Sin embargo, esta vez iba a ser distinto, esta vez no se limitaría a hacer preguntas. Hacía tiempo que Mr. F venía insistiéndole para que presentara los últimos resultados alquímicos que había alcanzado; esos que le habían sumido en un estado de ánimo exaltado y casi juvenil, hasta entonces desconocido para él. Newton se había resistido, durante mucho tiempo. Sin embargo, el compromiso adquirido ante la hermandad «que nunca le mantiene nada en secreto a usted» le llevaron finalmente a claudicar.
Tras los rituales y saludos iniciales el gran maestro se puso en pie, obligando así a los hermanos a dirigir la mirada al trono a través del túnel de sus capuchas. Señaló hacia la silla de Newton con el cetro y les comunicó que el «hermano Jeova Sanctus Unus en esta oscura noche de diciembre» compartiría un nuevo descubrimiento con todos ellos. Un descubrimiento que podría ofrecerles una visión más profunda de la vida y la muerte, y un conocimiento que les daría más poder e influencia en el mundo que se hallaba al otro lado de aquellos muros. El gran maestro volvió a tomar asiento y Newton se levantó lentamente. Una leve inseguridad se había colado en su mente mientras escuchaba las palabras del gran maestro. ¿Haría bien haciéndoles cómplices de sus descubrimientos? Le había prometido a Nicolás Fatio que nunca los compartiría con nadie…
«Apreciados amigos», empezó diciendo Newton con una voz ligeramente distorsionada. «Hace un tiempo, me llegó una especie de revelación durante un experimento con Regulus Mars. De pronto vi cómo el follaje verde me mostraba el camino al elixir vitae, un camino que hizo que ahora haya encontrado la fórmula de la vida eterna y…»
Una turbación momentánea entre los hermanos encapuchados le hizo detenerse, y una voz que provenía del fondo de la sala irrumpió sin que le hubieran otorgado la palabra: «¿La fórmula del elixir de la vida? ¿Pretenden que nos lo creamos sin más? ¡Tendrán que presentarnos pruebas de ello!».
El gran maestro se levantó y rugió: «¡Silencio! Dejad que el hermano Sanctus Unus se explique».
Newton notó cómo se le cerraba la garganta. Había algo que le resultaba conocido en la voz que había hablado. Observó la hilera de hermanos, encontró la silla del que se había pronunciado y leyó el nombre en el respaldo de la silla: «Other Brook». El otro arroyo. Modificó rápidamente el orden de las letras. Vaya anagrama más pobre. Respiró hondo y sintió un repentino mareo.
Robert Hooke. Robert Hooke se había convertido en miembro de la hermandad invisible.
El hombre que siempre había sido su adversario y enemigo, el hombre en el que Newton jamás podría permitirse confiar.
Actuó de manera rápida e inmediata. Sin vacilar, se abrió camino entre las filas de sillas en dirección a la puerta de roble, la abrió y salió. A sus espaldas oyó voces de sorpresa que se atropellaban, y por encima de ellas, la del gran maestro: «¡Nadie abandona la sala mayor sin el permiso del gran maestro!».
Newton cerró la puerta, subió las escaleras y atravesó los pasadizos hasta llegar a su habitación. Se mudó a su ropa civil y a punto estaba de salir cuando se abrió la puerta. El gran maestro le cerraba el paso en el umbral de la puerta.
Expectante, Newton dio un paso atrás.
«Sabes que las normas de la orden son estrictas. Sabes que no puedes abandonar la sala sin…»
«No voy a abandonar la sala -dijo Newton-. Abandono la orden.»
Newton miró por el túnel de la capucha y sintió los ojos penetrantes del gran maestro.
«Sabes que el castigo por abandonar la orden es la pena de muerte.»
«Lo sé. Pero he reconocido a uno de los hermanos, una persona a la que jamás confiaré un secreto. Y tú, Ezequiel, no deberías conf…»
«No digas mi nombre», resopló el gran maestro; dio un paso adelante y cerró la puerta detrás de sí.
Newton miró con calma al hombre que conocía desde su juventud.
«Tú eres el único que sabe quién soy. Como gran maestro que eres, nadie te exigirá que les cuentes qué ha sido de Sanctus Unus; ni quién es. Si no dices nada, nadie podrá castigarme.» Newton levantó un dedo. «Por lo tanto, depende de ti si mi fórmula tiene que acompañarme a la tumba. Porque sólo está aquí.» Con un dedo se tocó la frente.
El gran maestro se quitó la capucha y Mr. F sonrió fríamente.
«No te creo, Isaac, porque una fórmula así tiene que ser larga por necesidad y muy exacta. Tú jamás te confiarías únicamente a tu memoria en una materia tan importante. La has anotado y la has escondido en algún lugar, y nosotros la encontraremos. Y cuando la hayamos encontrado, tu vida no valdrá nada.»
Newton lo apartó y salió al pasillo. De pronto se detuvo. Se quedó parado un rato antes de hablar en voz baja y de espaldas a los demás:
«Muy bien. Digamos que la he anotado en algún lugar. Pero sabré ocultar mi secreto, no lo dudes.» Volvió la cabeza levemente. «Lo esconderé de tal manera que nunca podréis encontrarlo. Y si llegarais a encontrarlo…» La luz de las antorchas vaciló sobre el perfil afilado, como si un viento frío hubiera atravesado el corredor, y las sombras se escurrieron diabólicamente por su frente, «…si lo encontráis, lo lamentaréis terriblemente. Porque caerá una maldición sobre quien se haga con mi secreto de forma ilícita». Newton se giró completamente y miró al gran maestro a los ojos. «Conoces mis habilidades, Ezequiel, tú también deberías temerlas.»
Newton inclinó levemente la cabeza en un adiós y se fue.
Even levantó la cabeza bruscamente y miró hacia la escalera. ¿Había crujido el suelo del piso de arriba? Escuchó tenso. No, todo estaba en silencio. Seguramente era el viento que había sacudido la casa.
Una maldición. ¿Acaso Newton tenía poderes ocultos? Tenía que ser algo que se había inventado Mai. Aunque los acontecimientos de los últimos tiempos…
Con el texto de Mai en la cabeza se quedó mirando hacia la amplia estancia, y descubrió de pronto cosas en las que no se había fijado antes: la rosa seca sobre la puerta de la escalera; la cogulla con capucha que colgaba de una percha al lado del banco de herramientas; una pequeña placa de plata sobre la pantalla del PC. Se acercó y leyó: «Un padre amado, un hermano devoto, un maestro fiel, un amigo leal». Alrededor del texto trepaba una vid que en la parte superior se unía alrededor de una cruz y por la parte inferior, alrededor de un pelícano. Debajo del pelícano aparecían las letras F.I.
– Fratemitatis Invisibilis -murmuró Even. De pronto oyó el crujido de un peldaño. Se volvió lentamente y vio el contorno de una persona en la escalera.
– ¿Sabías que era yo?
Se contemplaron con una mirada escrutadora, no muy distinta a la primera que se habían lanzado.
– Sabía que eras tú -dijo él finalmente-. Al final lo supe.
Otra voz se mezcló con las suyas, una voz que hablaba en inglés con un fuerte acento francés:
– Estate tranquilo, tenemos a tu hijo, tenemos a Stig…
Capítulo 85
París
– ¿Estás en París? -La voz de Simon LaTour parecía sorprendida. A Mai-Brit le entraron ganas de decir «si ya lo sabías»-. Voy de camino allí, llegaré en una hora. ¿Estás en el mismo hotel que la última vez?
Mai-Brit se sentía débil, como si una gripe hubiera succionado toda la energía de su cuerpo. Así se había sentido desde que recibió la llamada telefónica en Oslo, hacía dos días.
– Sí -dijo-. En el mismo hotel.
Simon LaTour le dijo hasta la vista y colgó.
Mai-Brit se dejó caer en la cama, alzó la mirada y miró al techo. La llamada telefónica a su móvil se había producido el lunes; el hombre le había hablado en francés. Era el mismo que la había llamado en París, hacía poco más de una semana, el mismo que la había amenazado. Esta vez le dijo que sabía dónde vivía. Dónde vivían los niños. Oslo. Noruega. También le había dicho el nombre de la calle y el número. Tendría que volver a París con los documentos. Esta misma semana. Le dijo el nombre del hotel, el de Montmartre. Sabía que se había hospedado allí anteriormente. Lo sabía todo. Entonces colgó.