– Cállese, incrédulo -chistó el boticario mientras estrujaba en el mortero la carne de víbora.
– No se olvide que debe agregarle sesenta y tres ingredientes.
– Ya los tengo preparados.
– Que no vayan a ser sesenta y cuatro ni sesenta y uno -sonrió-. Fallaría.
– Quisiera verlo a usted con un veneno en el estómago. Quisiera verlo si no correría a pedirme la teriaca.
– Seguro que correría. Pero a vomitar el veneno… La teriaca me lo haría absorber más rápido.
– Usted es un ignorante presuntuoso.
– Claro que sí -carcajeó-. Si soy presuntuoso, debo por fuerza ser ignorante. ¿Conoce usted algún presuntuoso que sea sabio?
– ¿De qué está compuesta la teriaca, papá?
– Ya oíste -intervino el boticario mientras se rascaba la lustrosa calva-: carne de víbora y sesenta y tres ingredientes. ¿Te los nombro?
– Creo que no vale la pena -terció don Diego-: basta con poner un poco de lo que hay en cada frasco. Y si no llegas a las sesenta y tres sustancias agregas una hoja de lechuga, granos de maíz y orina de perro.
– Usted se burla porque es un incrédulo. Ojalá lo envenenen., ¡Suplicará por la teriaca! -su barba en abanico se elevaba como la cola de los pavos. Llenó un perol con nitrato de plata.
– Tome. Y váyase. Así trabajo tranquilo.
Regresaron donde el herido por bala de arcabuz. El barbero bizco y rudo le seguía aplicando trapos mojados. Continuaba la fiebre. Don Diego levantó el apósito.
– Le haré las topicaciones. Son muy efectivas.
– No mejorará sin la cauterización -murmuró el barbero con disgusto.
Don Diego tomó el hisopo como una pluma de escribir y lo untó en el frasco. Pintó la herida desde el centro húmedo hacia los bordes inflamados e irregulares. El paciente proseguía emitiendo broncos quejidos, sin noticias del tratamiento que le efectuaban. Alrededor sonaban los pedidos de ayuda. Bastaba que se atendiera con esmero a uno para que los restantes empezaran a desesperarse. El médico le hablaba a su hijo mientras movía el hisopo con destreza. No era un pecado reconocer que le debía este procedimiento a los moros. Aunque se los consideraba hombres de sangre abyecta, descubrieron las propiedades benéficas del alcohol y el bicloruro de mercurio. Enseñaron a usar el nitrato de plata.
– ¿Lo sabía? -se dirigió al barbero.
– No soy hombre de letras -se excusó altivamente, uniendo más sus ojos bizcos.
81
El pecado cubre al mundo como las tinieblas cubrían el abismo antes de la Creación -decía con rabia el inquisidor Andrés Juan Gaitán-. Los hombres que deberían combatido con más energía son los que con más irresponsabilidad se entregan a sus brazos.
El virrey, por ejemplo, representante del monarca que Dios ha ungido, es un azote público. Ni siquiera me envió una carta de agradecimiento cuando accedí a regañadientes que el médico portugués Diego Núñez da Silva (merecidamente condenado por judaizante) abreviara sus años de cárcel para ser afectado a su hospital portuario. El virrey es un poeta morboso y hedonista que no deja pasar un día sin provocamos disgustos. ¿Qué autoridad moral tiene? Ya ha maculado la virtud de muchas damas y ofendido la integridad de varios caballeros. Favorece en demasía a parientes y paniaguados. Es verdad que no es original en esta materia, porque todos los virreyes fueron corruptos… No me temblará la mano cuando firme mi denuncia. Son hechos que tengo registrados con prolijidad. Este pecador ha tenido la arrogancia de nombrar maestres de plata en la Armada del Mar del Sur a varios de sus ridículos criados. A su favorito Luis Simón de Llorca lo designó maestre del galeón Santa María, capitana de la Armada; este Llorca es un ladrón que dejó fuera de registro novecientas piezas de mercaderías, en complicidad (sí, en complicidad, esto es obvio) con su benefactor. Ocurrió algo más grave con su criado Martín de Sant-just, que trajo mil novecientas barras de plata y mucha mercadería fuera de registro y tardó dos años en pagar los fletes, que fueron menos que los debidos. En la misma línea de corrupción se condujo otro de sus criados, Luis Antonio Valdivieso que, aprovechando su inmerecido cargo de maestre de plata, pasó tanta mercadería sin registro que el fiscal de Su Majestad ya no pudo seguir haciéndose el distraído porque acabaría en la horca. Dispuso visitar el navío -previo cobarde anuncio, para no malquistarse con el virrey- y descubrió bajo el pañol de la pólvora los restos de embarques ilegales fabulosos.
El marqués de Montesclaros cedió la plaza para ferias y mulas a su sobrino, quien seguramente le agradece el favor con un porcentaje de sus ganancias. Ha entregado fértiles tierras para que sus parientes gocen de rentas (y le devuelvan el favor bajo cuerdas) en lugar de venderlas para beneficio de la ciudad. ¡La corrupción no tiene límites!
Estas iniquidades podrían ser disminuidas o extirpadas si el Santo Oficio pudiese intervenir. Pero se lo bloquea desde el lado civil y el lado eclesiástico. Se lo bloquea porque se le teme. Y se le teme porque golpea con la espada en el centro del pecado.
Si por lo menos los hombres de la Iglesia no interfiriesen con sus escrúpulos. Si ellos, que han sido instruidos en la fe, ayudaran a facilitamos la tarea. ¡Oh, Santísima Virgen, cuántos pecados cometen tus presuntos servidores y cuánta resistencia oponen a nuestra justa investigación y condena!
82
El duelo por la muerte del prior Lucas Albarracín incrementó la inseguridad de Francisco. Su albergue en la celda de las ratas y su continuidad en la Universidad de San Marcos dependía de fray Manuel Montes, quien no actuaba sino bajo el consentimiento de oscuros superiores que nunca daban la cara. Cuando Francisco atravesaba el portón del convento -ya no tema que entrar por la pared lateral de la iglesia ni cruzar el claustro azulejado- para llegar a su tabuco, le asaltaba la expectativa de que un fraile lo detuviese con ojos despreciativos e informara que se acabó la hospitalidad: ni celda, ni estudios de medicina: ¡a la calle! Sin embargo, proseguía sus clases y aprendía junto al hermano Martín en el convento de Lima y junto a su padre en el hospital del Callao.
Martín lo trataba con estima. En una oportunidad, mientras curaban las picaduras que dejaron casi paralíticos a un fraile, el mulato reconoció que Francisco jamás se había quejado de su celda, La usaban para penitencia; tras su muro posterior se solía enterrar basura.
– Yo tengo sangre de negro, tú de judío -explicó resignadamente.
Francisco no supo si debía hacer un comentario. No se le ocurría tampoco un comentario pertinente. Martín le acarició con sus ojos mansos.
– Es una carga que nos impuso el Señor para probar nuestra virtud.
En otra ocasión atendieron juntos a un encomendero atacado por la misteriosa enfermedad que consternó y quebrantó al mismo conquistador Pizarro. Tenía el cuerpo y la cara deformados por tumoraciones asquerosas que aparecieron de súbito. Eran verrugas grandes como higos. Aunque aparecían en cualquier parte, visible o púdica, la mayor cantidad se localizaba en el rostro. Esas tumoraciones colgaban de la nariz, la frente, el mentón, las orejas. Algunas crecían más que otras y llegaban al tamaño de un huevo. Dolían y sangraban. Se infectaban. Cuando la expedición de Pizarro fue asaltada por este mal, algunos lo atribuyeron a picaduras de insectos venenosos y a maldiciones de hechiceros indígenas. Pero un sacerdote recordó que las enfermedades son siempre castigos del cielo y había que buscar su origen en los pecados que ya estaban cometiendo los conquistadores.
– Este encomendero reconoce su maldad con los indios -susurró Martín-. Ahora promete ser bueno con ellos y no retacearles la paga.
Francisco le ayudaba a pinchar los abscesos de las verrugas, avivar los bordes infectados y cubrirlos con estiércol de palomero.
– Algunos médicos opinan que se curarían más rápido dejándolas evolucionar espontáneamente -aportó Francisco sin mencionar a su padre.
– He oído eso -reconoció Martín-. Pero aquí nos ordenan usar polvos, ungüentos y emplastos. Yo no tengo autoridad para redargüir. Soy un mulato barbero.
– Podríamos ensayar.
– Sería desobedecer.
– Pero los enfermos se beneficiarían… No creo que se trate de una desobediencia.
– En todo caso, pregúntale al médico. Sin su autorización, nada será cambiado.
Martín introdujo los pulgares en su boca, los lamió y después los deslizó por las pústulas del encomendero. La saliva era un fluido lleno de virtudes curativas que utilizó Jesús para sus milagros.
– Con la saliva sería suficiente -opinó Francisco.
Martín lo miró fijo.
– No seas tentado por la desobediencia.
Más tarde, aguardando cerca de la botica, Martí reconoció nuevamente la buena conducta de Francisco.
– En ti sólo descubro pequeños brotes de rebeldía. Ten cuidado. Que ese pecado de Lucifer no malogre tus méritos.
– ¿Es rebeldía? -preguntó Francisco honestamente-. Si una herida se cura más rápido sin agregarle otras sustancias, ¿por qué actuar en contra de lo mejor para el paciente?
– El paciente no es un ser aislado en el universo: es parte de la Creación, del plan divino. Su enfermedad es producto de sus pecados, pero su curación y tratamiento involucran las virtudes y tentaciones del prójimo. ¿Quién sabe dónde está puesto el ojo del Señor? Tal vez en el médico más que en el paciente. ¿Importa más la rapidez de su curación o la prueba de quienes lo curan? No sabemos. Tal vez moleste más al Señor tu desobediencia que los lamentos del encomendero. Tal vez quiere que sufra unos días adicionales para ablandarle el corazón… Por eso te digo, Francisco: ten cuidado.
– A veces me pregunto si al Señor le agrada que calle siempre, me humille y tema. ¿Es así como el Padre quiere ver a sus amados hijos?
– Tu modestia es grata al Padre. De eso no tengo dudas. Te hizo nacer con sangre abyecta para que lo recuerdos siempre. Así procedió conmigo también; es un privilegio, si lo miras con atención. Tenemos una marca que nos muestra en forma inequívoca el camino: ser inferiores, sumisos. Así nos quiere para agrandar su gloria.
Francisco se acarició la corta barba cobriza. Eran tan complejos los caminos del Señor.
– Has sido amado por tu padre terrenal. Lo tienes cerca en el Callao, hablas con él -dijo Martín-. Yo, en cambio, recibí precozmente su justo desprecio. Era un gentilhombre castellano a quien mi madre, una negra africana, le dio un par de mulatos. No quiso reconocernos, por supuesto, y nos abandonó. Su desprecio me indujo a volcar íntegramente mi amor al Padre Eterno. En ese aspecto, Francisco, te llevo ventaja… El gentilhombre regresó incidentalmente cuando cumplí ocho años, parece que le hablaron bien de mí y resolvió ubicarme en una escuela. Pero después me abandonó de nuevo. El Señor me ayudó, como siempre. Y acabé convirtiéndome en barbero. Cuando adulto sentí el llamado de los claustros y fui aceptado en esta orden -le puso la mano sobre la rodilla -. Mi destino es recto y claro. ¿Tengo derecho a reclamar nuevos indicios? Soy un perro mulato, un ser horrible y, no obstante, tengo el privilegio mayúsculo de vivir en una casa de Dios, servir a sus ministros y tratar a sus enfermos. Creo que el Señor me ha favorecido más que a ti, Francisco, porque mi bajeza se reconoce por el solo color de la piel. Pero tú también tienes ventajas. Debes aprender a descubrirlas para el aumento de tu virtud.