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Elizabeth Kostova

La Historiadora

Traducción de Eduardo G. Murillo

Título originaclass="underline" The Historian

Para mi padre,

que fue el primero en contarme

algunas de estas historias

Nota para el lector

Jamás abrigué la intención de confiar al papel el relato que sigue. No obstante, cierto acontecimiento reciente me ha impulsado a repasar los episodios más perturbadores de mi vida, así como de las vidas de varias de las personas a las que más he querido. Éste es el relato de cómo yo, a mis dieciséis años, fui en busca de mi padre y su pasado, y de cómo él fue en busca de su adorado mentor y de la historia de su mentor, y de cómo todos nos encontramos en uno de los senderos más oscuros de la historia. Es el relato de quiénes sobrevivieron a esa búsqueda y de quiénes no, y por qué. Como historiadora, he aprendido que, en realidad, nadie que investiga en la historia sobrevive a ella. Y no sólo es la investigación en sí lo que nos pone en peligro. A veces, la propia historia nos atrapa con su garra sombría.

Durante los treinta y seis años transcurridos desde que esos acontecimientos salieron a la luz, mi vida ha sido relativamente tranquila. He dedicado mi tiempo a la investigación y a viajes carentes de incidentes, a mis estudiantes y amigos, a escribir libros de una naturaleza histórica y casi siempre impersonal, y a los asuntos de la universidad en que he acabado refugiándome. Al revisar el pasado, he tenido la suerte de poder acceder a la mayoría de documentos personales en cuestión, pues han estado en mi posesión durante muchos años.

Cuando lo he considerado oportuno, los he hilvanado para darle continuidad a la narración, que en ocasiones he tenido que complementar con mis propios recuerdos. Si bien he presentado los primeros relatos de mi padre tal como me los contó en voz alta, también he recurrido con bastante frecuencia a sus cartas, algunas de las cuales repetían muchos de sus relatos orales.

Además de reproducir estos documentos casi en su integridad, he explorado todas las posibilidades que brindan los recuerdos y la investigación, y en ocasiones he vuelto a visitar determinados lugares con el fin de arrojar luz sobre las lagunas de mi memoria. Uno de los mayores placeres de esta empresa han sido las entrevistas (en algunos casos, la correspondencia) que he mantenido con los pocos estudiosos supervivientes que intervinieron en los acontecimientos aquí descritos. Sus recuerdos me han proporcionado un complemento de incalculable valor para mis otras fuentes. Mi texto también se ha beneficiado de las consultas realizadas a eruditos más jóvenes de diversos campos.

Existe una fuente final a la que he recurrido cuando era necesario: la imaginación. He procedido con cautela, elaborando para el lector sólo lo que ahora considero muy probable que haya sido así, y sólo cuando una especulación bien fundada podía situar estos documentos en su contexto apropiado. Cuando he sido incapaz de explicar acontecimientos o motivaciones, los he dejado sin explicar, por respeto a su realidad oculta. He investigado en profundidad la historia más alejada en el tiempo dentro de este relato, como haría con cualquier texto académico. Los someros vistazos al conflicto territorial y religioso entre un Oriente islámico y un Occidente judeocristiano serán penosamente familiares al lector contemporáneo.

Sería difícil para mí dar las gracias de manera adecuada a los que me han ayudado en este proyecto, pero me gustaría nombrar a algunos. Mi profunda gratitud a las siguientes personas, entre muchas otras: el doctor Radu Georgescu, del Museo Arqueológico de la Universidad de Bucarest; la doctora Ivanka Lazarova, de la Academia de Ciencias búlgara; el doctor Petar Stoichev, de la Universidad de Michigan; el incansable personal de la Biblioteca del Museo Británico; los bibliotecarios del Museo y Biblioteca de Literatura Rutherford de Filadelfia; el padre Vasil, del monasterio de Zographou del monte Azos, y el doctor Turgut Bora, de la Universidad de Estambul.

Mi mayor esperanza al dar a conocer este relato es que pueda aparecer al menos un lector que entienda lo que es: un cri de coeur. A ti, lector perceptivo, dedico mi historia.

Oxford, Inglaterra

15 de enero de 2008

Primera Parte

La lectura de estos documentos dejará de manifiesto cómo fueron ordenados. Se han eliminado todos los elementos carentes de importancia, con el fin de que una historia que se halla casi en discrepancia con las creencias actuales pueda erigirse como un simple dato. No existe la menor descripción de acontecimientos pretéritos que haya dejado espacio a un error de la memoria, porque todos los documentos elegidos son rigurosamente contemporáneos, expresados desde el punto de vista y los conocimientos de quienes los redactaron.

Bram Stoker,

Drácula, 1897

1

En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.

La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado. Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa. Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos. Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.