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Isabella se movió lentamente, recogiendo la bata que Sarina había dejado consideradamente para ella. Como las otras prendas de vestir que se le había proporcionado, esta estaba confeccionada con una tela suave que se aferraba a sus curvas. Gracias a Dios, su espalda todavía estaba lo bastante entumecida como para no agravar sus heridas.

Fue consciente del mismo gemido y maullido que había oído la noche anterior, llegando de los salones del castello. También oyó ese extraño gruñido.

– ¿Qué clase de animal emite ese sonido? -preguntó Francesca, ya casi segura de la respuesta.

Francesca brincó poniéndose en pie inquietamente y se encogió de hombros.

– Un león, por supuesto. Están por todas partes en el valle, en el palazzo. Son los guardianes de nuestra famiglia. Nuestros guardianes y nuestros carceleros. -Suspiró, obviamente aburrida del tema-. Háblame de la vida fuera de este valle. Bajo las grandes montañas. ¿Cómo es? Nunca he estado en otro sitio aparte de este lugar.

Isabella empezaba a creer que Francesca era más joven de lo que aparentaba. ¿Quién más una una niña no revelaría del todo su identidad? Rememorando su propia infancia caprichosa, Isabella decidió no presionar en ese punto y espantar a su nueva amiga.

– Yo nunca he estado en montañas como estas -le dijo Isabella. -Los palazzi de otros lugares donde he estado se parecen mucho a este pero no tan ornamentados.

– ¿Alguna vez has estado en un baile? -preguntó Francesca tristemente.

Isabella volvió del baño para permanecer junto a la silla delante del hogar. El fuego se había apagado, dejando ascuas ardientes. La débil luz lanzaba un extraño brillo sobre la pared tras ella. Giró la cabeza para mirar su propia sombra, su gruesa trenza que pasaba la curva de su trasero en su túnica flotante. Hizo una lenta pirueta, observando su sombra en la pared, haciendo una mueca cuando su espalda protestó.

– Si, en más de uno. Me encanta bailar.

Francesca intentó un giro, manteniendo los brazos extendidos como si estuviera bailando con un compañero. Isabella rio, volviéndose para mirar la sombra de Francesca, pero las brillantes ascuas no eran lo bastante fuertes como para trazar la silueta de la joven sobre la pared junto a la de Isabella.

– Sería divertido tener uno aquí -dijo Frcesca-. Tú puedes enseñarme todos los pasos apropiados. He tenido que imaginármelo por mí misma.

– Tendrá que ser otra noche, cuando no me duela la espalda, pero me encantaría enseñarte a bailar. ¿Don DeMarco baila, Francesca?

Francesca se balanceó aquí y allá, girando a un lado y otro mientras bailaba por la habitación.

– No ha habido música en el palazzo desde hace mucho tiempo. Me encanta la música y jugar y bailar y todos los jóvenes engalanados. Nunca he visto tales cosas, claro, pero he oido historias. No tenemos entretenimientos por aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Isabella, intentando no sonreir ante la exuberancia de Francesca.

– Por los leones, por supuesto. No tolerarían semejantes actividades. Ellos mandan aquí, y nosotros obedecemos. No aceptarían a tantos visitantes, aunque están tranquilos esta noche. Deben aceptarte, o estarían rugiendo en protesta como hicieron anoche. Cuando metes la mano en la boca del león, él te juzga, amigo o enemigo. Los que buscan el favor de Nicolai deben meter primero los dedos en la boca del león. Si les muerde, Nicolai sabe que son enemigos, y no pueden entrar.

Isabella miró a las ascuas del fuego, frunciendo el ceño mientras lo hacía. Francesca debía estar equivocada. Era joven, alocada en sus pensamientos y acciones. Debía estar imaginando historias o repitiendo rumores como había hecho antes, cuando creía que el don había acuchillado a Iabella.

– ¿Gobernados por los leones? ¿Cómo pueden los humanos ser gobernados por un león? Las bestias son salvajes y peligrosas, y las utilizaban los bárbaros para matar a la gente de fé. Pero, los que ostentan el poder controlaban a los leones, no al contrario. -Se estremeció cuando Francesca no replicó-. ¿Cuántos leones hay en el valle? -preguntó.

No hubo respuesta. Isabella giró la cabeza, y Francesca una vez más había desaparecido de su dormitorio. Isabella suspiró. Se aseguraría de preguntar a la chica la próxima vez que la viera donde estaba el pasadizo secreto. Muy probablemente sería una información útil de la que disponer.

CAPITULO 4

– Isabella -Sarina le sacudió el hombro gentil pero insistentemente-. Vamos, bambina, debes despertar ahora. Aprisa, Isabella, despierta ya.

Isabella alzó los párpados y levantó la mirada hacia la cara amable de Sarina.

– ¿Que pasa? Aún no ha amanecido -Se movió cuidadosamente, las laceraciones de su espalda eran más dolorosas ahora que la medicina había perdido efecto. Intentó evitar sobresaltarse-. ¿Algo va mal, Sarina?

– Se le ha ordenado abandonar este lugar. Las provisiones están empaquetadas, y su escolta está esperando con su caballo -Sarina se negaba a encontrar la mirada de Isabella-. Él no se aplacará, signorina. Apresurese ahora. Ha dicho que debe usted partir inmediatamente. Debo atender su espalda.

Isabella alzó la barbilla desafiantemente.

– Hicimos un trato. El don es un hombre de palabra, e insisto que la mantenga. No abandonaré este lugar. Y él rescatará al mio fratello, Lucca.

– Los mensajeros han sido enviados para asegurar la libertad de su hermano. -La tranquilizó Sarina. Estaba sacando ropas del armario.

– Está la cuestión de nuestro matrimonio. Creía que me lo había ofrecido. Él ordenó nuestro matrimonio. No puede volverse atrás en su palabra.

– No hubo anuncio -Sarina todavía no encontraba su mirada-. Debo poner bálsamo a sus heridas. Después debe vestirse rápidamente, Isabella, y hacer lo que Don DeMarco ha ordenado.

– No entiendo. Debo verle. ¿Por qué me envía lejos? ¿Qué he hecho para desagradarle? -Isabella tuvo una súbita inspiración-. Los leones estaban tranquilos anoche. ¿No significa eso que aceptan mi presencia?

– Él no la verá, y no cambiará de opinión.

Sarina intentaba ocultar su inquietud, haciendo que Isabella se preguntara que consecuencias de la decisión del don temía. No había duda de que Sarina estaba bien versada en todas las leyendas sobre el don y su palazzo.

Isabella tomó un profundo y tranquilizador aliento. Bueno, si Don DeMarco no la quería como su novia, entonces quizás ambos había hecho una escapada afortunada. No tenía intención de conformarse nunca con los deseos de un marido. Ni ahora. Ni nunca.

– Mi espalda está bien esta mañana, grazie. No necesito medicina.

Se levantó rápidamente y deliberadamente se tomó su tiempo lavándose, esperando que el don estuviera paseándose en sus habitaciones, ansioso por su partida. Dejémosle ansioso y que tenga que esperar para su placer. Ignorando las ropas que Sarina había sacado para ella, se vistió con su vieja ropa desgastada. No necesitaba nada de Don DeMarco aparte de que mantuviera su palabra y rescatara a su hermano.

– Por favor entienda, el desea que usted tenga la ropa. Ha proporcionando una escorta completa para el paso, provisiones, y varios hombres para llevarla a su casa. -Sarina intentaba mostrarse animada.

Los ojos de Isabella llameaban fuego. Ella no tenía casa. Don Rivellio había confiscado sus tierras y todas las cosas de valor, aparte de las joyas de su madre. Pero no se atrevía a utilizar su último tesoro excepto como recurso para intentar sobornar a los guardias que custodiaban a Lucca. Aún así, era demasiado orgullosa para señalar lo obvio a Sarina. Isabella había llegado a Don DeMarco esperando convertirse en sirvienta en su castello. Si el deseaba echarla, ciertamente no iba a suplicarle que la tomara como su novia, o siquiera pedirle refugio. Había nacido hija de un don. Podía haber corrido salvaje a veces, pero la sangre de sus padres corría profundamente en sus venas. Tenía mucho orgullo y dignidad, y se envolvió en ambos como en una capa.

– No tengo necesidad de nada de lo que el don ha ofrecido. Me abrí paso hasta el palazzo sola, y ciertamente puedo encontrar mi camino de vuelta. En cuanto a la ropa, por favor ocúpese de que la reciban los que la necesiten. -Mantuvo la mirada de Sarina firmemente, en cada pedazo tan orgullosa como el don-. Estoy lista.

– Signorina… -El corazón de Sarina claramente se lamentaba por la joven.

La barbilla de Isabella se alzó más alto.

– No hay más que decir, signora. Le agradezco su amabilidad para conmigo, pero debo obedecer las órdenes de su don y partir inmediatamente. -Tenía que marcharse inmediatamente o podría humillarse a sí misma estallando en lágrimas. Había conseguir la promesa de Don DeMarco de salvar a su hermano, y esa, después de todo, era la única razón por la que había venido. No pensaría en nada más.

Ni en sus amplios hombros. Ni en la intensidad de su mirada ámbar. Ni en el sonido de su voz. No pensaría en él como hombre. Isabella miró hacia la puerta, sus rasgos serenos y decididos.