La insolencia del inquisidor me puso los pelos de punta y, sin calcular el riesgo que implicaba para mi cargo y mi vida, respondí en el acto, sin las corteses mentiras de estilo. Dije que no podía consentir se metiera en mi jurisdicción porque aquí, en Lima, el representante de Su Majestad era yo. También le dije, con todas las letras, que en este caso era difícil separar lo esencial de lo generado por el amor propio. Le volví a clavar la espada pero hasta el mango (y se la revolví en las tripas), expresándole que era posible amar y respetar al Santo Oficio aunque no se acompañe a los ilustrísimos inquisidores desde el zaguán de su casa para un acto tan ordinario como la lectura de un edicto de fe. Y que me parecía una exageración calificar la conducta de los alcaldes como desacato, escándalo público, oposición y odio al Santo Oficio. Propuse remitir el asunto a Su Majestad.
El inquisidor tardó en contestar esta vez y evaluó cada palabra. Escribió que el caso de los alcaldes pertenecía al Santo Oficio (el muy perro tenía como norma no ceder nunca) y que si yo hubiese permitido el arresto de los alcaldes, todo ya se habría solucionado. Que gustosamente pondría la causa en mis manos, pero se lo impedían sus obligaciones.
Consulté con la Real Audiencia, naturalmente, y algunos oidores opinaron que no había razón para ceder. Fue entonces cuando tuve noticia de los cargos que los perros iban a levantar en mi contra, fabricando calumnias que llegarían oblicuamente a la Suprema de Sevilla. Decidí aflojar (contra mis convicciones y sentimientos), no vaya a ser que una estulticia de protocolo se convirtiese en mi irrefrenable desgracia. Sentí tanto asco que escribí al Rey: dije que estos venerables padres (me esforzaba por mantener las formas) eran muy celosos de su jurisdicción; tras las críticas de protocolo se escondía un celo en ascuas por el espacio de poder. No sólo compiten conmigo y toda la jurisdicción secular: también con la Iglesia. Me alivió enterarme poco después de que el arzobispo Lima pensaba igual. Escribió -¡el arzobispo, no yo!- que los inquisidores pretenden gozar de las mismas preeminencias que el virrey.
¡Menos mal que el arzobispo se llama Lobo Guerrero! No es un hombre que se acobarde. Pero uno de los inquisidores se llama Francisco Verdugo… ¿Qué ha pretendido Dios de mí al ponerme entre un Lobo Guerrero y un Verdugo? No debe ser simple casualidad.
72
Francisco volvió a instalarse en la celda vacía del convento dominico de Lima. Fray Manuel Montes lo acompañó, como de costumbre, entró primero y corroboró la ausencia de objetos. Ignoraba a las ratas.
– Dormirás aquí -dijo fríamente como si fuese la primera vez.
Las ratas saludaron con su precipitación de torrente.
A la madrugada pasó el hermano Martín. Los contornos de los árboles recién empezaban a mostrarse. No lo saludó, lo cual era extraño en él; algo grave ocurría. Francisco se deslizó hacia el hospital. Vio la botica abierta e inspiró sus fragancias. Volvió el hermano Martín a la carrera y tropezó con fray Manuel, quien avanzaba lentamente con paso rígido. Martín cayó de rodillas y le besó la mano. El fraile la retiró bruscamente. Martín le besó los pies y el fraile retrocedió.
– ¡No me toques!
– ¡Soy un mulato pecador! -dijo Martín a punto de quebrarse en un sollozo.
– ¿Qué has hecho?
– El prior Lucas se ha enojado porque traje un indio al hospital.
Fray Manuel permaneció callado, los ojos perdidos en lontananza. Después se curvó para que no lo alcanzaran los dedos implorantes del mulato y se escabulló a la capilla. Francisco se acercó a Martín, que yacía tendido boca abajo.
– ¿Puedo ayudarte?
– Gracias, hijo.
Le ofreció su mano.
– Gracias. Soy un pecador impenitente -rezongó-. Un pecador inmundo.
– ¿Qué ha pasado?
– Desobedecí. Eso ha pasado.
– ¿Al prior?
– Sí. Para salvar a un indio.
– No entiendo.
– Un indio cubierto de heridas y de llagas se desvaneció anoche frente a la puerta del convento. Corrí a levantarlo; estaba vivo, pero exhausto -movía nerviosamente los dedos-. Sólo gemía. Fui a pedir permiso al prior, que está enfermo también. Lo negó; me recordó que éste no es un hospital de indios -levantó un pliegue de su túnica y se secó la cara-. No pude dormir, me pareció entender que el Señor, a través de mis sueños, me ordenaba prestar ayuda a ese pobre infeliz. Fui a la puerta. Era la mitad de la noche y ahí estaba, tendido, cubierto de insectos. Las sombras me confundieron, porque a vi Nuestro Señor Jesucristo después de la crucifixión -ahogó el llanto-. Lo cargué sobre mi hombro. Era tan liviano… Lo llevé a mi celda, lo recosté, lo atendí. Pequé miserablemente.
– ¿Por qué pecaste?
– Desobedecí a mi prior. Introduje al indio y éste no es un lugar para indios. Hay un orden en el mundo.
– ¿Qué harás ahora?
– No sé.
– Estás en pecado.
– Sí. Fui a contarle al prior, como corresponde. Recién fui a contarle. Se enojó mucho. Y está muy enferme. El enojo le hará mal.
– ¿Por eso te arrojaste a los pies de fray Manuel?
Lo miró perplejo.
– Fray Manuel es un ministro de Dios -dijo, asombrado de que Francisco mezclara los temas.
– Pero él no sabía de tu desobediencia.
– Claro que no: se lo acabo de decir. Me arrojaría a sus pies porque edifica humillarse ante un ministro Dios. Francisco: ¡qué tonto eres!… Hubiera hecho lo mismo aunque no tuviera el problema del indio. Cada sacerdote me genera amor, devoción. Es un ministro del Todopoderoso y yo siento alegría arrojándome a sus plantas. ¿No te ocurre lo mismo?
Francisco no pudo responder. Lo llevó al hospital.
– ¿Quieres ayudarme? -su invitación era tan apagada y triste como su rostro.
– Sí.
– Lavaremos a los enfermos. Después les serviremos el desayuno.
Por todas partes hervían hierbas aromáticas. Las nubes de vapor medicinal se imponían a las vaharadas hediondas que emitían algunos pacientes. Recogieron las bacinas con excrementos y las lavaron. Algunos hombres dormitaban entre fiebres, otros se quejaban. Martín le cambió el vendaje a un mercader que había sido recientemente amputado por una gangrena. Después curó a un oficial del Santo Oficio apuñalado en el muslo por negro demente. Atendieron a un par de frailes desdentados, puro hueso, que trajeron de la jungla. Ya otro mercader con verrugas infectadas.
El hermano Martín estaba inusualmente sombrío, pero mencionaba a cada enfermo por su nombre, les acariciaba la frente y murmuraba plegarias, les acomodaba los jergones, atendía los reclamos. Después llamó a la servidumbre para que barriese los cuartos. También agarró una escoba. Se fijó si había agua en las jofainas, si repusieran las bacinas individuales y nuevas hierbas en los calderillos. Se secó la frente con la manga de su hábito.
– ¿Qué harás con el indio? -preguntó Francisco nuevamente.
– Vuelvo junto al prior. Le suplicaré una pena severísima, por desobedecerle, por comportarme como un mulato despreciable.
– ¿Y el indio?
– El indio… -caviló-. Desobedecí. Eso es pecado. Pero el indio… ¿Es acaso la caridad inferior a la obediencia? Se lo preguntaré de rodillas.
Marchó lentamente, cabizbajo. Siguió preguntándose cuál era la jerarquía de la caridad. Le quemaba saberlo.
El prior estaba muy débil para resolver enigmas. Le ordenó azotarse, ayunar y ponerse guijarros bajo la estera. Pero autorizó que el indio siguiese en el hospital, aunque recluido en la pequeña celda de Martín.
Martín se arrastró como un perro en torno al catre de fray Lucas para agradecerle su piedad y prometió aplicarse las penitencias.
73
La enfermedad del prior se había convertido en un problema agobiante del convento y de la orden dominica. Aunque se alimentaba y bebía copiosamente -los criados se ocupaban de prepararle guisados nutritivos y escogerle el agua fresca del amanecer-. Empeoraba de día en día. A su rápido decaimiento se añadió una acelerada pérdida de la vista.
Francisco se sentía incómodo. Rodaban espectros; todos tenían mal humor; en el refectorio se comía tensamente. A cada lado se efectuaban servicios religiosos extras; y cada uno debía sentirse culpable de la enfermedad. Francisco también. Por si no lo sabía, fray Manuel Montes se lo descerrajó de frente: debía hacer actos de contrición y liberarse de algo peligroso que habitaba en su sangre abyecta y que había empezado a crecer seguramente desde que reencontró a su padre en el Callao. Francisco se retorció los dedos y rezó mucho.
Nadie se atrevía a mencionar la complicación que ensombrecía el pronóstico. Los frailes debían azotarse para eliminar los pecados que descendían transformados en enfermedad sobre el estragado cuerpo del prior. Se realizaban procesiones nocturnas en torno al claustro bajo la trémula luz de los cirios. Se flagelaban en grupos. Los látigos giraban sobre las cabezas y golpeaban pesadamente en los hombros y espaldas hasta hacerlos sangrar. Las rogativas crecían de volumen hasta conmover el cielo. Algunos caían al piso enladrillado y lamían las gotas de sangre, emblema de la derramada por Cristo, hasta que las lenguas se convertían en otra fuente de hemorragia purificadora.
Francisco presenció uno de los solemnes ingresos del doctor Alfonso Cuevas, médico del virrey y la virreina. Fue su primer contacto con la alta medicina oficial. Tras el fracaso de los tratamientos que recomendaron varios físicos, cirujanos, herbolarios, especieros y ensalmadores, la orden dominica había decidido solicitar su concurso, previa autorización de Su Excelencia. El virrey Montesclaros accedió, por supuesto, y el facultativo empezó a asistirlo. Anunciaba su hora de arribo con antelación para que le preparasen buena luz y una muestra de orina en recipiente de cristal. Los frailes se excitaban, discutían sobre qué candelabros y qué recipientes, quién aguardaría al médico en la puerta de calle, quién en el primer patio, quién ante la celda de fray Lucas y quién dentro de la celda para escuchar sus palabras. El convento se alborotaba desde que anunciaban su visita. Martín corría con la escoba y sus criados ayudantes para limpiar otra vez el cuarto que ya había sido limpiado.