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Mañozca toma la palabra para explicar cuán generoso es el Santo Oficio: brinda la ocasión de formular dudas para que dignos teólogos respondan. Como el reo ha insistido en que su errada conducta se basa en la Biblia, este Tribunal le ofrece un ejemplar de la Sagrada Escritura para que pueda efectuar las citas sin deformaciones.

Francisco contempla el pesado ejemplar de la Biblia instalado sobre un atril y levanta sus manos cargadas de grillos hacia las páginas cubiertas de signos. El reencuentro con el texto familiar le sugiere las primeras frases. Dice que el amor que tienen lo judíos por los libros -y por este libro en particular- es el amor a la palabra, a la palabra de Díos. Dios construyó el universo con Su palabra y en el Sinaí se manifestó con palabras, también. Las palabras son más valiosas que las armas y el oro. Dios no puede ser visto, pero puede y debe ser escuchado. Por eso prohibió las imágenes y ordenó acatar su ley. Quien le obedece integra al mismo tiempo, por añadidura, el orden moral. Quien, por el contrario -agrega provocativamente-, sólo dice adorarlo y hasta grita su fe, pero no cumple con los mandamientos, en los hechos repudia a Dios.

Uno de los eruditos le interrumpe la audaz parrafada para recordarle que han venido a resolverle dudas, no a escuchar una disertación. Entonces Francisco hojea la Biblia y señala los versículos que expresan mandatos, reiteración de mandatos y reproches por violar esos mandatos, en el Génesis, Levítico, Deuteronomio, Samuel, Isaías, Jeremías, Amos y Salmos. Lee en su fluido latín y hace un breve comentario a cada uno de los textos. Manifiesta que él ha sido arrestado no por sus faltas, sino por cumplir con la ley de Dios.

Los teólogos escuchan con la tensión de un guerrero en el campo de batalla y urden las respuestas. La mayoría de las observaciones integran el conocido repertorio de las controversias efectuadas en España entre rabinos y brillantes oradores de la Iglesia. Los teólogos se toman dos horas para contestarle.

El jesuita Andrés Hernández se pone de pie y dice a Francisco:

– Hijo: usted no puede tener dificultad en reconocer la misericordia de la Iglesia y el Santo Oficio: ahora le están ofreciendo el privilegio excepcional de obtener iluminación por intermedio de cuatro personalidades que han postergado otras obligaciones para venir en su ayuda. Contra las mentiras que lanzan los herejes, puede comprobar por usted mismo que la Inquisición no se ha establecido para el daño, sino para «reconciliar» al pecador: vela por su salud eterna. Y cada uno de los teólogos que ahora le explicamos y persuadimos -se toca el pecho- está ansioso por verlo alejarse de sus faltas y retornar a la Iglesia.

– El cuarto concilio Toledano presidido por San Isidro -recuerda a su turno Alonso Briceño- estableció que a nadie se hiciera creer por la fuerza. Pero ¿qué hacer con quienes han recibido el indeleble sacramento del bautismo, como es su caso? Un bautizado que judaíza no es un judío, sino un mal cristiano: un apóstata. Usted, por lo tanto, aunque sea duro decirlo, ha cometido un acto de traición y por eso se lo juzga.

– Los mandamientos que usted dice obedecer -explica Pedro Ortega con el mejor tono de voz- son el repertorio de una ley muerta, un anacronismo. En vez de buscar el camino de la virtud en el Antiguo Testamento, estudie el Nuevo y las enseñanzas de los padres y doctores de la Iglesia.

Andrés Bilbao toma después la palabra y responde en minucioso orden a los versículos que Francisco señaló como prueba de su razón e inocencia, para hacerle notar que los interpretaba sofísticamente.

– Fíjese -concluye-: la mayoría no respalda su derecho a seguir siendo judío, sino que anuncian y prefiguran el nacimiento de Cristo, la erección de su Iglesia y el advenimiento de la nueva ley.

El inquisidor Juan de Mañozca agradece a los calificadores su descollante tarea y se dirige al reo para preguntarle si han quedado resueltas sus dudas. El secretario aprovecha la corta pausa para secarse la transpiración. Francisco se pone de pie.

– No -replica desafiante.

128

Dos días más tarde es convocado a otra audiencia. Castro del Castillo le interroga con el tono más dulce que permite su obesa garganta.

– ¿Qué motivos le impiden reconocer los errores de la ley muerta? Cuatro extraordinarias personalidades del Virreinato han escuchado su andanada de cuestionamientos y le contestaron pacientemente. A las referencias bíblicas le opusieron otras referencias también bíblicas; a las preguntas le devolvieron respuestas. ¿Por qué endurece su pertinacia?

– Lamento que los teólogos no me hayan entendido -responde-. Tal vez no he podido expresarme con claridad por el inevitable nerviosismo que produce esta sala -añade.

A las horas de ser devuelto a mi mazmorra -recordará Francisco-, los negros Simón y Pablo me traen una Biblia, cuatro pliegos rubricados, pluma y tinta. Entra el alcaide para comunicarme que el Tribunal, como muestra adicional de clemencia, me ofrece la posibilidad de redactar mis dificultades en esos pliegos, sin la presión de las miradas. Observo atónito el precioso volumen sobre la rústica mesa y recuerdo otra vez la impresionante escena del burro mordido por un puma: debo resistir como aquel heroico animal. Son los inquisidores quienes ahora empiezan a ablandarse: no toleran la firmeza de mis convicciones y justifican con su mentirosa clemencia la necesidad de conseguir mi arrepentimiento. No doblegarme, para ellos, será una afrenta a su poder.

Esa noche, cuando comienza a funcionar el abovedado correo de los muros, acaricia el ejemplar de la Biblia y comunica a sus invisibles compañeros que ya no está solo: lo acompaña la palabra de Dios.

No puede dormir porque las páginas de la Sagrada Escritura lo energizan. Lee hasta agotar su reserva de velas. Entonces llama a los guardias, golpea la puerta, Un negro le trae un par.

– ¿Sólo eso? -se escandaliza-: me han encargado escribir y necesito luz.

Al rato le traen una caja llena. Francisco lee hasta el amanecer, sus ojos enrojecidos son una fiesta de palabras. Se tiende a dormir unas horas mientras giran pasajes enteros, ideas, comentarios, preguntas. Es infinito el tesoro de imágenes y propuestas: le será difícil comprimirlos en los cuatro pliegos rubricados aunque escriba con su letra menuda.

En los días sucesivos se regala el placer de la lectura, pero no escribe una línea. Cuando se decide hacerlo, cierra el fragante volumen y se dirige a los eruditos con una novedosa modalidad. «En vez de plantear fríos interrogantes -como en la audiencia-, que siempre me serán contestados, en vez de mantenerme en el sitio del perplejo que ruega esclarecimiento, les haré preguntas que incomoden no sus ideas y sí su conducta.» Francisco sabe que la fe es un regalo de Dios y no depende de uno; por lo tanto, ni podrán quitarle la suya ni corresponde impugnar la de ellos. «Puedo, en cambio, refregarles incoherencia e inmoralidad.»

La puerta cerrada, las cuatro gruesas paredes en torno y el silencio espeso convierten al calabozo en una maravillosa campana. Quieto ante la mesa y los papeles, este hombre entra en el trance de la creación. Su quietud es el envoltorio de pensamientos fermentativos. Su mirada brillante contempla los pliegos blancos y su mano flaca y sutil empuña la pluma; contrae apenas la boca y empieza a dibujar los pequeños signos. A medida que cubre renglones se le pronuncia un músculo entre las cejas. Se dirige a los cuatro eruditos, pero no sólo a ellos, sino al monstruo de la Inquisición. Increíblemente, le ha sido otorgado el privilegio de poner por escrito sus palabras que, de esta forma, penetrarán más hondo, serán quizá releídas, guardadas y vueltas a leer.

El texto empieza con una pregunta erizante como un sobresalto: «¿Quieren salvar mi alma o quieren someterla? Para salvar mi alma conviene la discusión, el estudio y el afecto. Para someterla están las cárceles, la incomunicación, las torturas, el desdén y la amenaza de muerte.» Más adelante les ensarta otra pregunta: «¿Por qué reclaman la imitación de Cristo si en realidad imitan a los antiguos romanos?» Igual que los romanos, privilegian el poder, usan las armas y aplastan el derecho de los que piensan diferente. Jesús, en cambio, fue físicamente débil, jamás empuñó un arma, jamás mandó torturar ni asesinar. «¿No empezaría la imitación de Cristo por la eliminación de las armas, las torturas y el odio que usan contra mí?»

Francisco les recuerda que el Dios único es también llamado Padre por los judíos. Jesús ha rezado al Padre (únicamente al Padre) y ha enseñado el Padrenuestro. Pero los malos cristianos rezan el Padrenuestro al mismo tiempo que ofenden al Padre porque persiguen a quienes lo adoran con exclusividad. «Si de imitación a Cristo se trata, mucho más lo imito yo», marca en trazos gruesos.

Una arteria late con fuerza en su sien. Deposita la pluma junto al tintero y relee lo escrito. Reconoce en su tono la insolencia de los profetas. No ha medido las consecuencias de ciertas palabras porque le han dictado desde adentro. Ha jurado decir la verdad y le reclaman la verdad. Hela ahí, pues. Acomoda las luces y reanuda el trabajo. Si alguien tuviera acceso a la estrecha mazmorra descubriría un horno inmóvil que derrama incandescencias por el cañón de la pluma. El semblante contraído, los labios entreabiertos, la respiración levemente acelerada. «El Santo Oficio con investiduras de Ángel Exterminador, gusta afirmar que está en el lugar de Dios. Pregunto: ¿reemplaza a Dios? En ese caso: ¿se considera Dios? Equivocación monstruosa: no caben dos Omnipotencincias.» Le arden las mejillas y laten fuerte las sienes.

Dibuja un paralelo entre la debilidad de Jesús y el poder del Santo Oficio. Nuevamente aparece la mentira de la imitación a Cristo y agrega peligrosamente: «Cristo es mostrado como un hombre agónico y escarnecido, víctima de los judíos. No lo muestran así para que seamos mansos como Él, sino para vengado. ¿Se preguntan los eminentes teólogos por qué el Santo Oficio pretende vengar y salvar al Salvador? Ofrezco mi opinión modesta porque, sacrílegamente, se coloca encima de Él.»

La respiración agitada lo obliga a recostarse. El desfogado pequeño David acaba de proferir su peor insulto al impresionante Goliat.

129

El 15 de noviembre de 1627 entrega los cuatro pliegos, que el Tribunal lee con indignación. Convoca a los teólogos y les ordena preparar una respuesta aplastante. Los teólogos toman su tiempo; las preguntas y reflexiones. recién podrán ser concluidas a mediados de enero.