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Los hombres del campamento del príncipe Drácula sabían todo esto, y aunque muchos se escondieron después de su muerte, algunos trajeron la noticia y su cadáver al monasterio de Snagov, tras lo cual huyeron. El abad lloró cuando vio que izaban el cuerpo de la barca y rezó en voz alta por el alma del príncipe Drácula y para que Dios nos protegiera, porque la Media Luna del enemigo se estaba acercando en demasía. Ordenó que el cadáver fuera expuesto en la iglesia.

Fue una de las cosas más espantosas que he visto en mi vida, aquel cadáver sin cabeza con manto púrpura y rodeado de muchas velas parpadeantes. Le velamos por turnos durante tres días y tres noches. Yo participé en el primer velatorio, y la paz reinaba en la iglesia, salvo por el espectáculo del cuerpo mutilado. Todo fue bien en el segundo velatorio, al menos eso dijeron los monjes que velaron aquella noche. Pero la tercera noche algunos de los hermanos, agotados, se durmieron, y algo ocurrió que hinchió de terror el corazón de los demás. Más tarde no se pusieron de acuerdo en qué sucedió, pues cada uno había visto algo

diferente. Un monje vio que un animal saltaba desde las sombras de los bancos sobre el ataúd, pero no supo describir la forma del animal. Otros sintieron una ráfaga de viento o vieron una espesa niebla penetrar en la iglesia, que apagó muchas velas, y juraron por santos y ángeles, y en especial por los arcángeles Mijail [Miguel] y Gabriel que, en la oscuridad, el cadáver decapitado del príncipe se removió y trató de incorporarse. Los hermanos profirieron grandes gritos de terror en la iglesia y toda la comunidad se despertó.

Los monjes, cuando salieron corriendo, relataron lo que habían visto con grandes

disensiones entre ellos.

Entonces apareció el abad, y vi a la luz de la antorcha que estaba muy pálido y aterrado por las historias que contaban, y se persignó muchas veces. Recordó a todos los presentes que el alma de este noble estaba en nuestras manos y que debíamos actuar en consecuencia. Nos guió hasta el interior de la iglesia, volvió a encender las velas y vimos que el cadáver estaba tan inmóvil como antes en su ataúd. El abad ordenó que registráramos la iglesia, pero no encontramos ningún animal o demonio en sus rincones. Después pidió que nos calmáramos y fuéramos a nuestras celdas, y cuando llegó la hora del primer servicio, se celebró como de costumbre y reinó la serenidad.

Pero a la noche siguiente reunió a ocho monjes y me concedió el honor de incluirme entre ellos. Dijo que sólo íbamos a fingir enterrar el cadáver del príncipe en la iglesia, pero en realidad debíamos alejarlo de inmediato de este lugar. Dijo que sólo revelaría a uno de nosotros, en secreto, dónde deberíamos transportarlo y por qué, de modo que la ignorancia protegería a los demás, y así lo hizo. Seleccionó a un monje que había estado con él muchos años, y dijo a los demás [de nosotros] que le siguiéramos con obediencia y no hiciéramos preguntas.

De esta manera yo, que no había pensado volver a viajar nunca más, me convertí en viajero de nuevo y recorrí una larga distancia, pues entré con mis compañeros en mi ciudad natal, que se había convertido en la sede del reino de los infieles, y vi que muchas cosas habían cambiado. La gran iglesia de Santa Sofía se había transformado en mezquita y no pudimos entrar. Muchas iglesias habían sido destruidas, o habían permitido que se desmoronaran, y otras se habían convertido en casas de adoración para los turcos, incluso el Panachrantos.

Allí descubrí que estábamos buscando un tesoro capaz de acelerar la salvación del alma de este príncipe, y que dicho tesoro ya había sido puesto a buen recaudo, arrostrando grandes peligros, por dos monjes santos y valientes del monasterio de San Salvador, y sacado en secreto de la ciudad. Pero algunos jenízaros del sultán sospechaban, y por ello corríamos peligro y tuvimos que marcharnos en su busca, esta vez en dirección al antiguo reino de los búlgaros.

Mientras atravesábamos el país, tuve la impresión de que algunos búlgaros ya conocían nuestra misión, pues cada vez salían más y más de ellos a los caminos, se inclinaban en silencio ante nuestra procesión, y algunos nos seguían durante muchas leguas, tocaban nuestra carreta con las manos o la besaban. Durante este viaje ocurrió algo terrible. Cuando atravesábamos la ciudad de Haskovo, algunos guardias de la ciudad nos detuvieron por la fuerza y con ásperas palabras. Registraron nuestra carreta, afirmando que descubrirían lo que llevábamos, y encontraron dos bultos que abrieron. Cuando vieron que era comida, los infieles la tiraron a la carretera encolerizados y detuvieron a dos de los nuestros. Los buenos monjes clamaron su inocencia, pero sólo consiguieron enfurecer a los malvados, así que les cortaron las manos y los pies y pusieron sal en sus heridas antes de morir. Nos perdonaron la vida a los demás, pero nos expulsaron con maldiciones y latigazos. Después pudimos recuperar los miembros y cuerpos de nuestros queridos amigos y reunirlos para darles cristiana sepultura en el monasterio de Bachkovo, cuyos monjes rezaron durante muchos días por sus almas devotas.

Después de este incidente, nos sentimos muy entristecidos y aterrorizados, pero continuamos viaje, no mucho más lejos y sin incidentes, hasta el monasterio de Sveti Georgi. Los monjes, aunque eran pocos y viejos, nos dieron la bienvenida y dijeron que el tesoro que buscábamos había sido depositado allí por dos peregrinos unos meses antes, y que todo iba bien. No deseábamos volver a Dacia pronto después de tantos peligros, de manera que nos instalamos en el monasterio. Las reliquias que habíamos transportado fueron conservadas en secreto, y su fama se extendió entre los cristianos, que peregrinaron a Sveti Georgi, y también guardaron silencio. Durante mucho tiempo vivimos en paz en este lugar, y el monasterio creció gracias a nuestro trabajo. Pronto, no obstante, una epidemia se desencadenó en los pueblos cercanos, aunque al principio no afectó al monasterio. Después descubrí [que no se trataba de una plaga normal, sino de]

[En este punto el manuscrito está cortado o desgarrado.]

60

Cuando Stoichev terminó, Helen y yo guardamos silencio durante un par de minutos. Él sacudió la cabeza, y después se pasó una mano por la cara como si se estuviera despertando de un sueño. Por fin, Helen habló.

– Es el mismo viaje… Ha de ser el mismo viaje.

Stoichev se volvió hacia ella.

– Yo también lo creo. Fueron los monjes del hermano Kiril quienes transportaron los restos de Vlad Tepes.

– Y esto significa que, a excepción de los dos que fueron asesinados por los otomanos, llegaron al monasterio de Bulgaria sanos y salvos. Sveti Georgi… ¿Dónde está?

Era la pregunta que yo más deseaba formular, de entre todos los enigmas que me

acuciaban. Stoichev se llevó la mano a la frente.

– Ojalá lo supiera -murmuró-. Nadie lo sabe. No hay ningún monasterio llamado Sveti Georgi en la región de Bachkovo, y no hay pruebas de que existiera. Sveti Georgi es uno de los diversos monasterios medievales de Bulgaria de los que conocemos su existencia, pero que desaparecieron durante los primeros siglos del yugo otomano. Lo más probable es que fuera quemado, y las piedras esparcidas o utilizadas para construir otros edificios. -Nos miró con tristeza-. Si los otomanos tenían algún motivo para odiar o temer a ese monasterio, lo más probable es que fuera destruido por completo. Sin duda, no permitieron que fuera reconstruido, como el monasterio de Rila. En un tiempo estuve muy interesado en descubrir el emplazamiento de Sveti Georgi. -Guardó silencio un momento-. Después de que mi amigo Angelov muriera, durante un tiempo intenté continuar su investigación. Fui al Bachkovski manastir, hablé con los monjes y pregunté a mucha gente de la región, pero nadie sabía nada de un monasterio llamado Sveti Georgi. Nunca lo encontré en ninguno de los mapas antiguos que examiné. Me he preguntado a veces si Stefan dio a Zacarías un nombre falso. Pensé que, al menos, correría una leyenda entre los habitantes de la región, si las reliquias de alguien tan importante como Vlad Drácula hubieran sido enterradas allí.

Quería ir a Snagov, antes de la guerra, para ver qué podía averiguar en ese lugar…

– De haberlo hecho, habría conocido a Rossi, o al menos a aquel arqueólogo… Georgescu -dije.

– Tal vez. -Me dirigió una sonrisa extraña-. Si Rossi y yo nos hubiéramos encontrado, quizás habríamos podido sumar nuestros conocimientos antes de que fuera demasiado tarde.

Me pregunté si se refería a antes de la revolución búlgara, antes de que se exiliara aquí, pero no quise preguntar. No obstante, un segundo después explicó sus palabras.

– Interrumpí mi investigación con bastante brusquedad. El día en que regresé de la región de Bachkovo, con un viaje a Rumanía ya maduro en mi mente, entré en mi apartamento de Sofía y vi una escena pavorosa.

Hizo otra pausa y cerró los ojos.

– Intento no pensar en ese día. Antes debo decirles que tenía un pequeño apartamento cerca de Rimskaya stena, la muralla romana de Sofía, un lugar muy antiguo, y que me gustaba por la historia de la ciudad que lo rodeaba. Había salido a comprar comestibles y había dejado mis papeles y libros sobre Bachkovo y otros monasterios abiertos sobre la mesa. Cuando volví, vi que alguien había removido todas mis cosas, sacado libros de los estantes y registrado mi gabinete. En el escritorio, encima de mis papeles, había un pequeño reguero de sangre. Ya saben, como una página manchada de tinta… -Se interrumpió y nos miró fijamente-. En mitad del escritorio había un libro que nunca había visto.

De pronto, se levantó, entró en la otra habitación y le oímos ir de un lado a otro, moviendo libros de sitio. Tendría que haberme levantado para ayudarle, pero me quedé petrificado y miré a Helen, que también parecía paralizada.

Al cabo de un momento, Stoichev volvió con un grueso infolio en los brazos. Estaba

encuadernado en piel desgastada. Lo dejó delante de nosotros y vimos que lo abría con manos vacilantes y nos enseñaba, sin palabras, las numerosas páginas en blanco y la gran imagen del centro. El dragón parecía más pequeño, porque las páginas del infolio, más grandes, dejaban considerable espacio alrededor, pero era sin lugar a dudas la misma xilografía, incluido el borrón que había observado en el de Hugh James. Había otro borrón en el borde amarillento, cerca de las garras del dragón. Stoichev lo indicó, pero parecía tan sobrecogido por alguna emoción (desagrado, miedo) que por un momento pareció olvidarse de hablarnos en inglés.