Este acto de hechicería estremeció a Francisco. Vio algo abominable y comprometedor. Era preferible partir, ignorar el episodio. Pero ya fue tarde. José Yaru saltó como un felino y lo derribó. El indio estaba transfigurado. Tenía la ferocidad de un calchaquí: los hombros inmensos, la cabeza ingurgitada.
– Es idolatría… -balbuceó Francisco mientras trataba de romper su abrazo bestial-. Es peligroso… Te quemarán vivo.
José le apretó la garganta con ambas manos. Comprimía para ahorcado. Sus dedos encallecidos se hundieron hasta los huesos. Quería matar. De repente, lo soltó. Retrocedió unos pasos. Tenía súbito miedo. Miedo a que le arrebatasen el lío atado a su pecho. Retrocedió más.
– Va… a denunciarme -extendió su índice tembloroso.
– Es idolatría, José -insistió Francisco mientras giraba la cabeza y se masajeaba el cuello-. Pero no te voy a denunciar.
José lo miró con desconfianza.
– No te voy a denunciar -repitió-. Pero no vuelvas a cometer este pecado.
61
La nueva etapa incluía la cordillera de Vilcanota. José Ignacio Sevilla previno que su travesía iba a resultar difícil. En efecto, desde que ingresaron en sus abisales vericuetos la lluvia alternó con el granizo. Una nevada nocturna cubrió de leche todo el paisaje. Pudieron orientarse por los contornos almenados de las montañas. Los arroyos arrastraban trozos de hielo. El viento lastimaba la piel. Se refugiaron en una cabaña. El fuego y la sopa caliente los reconfortó. Los puesteros sabían cuánto valía en ese paraje un caldero hirviendo habas, coles y carne de oveja. María Elena y sus hijas usaban tanto abrigo que parecían fardos.
Los ascensos y descensos del camino los introdujeron finalmente en un clima tibio. Hicieron escala en un par de postas y llegaron al pueblo de Combapeta, que era famoso por sus habitantes longevos y un fantasmagórico color añil. Muchos tenían más de cien años. Reían con todos los dientes y caminaban sin bastón. Esta maravilla anunciaba la siguiente: el Cuzco, capital del otrora fabuloso imperio incaico.
El sol quebraba sus rayos contra las torres de la antigua capital del imperio. El paisaje era mágico. Los arroyos habían sido transformados en acequias. Los sembradíos se extendían en geométricas terrazas sostenidas por alineamientos de pircas. Breves hileras de indios confluían desde los alrededores aportando alimentos sobre el lomo de las llamas. Desde lejos se advertía que era una ciudad vieja, con personalidad e historia.
Avanzaron por el zigzagueante camino hasta penetrar en las callejuelas que en otros tiempos se habían estremecido con el paso del Inca y sus cortejos majestuosos. Cruzaron varias plazuelas enmarcadas por viviendas de frentes calizos y techos sonrosados de tejas. Entre las casas alternaban establos con corderos, llamas, cerdos y gallinas. Llegaron a la plaza mayor y su hermosa catedral. Decenas de mestizos construían un tablado delante de su pórtico para la gran Fiesta de Dios.
Sevilla había propuesto que Francisco y Lorenzo se alojaran también en la espaciosa residencia de su amigo Gaspar Chávez, quien era el propietario del obraje que proveía telas a numerosos comerciantes de la región. Chávez no tendría inconveniente en hospedados por unos días. También los indios lules y José Yaru encontrarían suficiente lugar para dormir y comer en sus galpones. José Yaru estaba más tenso que nunca: debía transferir la huaca.
Chávez usaba un sombrero de fieltro azul que no se quitaba para comer ni dormir. Se lo encasquetó al empezar su calvicie, decía riéndose de sí mismo: hasta aprendió a bañarse con el sombrero puesto. Le faltaban dos incisivos inferiores y al hablar se le escapaba la lengua por la ranura. Este desagradable rasgo se compensaba con su ruidosa amabilidad. Recibió a los Sevilla con exclamaciones de júbilo que se oyeron en muchos metros a la redonda. Besó a las niñas y dijo que, por supuesto, los dos jóvenes podían vivir en su casa todo el tiempo que desearan permanecer en el Cuzco.
– Supongo que están interesados en la Fiesta de Dios -asomó su lengua entre los dientes.
– Sí -respondió Lorenzo.
– ¡Es magnífica! Una fiesta de Dios, de la Iglesia y los buenos cristianos -enfatizó Chávez con movimientos linguales que parecían obscenos.
– ¿Hace mucho que lo conoce? -preguntó después Francisco, en un aparte, a José Ignacio Sevilla.
– ¿A Gaspar? A ver… -calculó-. ¿Cuántos años tiene tu hermano Diego? ¿Cerca de veintiocho, ya?
– Sí.
– Entonces, hace unos treinta que conocí por primera vez a Gaspar Chávez. Un buen manojo de tiempo, ¿verdad?
– ¿Aquí, en el Cuzco?
– Cerca de aquí, en la montaña. Tu padre fue testigo de nuestro encuentro,
– Cuénteme.
Sevilla sonrió.
– ¿Quieres más historias? -hizo un guiño cómplice-. Fíjate -le puso las manos en los hombros-; el apellido Chávez tiene un origen particular. Su sonido y ortografía lo disimulaban, pero no demasiado. Proviene de la palabra Shabat, «sábado»,
– ¿Es judío?
– ¡Shtt! Es un buen cristiano. ¿No acaba de elogiar la Fiesta de Dios?
Francisco lo miró de sesgo.
– Va a misa -enumeró-, se confiesa, carga las andas en las procesiones, aporta sustanciosos óbolos a las órdenes religiosas. ¿Qué más puedes pedirle?
El obraje de Gaspar Chávez se había extendido a las casas vecinas. Eran colmenas enhebradas por patios y traspatios llenos de corredores cubiertos, de tal forma que la lluvia no molestase el trabajo de los indios y mestizos conchavados, ni se arruinasen los centenares de telares en permanente acción. Entre los telares ardían fogoncillos para calentar el ambiente durante los inviernos. Pero el trabajo no sólo era por contrato o compulsión: también para cumplir penas. Francisco se enteró de que las autoridades convinieron con los obrajes de la zona que éstos incorporasen ladrones y otros delincuentes: de esta forma se ganaban el sustento y reducían los gastos de vigilancia. Les ataban los tobillos con argollas de hierro; si observaban buena conducta, recibían mejor ración y podían ascender a trabajador voluntario. El fuerte olor de la lana y los orines eran amortiguados por los esclavos que circulaban entre los telares con escobas, ceniza y cubos de agua. Pero ni el agua, ni la ceniza, ni las escobas podían eliminar un olor más intenso: el de la sorda cólera que se transmitía a los carretes, a las agujas, a las tinturas y a los géneros, cólera que recorrería el Virreinato.
La Fiesta de Dios, mientras, venía preparándose desde semanas antes con oficios en las iglesias y procesiones. Los indios recibían mayor dosis de catequesis, las campanas repicaban ansiosas, los sacerdotes llevaban a los fieles a los cementerios. En el barrio de los artesanos se apuraban nuevas cruces, oriflamas y pendones mientras en los barrios marginales se fermentaba chicha y pintaban máscaras.
La impaciencia se dilataba en el pecho de José Yaru: debía encontrar al curaca Mateo Poma y le informaron que había partido hacia Guamanga. También le dijeron que retornaría para la Fiesta de Dios. Le sonó de mal augurio.
Las multitudes empezaron a concentrarse en la plaza mayor del Cuzco. Las columnas de fieles presididitas por pabellones se enroscaban como enormes culebras. Sonaron de nuevo las campanas con desusada insistencia y muchos cayeron de rodillas. Empezaba el desfile de las órdenes religiosas: primero los dominicos, después los mercedarios, los franciscanos, los jesuitas, los agustinos, las monjas; cada una con sus insignias. A corta distancia avanzaron el comisario y los familiares del Santo Oficio de la Inquisición con los cirios llameantes. Tras los eclesiásticos se encolumnaron el Cabildo secular y la nobleza con sus vistosos trajes. Los hidalgos caminaban detrás, con arrogancia, cerrando la procesión. Estallaba la Fiesta.
Un rumor se extendió por la plaza colmada: el redoble de campanas consiguió desgarrar las nubes y una cascada de sol bañó el pórtico de la catedral. En ese milagroso instante apareció el obispo engrandecido por la mitra y la casulla con la sagrada custodia en sus brazos. Lo cubría un palio sostenido por los eclesiásticos y seculares más dignos de la ciudad. Entre ellos marchaba Gaspar Chávez con rostro serio y la calva reluciente (no cierto que jamás se quitaba el sombrero; lo hacía ante el Señor Jesucristo). Los monaguillos incensaban a ritmo entre las filas mientras desde los balcones arrojaban flores y asperjaban con aguas aromáticas. De a trechos el obispo se detenía para que se arrodillasen en torno a la sagrada custodia y la adoraran. Sobre el oleaje de devotos flotaban las letanías.
Esta primera parte ocultaba los contrastes de la siguiente. La secuencia exigía varias horas de contención antes de soltar las amarras. El obispo retornó a la catedral con mayestática lentitud. Fue guardada la custodia, enrollado el palio y puestas a buen cubierto las cruces.
José Yaru fatigaba sus ojos para descubrir al curaca Mateo Poma: su huaca volvió a hablarle: sobrevendría una catástrofe si no pasaba al cuerpo del curaca; incluso provocó dolores en las piernas de José como advertencia de huesos que se romperían.
José Ignacio Sevilla había presenciado esta Fiesta de Dios en otra de sus visitas al Cuzco. Dijo a Francisco que se preparase para un espectáculo pagano.
– Y tolerado por la Iglesia -susurró con fastidio-. Son incomprensibles concesiones para «salvar el alma» de los indígenas. Llaman Fiesta de Dios a un rito local, que es el carozo. La procesión que vimos y otros detalles superficiales son un envoltorio, apenas. Ya verás.
El ulular de nuevas columnas que confluían desde los alrededores sobre la plaza mayor anunció el inminente desenfreno. Entre los hidalgos, los nobles y los clérigos se introdujeron indios saltarines empaquetados de adornos. Los cubrían lienzos coloridos, láminas relucientes y abalorios. La gente les abría paso: anunciaban el incontenible regocijo.
– ¿Qué los pone tan contentos? -preguntó Francisco.
– No Dios, precisamente -José Ignacio Sevilla se rascó una oreja-, sino dioses. Sus dioses.