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Francisco volvió a oprimirle el antebrazo.

– Llegó el día del oprobio, hijo mío -levantó la cabeza hacia el colchón de nubes como si pidiera a Dios que también lo escuchara-. Tirité toda la noche. No existía la clemencia. Yo era una oveja en el matadero. A madrugada los esbirros hicieron sonar las trancas y me ofrecieron el sayal limpio: había vuelto a orinar y vomitarme encima. ¿Qué me esperaba ahora? ¿El cepo y los vergazos? ¿Las mancuernas? ¿Cilicios? ¿Más potro, más garrucha, más suplicio del agua? Me tendieron sobre otra mesa. Me ataron las extremidades en cruz: abiertos los brazos y juntas la piernas. Así mataron a Jesucristo, pensó, sólo que a Él lo pusieron vertical y a mí me mantienen acostado. Los pies sobresalían en el aire; aún no entendía para qué. El dominico untó la pluma y reiteró que esperaba los nombres. En mi cabeza revoloteaban los nombres de personas que no podía entregar. Quería espantarlos para que no se enganchasen a mi campanilla y afloraran a mi lengua. Terrible. Mencionarlos era condenarlos para siempre. Pensé en animales. Decía puma, víbora, pájaro, mirlo, gallina, vicuña, cordero, para que no dejasen espacio al nombre de una futura víctima. Pero me aterré: un hombre de Potosí se llamaba Cordero y quizá ni era cristiano nuevo. Cometería un crimen. Entonces empecé a llamar con exasperación a los grandes ya fallecidos: Celso, Pitágoras, Herófilo, Ptolomeo, Virgilio, Demóstenes, Filón, Marco Aurelio, Zenón, Vesalio, Euclides, Horacio. Mientras fluía ese torrente, el dominico acercó la oreja para atrapar la valiosa declaración… Me engrasaron pies con manteca de cerdo. Después instalaron por debajo, casi tocándome los talones, un brasero desbordante. El calor, incrementado por la manteca, atravesó mi piel. Intenté recoger las piernas, pero no pude. Ésta era la tortura que me haría hablar: lenta, penetrante, insoportable.

»-Los nombres -reclamaba el inquisidor.

»-Plinio, Suetonio, Lucanor, Eurípides -contestaba desesperado. El verdugo apantallaba las brasas. La manteca encandecía los pies y goteaba ruidosamente.

»-Los nombres.

»-David, Mateo, Salomón, Lucas, Juan, Marcos, San Agustín, San Pablo -y acudieron a mi mente desequilibrada los animales que prefería evitar: hormiga, rata, sapo, luciérnaga, perdiz, quirquincho.

»-Los nombres…

»El dolor me atravesaba el hueso. La quemadura lenta era peor que el potro, la garrucha, el cepo y el agua. «Has caminado el sendero del pecado», dijo un fraile. «Si no hablas, no podrás caminar siquiera el de la virtud.» Me desmayé y me concedieron varias semanas para curarme. La Inquisición tiene tiempo: es hija dilecta de la Iglesia y participa de su inmortalidad. Pero la curación no fue satisfactoria. El fuego produjo lesiones irreversibles. Ya ves: camino igual que un pato -estiró los índices hacia sus botas-. Mientras aplicaban ungüentos en contra de mi voluntad pues, como ya te dije, creo en la regeneración espontánea de los tejidos, me siguieron insistiendo en la obligación de aportar el nombre de otros judaizantes. Yo tenía una esperanza inconfesable: mis heridas se infectarán, contraeré gangrena y entonces terminará el suplicio. No esperaba el golpe artero que cambiaría ese rumbo.

Don Diego desenrolló el sambenito y lo tendió como una alfombra sobre la arena. Se sentó con las piernas recogidas. Francisco lo imitó. Tras una pausa, entró en el cubo más doloroso de sus recuerdos.

– Me visitó mi abogado defensor, que es un funcionario del Santo Oficio cuya tarea consiste en convencer a los prisioneros de que sólo existe un camino para recuperar la libertad: someterse. Hasta ese momento pude evitar que mis labios me traicionaran. Pese al terror y al desamparo, no mencioné los rostros que acudían a mis sueños y duermevela: Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla, Diego López de Lisboa, Juan José Brizuela. El abogado me informó que Brizuela ya había sido arrestado en Chile y se comportó con más virtud: reveló nombres. Y uno de esos nombres era Diego, mi hijo mayor. Te aseguro, Francisco, que nunca sentí un golpe más atroz. Quedé atontado.

Contrajo el rostro y sacudió la espalda doblada. Francisco se levantó, se quitó la capa y rodeó con ella los hombros anchos de su padre. ¡Cómo quería a este hombre! ¡Cuánto le dolía verlo sufrir! Su padre le agradeció con unas palmaditas en la mano, después se frotó rudamente las órbitas mojadas.

– En la siguiente sesión fui acostado nuevamente para el suplicio del fuego -prosiguió en voz muy baja, casi inaudible-. La manteca en los pies me produjo una convulsión, Francisco. Enloquecía. El inquisidor fue preciso esta vez.

»-Tu hijo Diego ha judaizado; lo sabemos. Testifícalo -susurró a mi oreja.

»-¡Es un pobre retrasado mental! -gemí-. Es un inocente.

»-¿Ha judaizado?

»-Ni sabe qué es judaizar, es un tonto -seguí mintiendo; en ese instante no se me ocurría otro recurso.

»-¿Ha judaizado? Testifica esto con un sí -su boca enrojecía mi oreja.

»-No sabe nada -sollocé.

»-¿Ha judaizado?

»-Es como si no hubiera, porque, ¡es tonto! -grité-. ¡Es inocente! ¡Es idiota!

»-Entonces ha judaizado. Retiren el brasero.

»La pluma del notario rasgó en el papel las frases confirmatorias. El inquisidor sabía que bastaba una ranura para que se abriera el torrente. Yo había testificado en contra de mi propio hijo, también pecador. Trataría de salvarlo, por supuesto, pero en mi discurso torpe aparecían los datos que transformaron la sospecha en certeza.

»No podía sentirme más despedazado. La brusca suspensión de la tortura no me aportó alivio, sino pavor. Era la prueba de que habían conseguido lo que se proponían, y que yo había condenado al pobre Diego. Perdí entonces las últimas amarras: era una basura que flotaba en el abismo. No había ya nada que hacer, ni defender, ni rescatar. Nada. El Santo Oficio, en cambio, aprovechaba en ese momento su infinita ventaja: la basura que era yo obtendría la misericordia de algo real y poderoso si me entregaba en sus brazos. Debía cancelar toda resistencia y toda discreción: debía confesar hasta las heces.

– ¿Lo… hiciste? -dudó Francisco. Don Diego asintió.

– Lo hice -inhaló una profunda bocanada de aire-. Yo era cadáver; mi alma se había despegado, enloquecida, y vaya a saber por dónde penaba. Conté que había instruido a Diego en el judaísmo. Conté la verdad: se había herido un tobillo y aproveché el clima íntimo para explicarle quiénes éramos. Conté que Diego se sorprendió, se asustó, no era fácil aceptar que uno desciende de judíos.

»-¿Qué más? -me preguntaron.

»-Le prometí enseñarle nuestra historia, tradiciones, festividades -confesé-. Lo hice en Ibatín y continué enseñándole en Córdoba.

»-¿Qué más? -insistieron.

Don Diego se inclinó hacia adelante y borró con la mano los dibujos que fue haciendo en la arena mientras reconstruía su viaje al infierno.

– Lo que ahora no puedo borrar -cambió de tono y meneó la cabeza blanca- es aquel lejano momento: cuando en la penumbra, en Ibatín, expliqué por primera vez al pobre Diego que teníamos sangre judía. ¡Qué cara puso! Creo que lo asaltó la premonición de su tragedia.

Francisco asintió.

– Hace tantos años… No me pude contener, entonces. Estábamos solos en su cuarto. Completamente solos. Él, con su pierna vendada; yo, sentado a su vera. En penumbras. En silencio sobrecogedor, casi sagrado.

Francisco giró la cabeza y recorrió con mucha lástima los pliegues de ese rostro cortajeado por arrugas.

– No, papá. No estaban solos.

Don Diego se sobresaltó.

– ¿Qué quieres decir?

– Yo fui testigo.

– Pero… -tartajeó el padre- ¡eras muy pequeño!

– Y curioso. Los espié desde las sombras.

– ¡Francisquito!… -se le anudó la garganta al evocar la criatura que había sido-. Me ofrecías la bandeja de bronce con higos y granadas. Me reclamabas cuentos e historias -se quitó la capa que puso en sus hombros y se la devolvió-. Toma: estás desabrigado.

– Quédatela; por favor, papá.

Recordaron la tarde en que abrió el estuche forrado en terciopelo rojo y les explicó el maravilloso magnificado de la llave española. Recordaron las clases en el patio de los naranjos. El viaje a Córdoba y el robo de su cofre con libros en medio de las salinas. Recordaron el escaso tiempo que vivieron juntos en Córdoba, en la casa que les había dejado la familia de Juan José Brizuela. Y después recordaron los brutales arrestos.

– Me ilusioné, Francisco. La desesperación hace que uno se mienta a sí mismo -lamentó su padre-. En la mazmorra, después de confesar, es decir entregarme a los «clementes» brazos del Santo Oficio, supuse que el pobre Diego y yo recuperaríamos la libertad. Actué como indicaba mi abogado «defensor». Imploré con lágrimas la misericordia de la Inquisición. Expresé mi arrepentimiento. Abjuré repetidas veces de mi inmundo pecado. Insistí en que deseaba vivir y morir en la fe católica. Rogué ser admitido a reconciliación. Pedí por mi hijo, a quien llevé por la mala senda, aprovechándome vilmente de su corta edad y su débil entendimiento. Quería vivir para enmendarlo, enseñarle a comportarse como buen católico, ser merecedor de la gracia divina y convertirme en un soldado de Jesucristo. Dije e hice todo eso, Francisco. Nunca me quebré tanto.

Volvió a dibujar signos en la arena.

– Me comunicaron que también abjuraba mi hijo. Pero ambos debíamos aguardar el próximo Auto de Fe para recuperar la libertad. Nuestro mantenimiento en la cárcel no era problemático porque se pagaba con los bienes que oportunamente me habían confiscado. Era duro seguir esperando sin una fecha en el horizonte. Yo caminaba con ayuda de muletas. No me dejaron ver a Diego. A pesar de mi mansedumbre, con frecuencia volvían a lastimar mis muñecas y tobillos con los grilletes de hierro para recordarme que seguía preso y que mi falta había sido muy grave.

Abrumado, Francisco se levantó, caminó hasta el borde del mar y se arremangó los pantalones. Avanzó en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Se lavó la cara y permaneció absorto en la rectitud del horizonte. Las gotas salobres y frías resbalaban por su piel. No sólo escuchaba el deseado relato de su padre: lo sufría. Regresó junto al encanecido médico, le acomodó la capa sobre los hombros y volvió a sentarse a su lado.