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Rachel reprimió una sonrisa. Al menos, aquel joven abogado se sabía la respuesta correcta.

– La moción de recusación queda denegada. -Se quedó mirando al defensor, un joven blanco de pelo desaliñado y la cara picada por la viruela-. Que se levante el acusado. -Así lo hizo-. Barry King, ha sido encontrado culpable del delito de asalto con agravantes. Por tanto, este tribunal lo condena a cumplir una sentencia de veinte años en prisión. El alguacil se hará cargo de la custodia del acusado.

Dicho esto, la jueza se levantó y se encaminó hacia la puerta forrada de roble que conducía a su despacho.

– Señor Nettles, ¿podría hablar un momento con usted? -El ayudante del fiscal del distrito se levantó y se dirigió hacia ella-. A solas.

Nettles dejó a su cliente, que en ese momento estaba siendo esposado, y la acompañó a su despacho.

– Cierre la puerta, por favor. -La jueza se bajó la cremallera de la toga, pero no se la quitó. Se colocó detrás de su escritorio-. Buen intento, letrado.

– ¿Cuál de ellos?

– El primero, cuando pensó que aquel ataque con el «señor» y «señora» iba a hacerme saltar. Con su defensa de tres al cuarto le estaban dando por todas partes, de modo que pensó que, si me hacía perder los papeles, conseguiría la nulidad del procedimiento.

El se encogió de hombros.

– Hay que hacer todo lo posible.

– Lo que hay que hacer es mostrar respeto hacia el tribunal y no llamar «señor» a una jueza. Pero usted persistió. Y de forma deliberada.

– Acaba usted de sentenciar a mi cliente a veinte años sin el beneficio de una vista previa a la sentencia. Si eso no es prejuicio, ¿qué lo es?

Rachel se sentó entonces, sin ofrecer asiento al abogado.

– No necesitaba una vista. Hace dos años condené a King por agresión con agravantes. Seis meses en la cárcel y otros seis en régimen condicional. Lo recuerdo. Esta vez cogió un bate de béisbol y le abrió la cabeza a un hombre. Ha agotado mis escasas reservas de paciencia.

– Debería haberse recusado. Toda esa información ha nublado su juicio.

– ¿De veras? Tenga en cuenta que la investigación previa a la sentencia por la que clamaba hubiera revelado todo eso. No hice más que ahorrarle el problema de esperar lo inevitable.

– Es usted una puta y una ramera.

– Eso va a costarle cien dólares. A pagar ahora mismo. Junto con otros cien por el numerito en la sala.

– Tengo derecho a una vista antes de que me condene por desacato.

– Es cierto. Pero créame que no le conviene. No ayudará en nada a esa imagen chovinista que tanto se esfuerza por mostrarnos.

El abogado no respondió y Rachel pudo sentir cómo la caldera comenzaba a bullir. Nettles era un hombre grueso y con papada, reputado por su tenacidad. Sin duda, no estaba acostumbrado a recibir órdenes de una mujer.

– Y cada vez que pretenda montar otro numerito en mi sala con ese culo gordo, le costará otros cien dólares.

El abogado dio un paso hacia la mesa y sacó un fajo de billetes del que extrajo dos billetes de cien dólares nuevos, con el retrato hinchado de Ben Franklin. Depositó ambos sobre la mesa, antes de desdoblar tres más.

– Que la follen.

Cayó un billete.

– Que la follen.

Cayó el segundo.

– Que la follen.

El tercer Ben Franklin terminó sobre la mesa.

2

Rachel se puso la toga, regresó a la sala y subió los tres escalones que la conducían al asiento de roble que llevaba ocupando cuatro años. El reloj al otro extremo de la sala marcaba las dos menos cuarto de la tarde. Se preguntó durante cuánto tiempo conservaría el privilegio de ser jueza. Aquel era año electoral. El período de habilitación había terminado dos semanas atrás, y le habían salido dos oponentes para las primarias de julio. Se oían comentarios acerca de gente que pensaba entrar en la carrera, sí, pero hasta las cinco menos diez de la tarde del viernes no había aparecido nadie para depositar la fianza de cuatro mil dólares necesaria para participar. Lo que podía haber sido una sencilla elección sin oposición había evolucionado hasta tornarse un largo verano de discursos y recaudación de fondos. Ninguna de las dos actividades resultaba placentera.

En aquel momento no necesitaba más problemas. Tenía la agenda atestada, y cada día que pasaba se le acumulaban más casos. Sin embargo, aquel día quedó acortado por el rápido veredicto en el estado de Georgia contra Barry King. Menos de media hora de deliberación era muy poco tiempo, se mirara como se mirara. Resultaba evidente que los miembros del jurado no se habían sentido impresionados por las artimañas teatrales de T. Marcus Nettles.

Disponía de la tarde libre, de modo que decidió dedicarla a tareas atrasadas no relacionadas con los asuntos que la habían tenido durante dos semanas ocupada con juicios. Había sido una serie de procesos bastante productiva: cuatro condenas, seis declaraciones de culpabilidad y una absolución. Once causas criminales fuera del camino, lo que hacía espacio para la nueva tanda que, según su secretaria, le llevaría por la mañana el encargado del reparto.

El Fulton County Daily Report valoraba todos los años a los jueces del tribunal superior. Durante los últimos tres años Rachel había permanecido cerca de la cima, pues disponía de los casos más rápidamente que la mayoría de sus colegas, con una proporción de correcciones en los tribunales de apelación de solo el dos por ciento. No estaba mal tener razón en el noventa y ocho por ciento de las ocasiones.

Se acomodó en su sillón y observó cómo pasaba el desfile vespertino. Los abogados entraban y salían, algunos acompañados por clientes necesitados de un divorcio definitivo o la firma de un juez. Otros buscaban la resolución de asuntos en causas civiles pendientes de juicio. En resumen, unas cuarenta cuestiones diferentes. Para cuando volvió a echar una ojeada al reloj de la pared de enfrente, ya eran las cuatro y cuarto de la tarde y no quedaban más que dos asuntos pendientes. El primero era una adopción, unas cuestiones con las que realmente disfrutaba. El muchacho, de siete años, le recordaba a Brent, su propio hijo, que tenía la misma edad. El último asunto era un sencillo cambio de nombre en el que el peticionario no estaba representado por letrado alguno. Rachel había dejado aquello intencionadamente para el final, con la esperanza de que para entonces la sala estuviera vacía.

El secretario le entregó el informe.

La jueza se quedó mirando al viejo, vestido con una chaqueta beis de tweed y unos pantalones marrones, de pie ante la mesa de los abogados.

– ¿Cuál es su nombre completo? -le preguntó.

– Karl Bates. -Su voz cansada tenía acento del este de Europa.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en el condado de Fulton?

– Cuarenta y seis años.

– ¿No nació usted en este país?

– No. Procedo de Bielorrusia.

– ¿Y es usted ciudadano estadounidense?

Él asintió.

– Soy un hombre anciano. Ochenta y tres. He pasado aquí casi la mitad de mi vida.

Ni la pregunta ni la respuesta eran relevantes para la petición, pero ni el pasante ni el secretario del juzgado dijeron nada. Por su expresión, parecían comprender la situación.

– Mis padres, hermanos y hermanas… fueron todos asesinados por nazis. Muchos murieron en Bielorrusia. Éramos rusos blancos. Gente muy orgullosa. Después de la guerra, cuando soviéticos se anexionaron nuestras tierras, no quedamos muchos. Stalin era peor que Hitler. Un loco. Un carnicero. Cuando él llegó, a mí ya no me quedaba nada en mi antiguo hogar, de modo que marché. Este país era la tierra de las promesas, ¿no?

– ¿Era usted ciudadano ruso?

– Creo que designación correcta era ciudadano soviético. -Negó con la cabeza-. Aunque yo nunca me consideré soviético.

– ¿Sirvió durante la guerra?