Por fin, un punto interesante tanto para historiadores como para antropólogos es la referencia de la «Crónica» a las opiniones de los monjes de Snagov relativas a las visiones que tuvieron en la iglesia. No se pusieron de acuerdo sobre lo que había sucedido con el cadáver de Vlad III mientras lo velaban, y mencionaron diversos métodos tradicionales citados como base para la transformación de un cadáver en un muerto viviente (un vampiro), lo cual indica que creían en la posibilidad de que eso sucediera. Algunos creían haber visto un animal saltando sobre el cadáver, y otros que una fuerza sobrenatural en forma de niebla o viento había penetrado en la iglesia y provocado que el cadáver se incorporara. El caso del animal está ampliamente documentado en las leyendas populares de los Balcanes sobre la génesis de los vampiros, al igual que la creencia de que los vampiros pueden convertirse en niebla o bruma. Los monjes debían conocer la notoria sed de sangre de Vlad III, así como su posterior conversión al catolicismo en la corte del rey húngaro Matías Corvino, la primera porque era famosa en toda Valaquia y la segunda porque debía preocupar a la comunidad ortodoxa de allí (sobre todo en el monasterio favorito de V1ad, cuyo abad debía ser su confesor).
Los manuscritos La «Crónica» de Zacarías se conoce a través de dos manuscritos, Azos 1480 y R.VII.132. A este último se lo conoce también con el nombre de la «Versión Patriarcal». Azos 1480, un manuscrito incuarto redactado en escritura semiuncial, se conserva en la biblioteca del monasterio de Rila, en Bulgaria, donde fue descubierto en 1923. Primera de las dos versiones de la «Crónica», fue escrita casi con toda seguridad por el propio Zacarías en Zographou, probablemente a partir de notas tomadas junto al lecho de muerte de Stefan.
Pese a la afirmación de que «tomó nota de cada palabra», Zacarías debió escribir su copia después de trabajar mucho en la redacción. Refleja un refinamiento de estilo que no pudo ser producto del momento, y sólo contiene una corrección. Este manuscrito original debió conservarse en la biblioteca de Zographou al menos hasta 1814, puesto que el título se menciona en una bibliografía de manuscritos de los siglos XV y XVI guardados en Zographou con fecha de aquel año. Reapareció en Bulgaria en 1923, cuando el historiador búlgaro Atanas Angelov lo descubrió oculto en la cubierta de un tratado del siglo XV sobre la vida de san Jorge (Georgi 1364.21) en la biblioteca del monasterio de Rila. Angelov comprobó en 1924 que no existía ninguna copia en Zographou. No se sabe muy bien cuándo o cómo viajó este original desde Azos a Rila, si bien la amenaza de incursiones de piratas contra Azos durante los siglos XVIII y XIX tal vez haya influido en su traslado (y en el de numerosos documentos y objetos de incalculable valor) desde la Montaña Sagrada.
La segunda y única copia más conocida de la versión de la «Crónica» de Zacarías
(R.VII.132, o la «Versión Patriarcal») se guarda en la biblioteca del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, y los métodos paleográficos fijan su antigüedad a mediados o finales del siglo VVI. Es probable que se trate de una versión posterior de una copia enviada al Patriarca por el abad de Zographou, en tiempos de Zacarías. Se supone que el original de esta versión acompañaba a una carta del abad dirigida al Patriarca, en la que alertaba a éste de la posibilidad de una herejía en el monasterio búlgaro de Sveti Georgi. La carta ya no existe, pero es probable que por razones de eficacia y discreción el abad de Zographou pidiera a Zacarías que volviera a copiar su crónica para entregarla a Constantinopla, mientras el original permanecería en la biblioteca de Zographou. Entre cincuenta y cien años después de acogerla, la biblioteca del Patriarca todavía consideraba lo bastante importante la «Crónica» para conservarla mediante el expediente de volver a copiarla.
La «Versión Patriarcal», además de ser una probable copia posterior de una misiva enviada desde Zographou, difiere de Azos 1480 en otro aspecto importante: elimina parte del fragmento que reproduce lo que los monjes que velaban en la iglesia de Snagov afirmaron haber presenciado, en especial desde la frase «Un monje vio un animal» hasta la frase «el cadáver decapitado del príncipe se removió e intentó incorporarse». Es posible que este párrafo haya sido eliminado en la copia posterior con la intención de ocultar a los usuarios de la biblioteca patriarcal información innecesaria sobre la herejía descrita por Stefan, o tal vez para minimizar el contacto con supersticiones sobre el origen de los muertos vivientes, un conjunto de creencias a las que la administración eclesiástica se oponía. Es difícil fechar la «Versión Patriarcal», aunque casi con toda seguridad se trata de la copia que consta en el catálogo de la biblioteca patriarcal desde 1605.
Una última similitud, sorprendente y desconcertante, existe entre los dos manuscritos conservados de la «Crónica». Ambos fueron arrancados por una mano anónima más o menos en el mismo momento de la historia. Azos 1480 termina con «descubrí», mientras la «Versión Patriarcal» continúa con «que no era una epidemia normal, sino», y ambas han sido mutiladas pulcramente después de una línea completa. Se supone que lo eliminado es la parte del relato de Stefan que documenta una posible herejía, o alguna otra desgracia, aparecida en el monasterio de Sveti Georgi.
Si mi primer vislumbre de la casa de Stoichev me había invadido de desesperación, mi primer vislumbre del monasterio de Rila me invadió de admiración. El monasterio se asentaba en un profundo valle (casi lo ocupaba por completo en aquel punto) y sobre sus muros y cúpulas se alzaban las montañas de Rila, muy escarpadas y cubiertas de altos abetos. Ranov había aparcado su coche a la sombra, ante la puerta principal, y nosotros entramos con un grupo de turistas. Era un día caluroso y seco. Daba la impresión de que el verano de los Balcanes estaba en su apogeo, y el polvo que se elevaba del suelo remolineaba alrededor de nuestros tobillos. Las grandes puertas de madera de la cancela estaban abiertas y al entrar vimos un panorama que nunca podré olvidar. A nuestro alrededor se cernían los muros de la fortaleza-monasterio, con sus franjas negras y rojas sobre el estuco blanco y sus largas galerías de madera. Una iglesia de exquisitas proporciones ocupaba un tercio del enorme patio, con un porche repleto de frescos, y el sol de mediodía bañaba las cúpulas de color verde claro. Al lado se alzaba una torre cuadrada de piedra gris, mucho más antigua que todas las demás construcciones. Stoichev nos dijo que era la torre de Hrelyo, construida por un noble medieval para refugiarse de sus enemigos políticos. Era la única parte que quedaba del monasterio primitivo, incendiado por los turcos y reconstruido siglos después en todo su esplendor. En aquel momento las campanas de la iglesia empezaron a tañer y asustaron a una bandada de palomas, que alzaron el vuelo. Cuando las seguí con la mirada, vi los picos inimaginables que se alzaban sobre nosotros. Un día de ascensión, como mínimo. Contuve el aliento. ¿Se hallaba Rossi
cerca de aquí, en este lugar antiguo?
Helen, a mi lado con un delgado pañuelo atado alrededor del pelo, enlazó mi brazo, y recordé aquel momento en Santa Sofía, aquella noche en Estambul que ya parecía historia, pero que había sucedido tan sólo unos días antes, cuando aferró mi mano con tanta fuerza. Los otomanos habían conquistado este lugar mucho antes de apoderarse de Constantinopla.
Tendríamos que haber iniciado nuestro viaje aquí, no en Santa Sofía. Por otra parte, incluso antes de eso, las doctrinas de los bizantinos, su arte y arquitectura elegantes, habían influido desde Constantinopla a la cultura búlgara. Ahora Santa Sofía era un museo entre mezquitas, mientras este valle aislado rebosaba de cultura bizantina.
Stoichev, a nuestro lado, estaba disfrutando de nuestro asombro. Irina, con un sombrero de ala ancha, le sujetaba el brazo con firmeza. Sólo Ranov se mantenía apartado, contemplando el hermoso panorama con el ceño fruncido, y volvió la cabeza con suspicacia cuando un grupo de monjes con hábito negro pasó ante nosotros camino de la iglesia. Nos había costado mucho convencerle de que recogiera a Irina y Stoichev en su coche y los llevara. Quería que Stoichev tuviera el honor de enseñarnos Rila, dijo, pero no entendía por qué no podía tomar el autobús como el resto de los búlgaros. Reprimí el comentario de que no parecía que él, Ranov, tomara mucho el autobús. Nos impusimos por fin, si bien esto no impidió que Ranov se quejara del viejo profesor durante casi todo el trayecto desde Sofía hasta casa de Stoichev. Éste había utilizado su fama para fomentar supersticiones e ideas antipatrióticas. Todo el mundo sabía que se había negado a renunciar a su anticientífica lealtad a la Iglesia ortodoxa. Tenía un hijo que estudiaba en Alemania del Este, casi tan malo como él. Pero habíamos ganado la batalla, Stoichev podía venir con nosotros, y cuando paramos a comer en una taberna de las montañas, Irina nos susurró agradecida que habría intentado disuadir a su tío de ir si hubiesen tenido que tomar el autobús. No habría podido soportar un viaje tan duro con aquel calor.
– Esta es el ala donde los monjes todavía viven -dijo Stoichev-, y allí, en aquel lado, está la hostería donde dormiremos. Ya verán lo apacible que se está de noche, pese a todos los visitantes que recibe cada día. Este es uno de nuestros mayores tesoros nacionales, y mucha gente viene a verlo, sobre todo en verano, pero de noche vuelve a ser muy tranquilo.
Vengan -añadió-, iremos a ver al abad. Le llamé ayer y nos está esperando.
Nos guió con sorprendente vigor y miró entusiasmado a su alrededor, como si el lugar le hubiera insuflado nueva vida.
Los aposentos para audiencias del abad se hallaban en el primer piso del ala monástica. Un monje con hábito negro, de larga barba castaña, nos abrió la puerta; Stoichev se quitó el sombrero y entró primero. El abad se levantó de un banco cercano a la pared y avanzó para recibirnos. El profesor y él se saludaron con mucha cordialidad, Stoichev le besó la mano y el abad le bendijo. Era un hombre delgado y de espalda erguida, de unos sesenta años, con la barba veteada de gris y serenos ojos azules (me había sorprendido bastante comprobar que había búlgaros de ojos azules). Nos estrechó la mano a la madera moderna, y también a
Ranov, quien lo saludó con evidente desdén. Después nos indicó con un gesto que tomáramos asiento y apareció un monje con una bandeja sobre la que descansaban varios vasos, pero no llenos de rakiya en esta ocasión, sino de agua fría, acompañada por platitos de aquellas pastas con sabor a rosas que habíamos probado en Estambul. Observé que Ranov no bebía, como si temiera ser envenenado.