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Fray Bartolomé frunció los gruesos labios porque no le convencía el razonamiento. De todas formas -concedió-, «te inspira un propósito útil. Lo que importa -agregó con repentina solemnidad- es la salud de tu espíritu. No quiero más herejes en tu familia».

Francisco bajó la cabeza, agraviado.

– Cuando llegues a Lima irás al convento dominico. Preguntarás por fray Manuel Montes. Te brindará ayuda cuando le digas quién eres y quién te envía. Él te llevará a la Universidad para que estudies medicina.

Francisco seguía cabizbajo.

– ¿Lo harás? -preguntó el comisario.

– Sí, por supuesto.

Le asió una mano. La piel del fraile, aunque gorda, estaba fría. El gato emitió un agudísimo maullido como eco. Fray Bartolomé levantó la diestra y cruzó el aire.

– Te bendigo en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

El fraile se distendió en su sillón. Había procedido correctamente. Con calidad y firmeza paternal. El joven, empero, no se marchaba. Siguió de pie, en silencio, con la mirada fija en un punto invisible. Algo quedaba pendiente.

– ¿Qué ocurre? -se incomodó el sacerdote.

– Necesitoo su autorización.

– Ya la tienes.

– No es para mi viaje.

Fray Bartolomé frunció de nuevo la boca: ¿para qué, entonces?

– Para despedirme de fray Isidro.

Se le nubló el entrecejo. Su cara se transformó en un pozo. Tamborileó sobre el apoyabrazos y negó con la cabeza.

Francisco presentía esa contestación. Isidro Miranda había sido recluido en el convento de La Merced desde que un espíritu maligno le invadió el cerebro. Mantenía largas conversaciones con el difunto obispo Francisco de Vitoria y acusaba de judíos a casi todo el clero de la Gobernación. Lo encerraron en su celda y sólo lo visitaba el superior de la orden.

– No -afirmó fray Bartolomé-. No puedes verlo.

Francisco dio media vuelta y se alejó lentamente. Aún esperaba algo.

– Francisco.

Se le aceleró el corazón.

– Ven -dijo el comisario.

Francisco retornó junto al convaleciente y escuchó su pronóstico:

– Encontrarás lo que buscas.

– No entiendo.

– Encontrarás a tu padre.

Fue como una mano abierta pegándole en el rostro. La mirada fosforescente del gato permanecía inmóvil. La mirada seria del comisario también. El pecho de Francisco, en cambio, era un tambor.

– Yo…

– Está confinado en el puerto del Callao. Allí lo encontrarás.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ahora puedes partir. Que el Señor te bendiga -cerró los ojos, cerró el diálogo.

42

En vísperas del viaje llenó la petaca de cuero con sus bártulos. Ató en el costado izquierdo de su cinto la honda que le había fabricado Luis con una vejiga y en el derecho una bolsita con las monedas que había ahorrado en esos años de trabajo conventual. Usó una camisa de brin para envolver el grueso libro que Santiago de la Cruz decidió regalarle a último momento, tras una meditación penosa. Francisco no pudo creer en sus ojos: se trataba de una Biblia. Menos bella y casi desprovista de viñetas artísticas pero una Biblia completa que empezaba en el Génesis y concluía en el Apocalipsis, que contenía el Cantar de los Cantares y las Epístolas de San Pablo, todos los profetas y todos los evangelios, la historia de los patriarcas y Los Hechos de los apóstoles.

Se tendió sobre la estera por unas horas. Se preguntó si llegaría sano y salvo a Lima. La primera parte del trayecto le era conocida: recorrerá en sentido inverso al territorio que desenrolló nueve años atrás con su familia entera. Pero un crujido interrumpió sus divagaciones: las ratas se aprovechaban de la sombra. El siguiente crujido ya no fue habitual. Francisco abrió los ojos y descubrió una silueta en el vano. Se incorporó de golpe y buscó la yesca.

– ¿Quién es?

– ¡Shttt!… -la silueta se aproximó despacio. Su torpe movimiento lateral era elocuente.

– ¡Luis!

El negro se acuclilló. Sin hacer ruido descolgó de su hombro una pesada talega.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– No tenía otra forma de verlo -cuchicheó-. Salté la tapia. Es peligroso, lo sé.

– Me alegro que hayas venido. ¿Sabes que parto hacia Lima?

– Por eso estoy aquí.

Francisco le apretó el antebrazo:

– Gracias.

Se miraron en la oscuridad. El negro tenía olor a tierra.

– ¿Te tratan bien, Luis?

– Soy un esclavo, niño.

– ¿Me extrañabas?

– Sí. Por eso estoy aquí -repitió.

– Gracias de nuevo.

– Y también porque tengo esto para el licenciado.

– ¿Mi padre?

– ¿No dice que viaja a Lima?

– Sí. Pero… ¿encontraré acaso a mi padre?

– Lo encontrará.

– Ojalá -se corrió para dejarle más espacio-. ¿Cómo lo sabes tú?

– Soy hijo de brujo.

– Eras muy pequeño cuando te cazaron.

– Como usted era de pequeño cuando cazaron al licenciado.

– No lo cazaron: lo arrestaron. Y lo llevaron al Tribunal de Lima.

– ¿Hay diferencia?

Intercambiaron un resplandor. En esa gruta arropada de silencio los dos cuerpos se oyeron los latidos. Unos treinta años atrás el padre del negro Luis, hechicero de su tribu, había sido fulminado por un rayo misterioso y cayó de espaldas. La máscara estridente que le cubría quedó mirando el cielo y no respondió a las sacudidas desesperadas de su hijo. Los cazadores ataron al pequeño y lo golpearon hasta fundir su resistencia, Después le pusieron una pesada coyunda de madera que lo unió a otros negros. Lo hicieron caminar en una larga hilera de la que era imposible fugar. Llovían los azotes. No les daban alimento ni les permitían aliviarse las llagas de los pies. Prendían fuego a las aldeas africanas vaciadas de pobladores. Cuando un negro intentaba huir, lo tumbaban y con un cuchillo largo le cortaban la cabeza. Al tierno Luis lo encerraron en un barrancón junto al puerto donde esperaban a los navíos negreros. Le pusieron grilletes en los tobillos. Algunos cautivos murieron. Cada tres días lo sacaban a tomar aire y comer harina; los obligaban a sentarse en círculo bajo el silbido perpetuo del látigo. Luego, en travesía, las carnes de Luis se ulceraron por efecto de los grillos. En la hediondez de las bodegas despertó con un cadáver sobre su hombro. Los prisioneros permanecían agarrotados, sentados, con el mentón pegado a las rodillas. El cargamento llegaba reducido. Luis dejó de pensar y sentir. Lo hicieron caminar nuevamente por tierra. Prosiguieron las coyundas, los grilletes, el atroz silbido del látigo y Luis decidió morir. Como otros cautivos, se negó a ingerir el agua sucia y la harina. Entonces le quemaron los labios con carbones encendidos. Y lo amenazaron con hacerle comer esos carbones si no tragaba la harina. En Potosí, tras cierta recuperación, logró escapar; pero estaba tan débil que en seguida lo alcanzaron; con una espada le cortaron profundamente un muslo. No lo decapitaron porque su cuerpo joven tenía valor. Lo cosieron y retuvieron hasta que alguien se decidiese pagar algo por esa mercadería fallada. Lo compró el licenciado Diego Núñez da Silva junto con una negra tuerta y también débil, los hizo bautizar con el nombre de Luis y Catalina, los transformó en marido y mujer y los consagró a su modesta servidumbre.

Francisco le tocó el hombro.

– ¿Qué has traído para mi padre?

El negro giró la cabeza hacia los lados con innecesaria precaución. Susurró bajito:

– Sus instrumentos de brujo.

– ¿Sus instrumentos? ¿No los había llevado a Lima?

– No. Yo los escondí para que no los robasen. A un brujo no se le debe robar el poder: ni la máscara, ni los cascabeles, ni las pieles de lagarto, ni las pinturas, ni la lanza.

Arrimó la talega y le hizo palpar sobre la tela de yute Francisco reconoció pinzas, lancetas, tubos, tijeras, sierras, cánulas. Desató el nudo del cuello e introdujo la mano. Tocó y acarició las herramientas de plata.

– ¡Increíble, Luis!

– ¡Shttt!… que pueden oír los frailes.

– Casi te arrancaban el secreto -sonrió

– ¿Cuando me golpeó el capitán?

– Casi te hacían confesar.

– Pero no confesé.

– Eres un valiente, un digno hijo de brujo. Mi padre estará orgulloso de ti.

– Gracias, niño. Pero… toque mejor los instrumentos. Toque.

Francisco palpó con atención.

– ¡El estuche!

– ¡Ahá!

– El estuche con la llave española. También la guardaste. Luis: eres una maravilla, un ángel. Estoy impresionado.

El negro acarició la rústica talega. Al rato murmuró:

– Quiero viajar con usted.

Francisco se conmovió:

– Me gustaría que me acompañases, pero temo que no sea posible. No tolerarán tu huida. Te buscarán y castigarán. Yo no puedo comprarte ni mantenerte. Luis: nos harían retornar a los dos. Y también se quedarían con los instrumentos.

El negro cambió de posición; apoyó la espalda contra la pared y recogió las piernas como en un ominoso viaje marino. Se rascó vigorosamente la nuca. Transpiró cólera.

– Quiero volar como un ave, pero no puedo. Quiero trabajar de brujo con el licenciado.

Francisco le apretó nuevamente el antebrazo. La noche fue cruzada por el grito de una lechuza. Para los indios la lechuza traía bendición. A Francisco se le ocurrió una idea.

– Escucha, Luis. Fui a despedirme de mis hermanas. ¿Sabes qué he decidido?

El negro forzó sus ojos en la oscuridad.

– He decidido que apenas consiga dinero, las reuniré conmigo.

– ¿En Lima?