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– Ya era hora, Marcus. ¿Qué ha pasado?

– Esa perra a la que llamabas esposa me ha metido en un calabozo y allí me ha tenido desde esta mañana. -La voz de barítono era tensa-. Dime,

Paul, ¿es de verdad una mujer, o una especie de híbrido con huevos entre esas piernas tan largas?

Paul se dispuso a contestarle, pero prefirió dejarlo pasar.

– Se me echa encima, delante del jurado, por llamarla «señor»…

– Cuatro veces, por lo que he oído -dijo la secretaria.

– Sí. Probablemente. Después de intentar conseguir la nulidad del procedimiento, que debería haberme concedido, le echa a mi cliente veinte años sin una audiencia previa. Después pretende darme lecciones de ética. No necesito gilipolleces de esas, en especial de una zorra listilla. Te juro que voy a meter dinero en la campaña de sus oponentes. Un montón de dinero. Pienso librarme de este problema el segundo jueves de julio.

Paul ya había oído suficiente.

– ¿Estás preparado para discutir este asunto?

Nettles depositó su maletín sobre la mesa.

– ¿Por qué no? Llegué a imaginarme que me pasaría toda la noche en esa celda. Parece que la muy puta tiene corazón y todo.

– Ya es suficiente, Marcus -respondió Paul con una voz más firme de lo que había pretendido.

Nettles entrecerró los ojos y lo taladró con una mirada feroz que parecía leerle el pensamiento.

– ¿Y a ti qué coño te importa? ¿Cuánto lleváis divorciados, tres años? Debe de sacarte un buen pellizco todos los meses con la excusa de la manutención.

Paul guardó silencio.

– No me jodas -siguió Nettles-. Todavía te mola, ¿eh?

– ¿Podemos proceder?

– Qué hijo de puta, claro que te mola. -Nettles sacudió la cabeza bulbosa.

Se dirigió hacia la otra mesa y se preparó para la vista. La secretaria se levantó de su silla para ir a por el juez. Paul se alegró de que se marchara. Los rumores de tribunales se extendían como la pólvora.

Nettles acomodó su corpulencia en el asiento.

– Paul, chaval, acepta un consejo de un pentaperdedor: una vez que te libras de ellas, asegúrate de haberte librado de ellas.

4

17:45

Karol Borya tomó el camino de entrada de su casa y estacionó el Oldsmobile. Tenía ochenta y un años y se sentía feliz de poder seguir conduciendo. Su vista era asombrosamente buena y su coordinación, aunque algo lenta, resultó lo bastante adecuada para que el Estado le renovara el permiso. No conducía demasiado, ni demasiado lejos. A la verdulería, en ocasiones al centro comercial, y a casa de Rachel al menos dos veces por semana. Aquel día solo se había aventurado seis kilómetros y medio hasta la estación del marta, donde tomó un tren hacia el centro que lo llevó al juzgado, para su audiencia de cambio de nombre.

Llevaba casi cuarenta años viviendo al nordeste del condado de Fulton, mucho antes de la explosión de Atlanta hacia el norte. Las colinas de arcilla roja, antaño boscosas y cuyo desagüe había terminado en el cercano río Chattahoochee, habían sido invadidas por el desarrollo comercial y por urbanizaciones residenciales para gente acomodada, por apartamentos y carreteras. Varios millones de personas vivían y trabajaban a su alrededor, y a lo largo de ese tiempo Atlanta había logrado las designaciones de «metrópoli» y «anfitriona olímpica».

Se acercó a la calle y comprobó el buzón que había en la acera. La noche resultaba inusualmente cálida para aquellas alturas de mayo, lo que convenía a sus articulaciones artríticas, que parecían sentir la llegada del otoño y sencillamente detestaban el invierno. Se dirigió entonces hacia la casa y reparó en que los aleros necesitaban una mano de pintura.

Había vendido sus tierras originales hacía veinticuatro años, lo que le había proporcionado dinero suficiente para pagarse una casa nueva. Aquella urbanización era entonces uno de los planes urbanísticos más recientes,

y la calle había evolucionado desde entonces hasta convertirse en un agradable rincón bajo la cobertura de los árboles. Su adorada esposa, Maya, murió dos años después de que acabaran la casa. El cáncer se la llevó muy rápido. Demasiado- Apenas si tuvo tiempo para despedirse de ella. Rachel contaba entonces catorce años y era una chica valiente; él tenía cincuenta y siete, y estaba muerto de miedo. La idea de envejecer solo lo aterraba. Pero Rachel siempre estuvo cerca de él. Había sido muy afortunado por tener una hija tan buena. Su única hija.

Entró en la casa caminando con pesadez, y pocos minutos después la puerta trasera se abrió de golpe y sus dos nietos entraron en tromba en la cocina. Nunca llamaban, y él tampoco cerraba con llave. Brent tenía siete años, Marla seis. Los dos lo abrazaron. Rachel entró tras ellos.

– Abuelo, abuelo, ¿dónde está Lucy? -preguntó Marla.

– Dormida en su sitio. ¿Dónde si no? -El animal se había colado en el patio trasero hacia cuatro años, para no marcharse ya.

Los niños salieron disparados hacia la parte delantera de la casa.

Rachel abrió la puerta del refrigerador y sacó una jarra de té.

– Te pusiste un poco emotivo en el juzgado.

– Ya sé que hablé demasiado, pero me acordé de mi padre. Ojalá hubieras conocido. Trabajaba campos todos los días. Un zarista. Leal hasta el fin. Odiaba comunistas. -Se quedó un momento pensativo-. Estaba pensando… No tengo ninguna fotografía de él.

– Pero vuelves a tener su nombre.

– Y por eso te doy gracias, querida. ¿Descubriste dónde estaba Paul?

– Lo comprobó mi secretaria. Estaba liado en el tribunal de legalización y no pudo llegar.

– ¿Cómo le va?

Ella bebió un sorbo de té.

– Bien, supongo.

Borya estudió a su hija. Se parecía muchísimo a su difunta esposa. Piel blanca como una perla, pelo castaño rojizo lleno de rizos, ojos castaños y perspicaces que irradiaban la mirada autoritaria de una mujer al cargo. Y era lista. Quizá demasiado lista para su propio bien.

– ¿Cómo te va a ti? -preguntó.

– Tirando. Como siempre.

– ¿Estás segura, hija? -Karol había notado cambios últimamente. Falta de dirección, una cierta distancia y fragilidad. Una dubitación ante la vida que a él le resultaba perturbadora.

– No te preocupes por mí, papá. Estaré bien.

– ¿Sigue sin haber pretendientes? -No sabía de ningún hombre en los tres años que habían pasado desde el divorcio.

– Como si tuviera tiempo. Lo único que hago es trabajar y cuidar de esos dos. Por no hablar de ti.

– Me preocupas -se vio obligado a decir su padre.

– No tienes por qué.

Pero apartó la mirada mientras respondía. Quizá ella misma no lo tuviera tan claro.

– No es agradable envejecer solo.

Rachel pareció captar el mensaje.

– Tú no estás solo.

– No hablo de mí, ya sabes.

Rachel se acercó al fregadero y limpió el vaso. Él decidió no seguir presionando y encendió el televisor que había sobre la encimera. Aún estaba sintonizada la cadena cnn Headline News, de aquella mañana. Bajó el volumen y se sintió en la necesidad de decir:

– El divorcio está mal.

Ella lo cortó con una de sus miradas patentadas.

– ¿Vas a empezar a leerme la cartilla?

– Trágate orgullo. Deberíais intentarlo de nuevo.

– Paul no quiere.

El le sostuvo la mirada.

– Los dos sois muy orgullosos. Piensa en mis nietos.

– Eso hacía cuando me divorcié. No hacíamos más que discutir. Ya lo sabes.

Él negó con la cabeza.

– Testaruda, como tu madre. – ¿O en realidad se parecía más a él? Era difícil decirlo.

Rachel se secó las manos con un trapo de cocina.

– Paul se acercará hacia las siete para recoger a los chicos. Él los llevará a casa.

– ¿Adonde vas?