente para la confirmación -prometió Francisco-. Ayunaré y me flagelaré.
– Son las buenas disposiciones del cuerpo. Correcto. Pero no olvides las del espíritu: oración, recogimiento y afirmación de la doctrina.
– Así lo haré.
– Debes prepararte para recibir la confirmación como se prepararon los apóstoles para recibir al Espíritu Santo. Por miedo a los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos -enfatizó adrede Santiago de la Cruz-, los apóstoles se encerraron en Jerusalén. Rezaron y ayunaron. Sabían cuánto les enseñó Jesús, pero no eran aún sus valientes soldados. En Pentecostés, cuando descendió sobre ellos el Espíritu Santo, se transformaron en una milicia imbatible. Anunciaron con orgullo su condición de cristianos y se lanzaron a predicar con energía y resultados maravillosos.
Francisco sonrió ante palabras tan sonoras, pero en su cabeza retumbaba la frase «los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos». Hubiera querido preguntarle con el giro que usó su padre ante Diego si él, Francisco, mató al Señor y quería matar a todos los cristianos. Pero mantuvo la sonrisa. Y siguió escuchando la lección.
Volvió a repetirse en otras oportunidades la desconcertante secuencia. El director espiritual se aproximaba al joven con trato afectuoso: lo miraba tiernamente, le tomaba una mano, le apretaba un hombro, le pasaba los dedos por sus cabellos cobrizos. Le enseñaba las verdades de la fe con voz cálida. Era el predicador subyugante que penetraba en el pecho como una lanza. Pero de repente lo sacudía un rayo invisible, se apartaba de Francisco para respirar hondo y meditar (a eso se limitó la vez siguiente) o se introducía en su celda para aplicarse los azotes. Regresaba con el aspecto mudado, limpio del pecado que había invadido su mente. Pecado misterioso. Al retomar la enseñanza, estaba más seco. Era indudable que el pecado se filtraba por una grieta de su actitud afectuosa. La flagelación o la meditación intensa conseguían cerrarla.
Francisco oraba, comía poco, casi no salía del convento. También ayudaba en la huerta, limpiaba la sacristía, descansaba a la sombra de la higuera central o permanecía tendido sobre su estera. Repasaba sus conocimientos por el sistema de preguntas y respuestas; se había propuesto tener asimilado el catecismo íntegro. Si lo lograba antes de la confirmación, Dios lo premiaría.
– ¿Qué son los sacramentos? -se preguntaba en la intimidad de su celda.
»Son signos sensibles y eficaces de la gracia instituidos por nuestro Señor Jesucristo para santificar nuestras almas -respondía.
»¿Cuántos son los sacramentos? -continuaba preguntándose.
»Siete, como los días de la semana.
»Nómbralos -se recomendaba a sí mismo-. Cada uno es importantísimo.
»Bautismo, confirmación, eucaristía, confesión, extremaunción, sacerdocio y matrimonio.
»¿De cuántos elementos consta cada sacramento?
»Dos.
»¿Cuáles?
»Materia y forma. Materia es la cosa sensible que se emplea: óleo, vino, agua. Forma son las palabras que se usan al aplicar la materia.
»¿Cuáles son las materias de cada sacramento?
»Del bautismo, el agua natural -enumeraba con los dedos-. De la confirmación, el santo crisma (mezcla de óleo y fragante bálsamo). De la eucaristía, el pan y el vino. De la confesión, los pecados y la penitencia. De la extremaunción, el óleo.
»¿Cuál es el efecto principal de los sacramentos? -se preguntó elevando la voz.
»La gracia divina que fluye hacia el creyente -respondió con aplomo.
Santiago de la Cruz penetró en la celda y quiso desconcertarlo con otra pregunta.
– ¿Sabes qué es la gracia santificante?
Francisco levantó las cejas. Antes de que pudiese responder, el clérigo reiteró su definición conocida:
– Es el don sobrenatural que nos hace amigos de Dios. Plegó la sotana sobre sus rodillas y se sentó junto al muchacho. Prosiguió con dulzura:
– Comúnmente decimos que estamos en amistad o en gracia con una persona cuando existe un vínculo de amor; damos y esperamos ayuda, confiamos. Entre tú y yo ahora existe amistad. En cambio, si hubiese odio, insultos, riña, diríamos que hay en-emistad o que uno cayó en des-gracia frente al otro. Bien, lo mismo acontece con el Señor. Cuando los mortales cumplimos con sus mandatos, estamos en amistad y en gracia con Él; si pecamos, entramos en des-gracia y en-emistad. Recuerda que Jesús dice en el evangelio de San Mateo: «No todo aquel que dijere "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hiciere la voluntad de mi Padre.»
Francisco sintió deseos de preguntarle por qué Jesús se refería constantemente al Padre y los cristianos ignoraban su ejemplo refiriéndose sólo a Jesús, excepto en la oración del Padrenuestro. A veces Francisco quería pensar en el Padre, pero le surgía el temor de estar cometiendo pecado, porque eso equivalía a rozar la ley muerta de Moisés -como le señaló enfáticamente fray Bartolomé incluso el mismo Santiago.
Con el rostro severo tras haberse infligido los habituales azotes, Santiago agregó una hora más tarde:
– No confundas la gracia santificante con las gracias actuales -su voz era metálica y sus ojos duros-. La gracia santificante es permanente, es un auxilio sobrenatural que ilumina nuestro espíritu y supone la amistad con Dios. La gracia actual, en cambio, es transitoria: es el auxilio para practicar una virtud o para vencer una tentación. Yo acabo de recibir una gracia actual con unos azotes para romper el pensamiento pecaminoso que vino a mi mente. Pero en ningún momento he perdido la gracia santificante que recibí en el bautismo.
– Sí -parpadeó Francisco. Santiago lo miró con un destello rabioso.
– Repasa ahora todo lo que te he enseñado sobre la confirmación. Estamos sobre la fecha. No quiero que defraudes a nuestro obispo.
– Bueno.
– Nada de «bueno» -lo apuró-, Dime ya mismo: ¿qué es el sacramento de la confirmación?
Francisco trató de no inmutarse ante la gratuita hostilidad.
– Es un sacramento que imprime en nuestra alma el carácter de soldados de Cristo.
– ¿Cuál es su materia?
– El santo crisma, una mezcla de óleo y bálsamo.
– ¿Por qué el óleo?
– Se difunde suavemente y penetra en el cuerpo dejando una marca duradera; vigoriza los miembros. Los antiguos luchadores se ungían para fortalecerse -agregó con la esperanza de apaciguar a Santiago.
– ¿Por qué el bálsamo?
– Es un líquido fragante que preserva de la corrupción. Los antiguos «embalsamaban» los cadáveres.
– ¿Cuál es la forma de este sacramento?
– Las palabras que pronuncia el obispo: «Yo te signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salud.»
Francisco cayó de rodillas y elevó sus ojos al techo. Rogó a Nuestro Señor Jesucristo que le ayudase a recibir este sacramento con devoción y reverencia para convertirse en su valeroso soldado. Y que le diera fuerzas para que nunca lo tentasen las malditas herejías.
Santiago de la Cruz movió afirmativamente la cabeza. Dijo «amén» y salió.
37
– ¡Se muere fray Bartolomé Delgado! ¡Se muere! -un negro atravesó el patio en busca de auxilio. La servidumbre brotó como ranas después de la lluvia. Eran negros y mulatos cruzándose sin rumbo. Los sacerdotes tampoco sabían qué hacer. Lo encontraron en el umbral de su celda, tendido boca arriba y respirando dificultosamente. Tenía la cara más roja e hinchada que de costumbre.
Santiago de la Cruz palmeó los mofletes caídos.
– ¡Padre Bartolomé!
Sólo obtuvo estertores. Le levantó el borde de la sotana y secó la espuma de su boca. Le puso la cabeza de lado y su respiración se alivió.
– Traigan al cirujano Paredes.
Varios negros partieron a la carrera.
Francisco se acuclilló junto al comisario. Su galo entristecido le lamía la sien. Francisco apreció la lealtad del felino, pero no sentía pena por este hombre.
Alrededor del globuloso cuerpo se alzaron las plegarias. Si no ayudaban las fuerzas divinas, pronto dejaría de vivir. Pero Santiago de la Cruz no se limitó a la oración; algo debía hacer mientras llegaba Tomás Paredes. Supuso que convenía levantarle la cabeza con unas almohadas y mantenerlo de costado para que la mandíbula caída no le obstruyese la respiración.