– Kr’v -dijo-. Sangre.
Me acerqué. No cabía duda de que la mancha color pardo era una huella digital.
– Dios mío. -Me estaba acordando de mi pobre gato, y de Hedges, el amigo de Rossi-.
¿Había algo o alguien más en la habitación? ¿Qué hizo cuando vio la escena?
– No había nadie en la habitación -dijo en voz baja-. Había cerrado la puerta con llave, y todavía lo estaba cuando volví, entré y vi la terrible escena. Llamé a la policía, miraron por todas partes y al final…, ¿Cómo se dice…? Ellos analizaron una muestra de la sangre y llevaron a cabo comparaciones. Descubrieron con facilidad de quién era.
– ¿De quién?
Helen se inclinó hacia delante.
Stoichev bajó todavía más la voz, de modo que yo también tuve que inclinarme para oírle.
El sudor perlaba su cara arrugada.
– Era mía -dijo.
– Pero…
– No, claro que no. Yo no había estado allí, pero la policía pensó que todo había sido un montaje mío. Lo único que no coincidía era la huella dactilar. Dijeron que nunca habían visto una huella humana parecida. Tenía muy pocas líneas. Me devolvieron el libro y los papeles y me ordenaron que pagara cierta cantidad por intentar tomarle el pelo a la ley. Casi perdí mi empleo de profesor.
– ¿Abandonó su investigación? -pregunté.
Stoichev alzó sus delgados hombros en un gesto de impotencia.
– Es el único proyecto que no he continuado. Habría seguido adelante, incluso entonces, de no ser por esto. -Volvió poco a poco hasta la segunda hoja del volumen-. Por esto – repitió, y en la página vi una sola palabra escrita, con letra hermosa y arcaica, en tinta antigua y desvaída.
Ya conocía lo bastante el famoso alfabeto cirílico para descifrarla, aunque la primera letra se me resistió un segundo. Helen la leyó en voz alta.
– STOICHEV -susurró-. Encontró su propio nombre en el libro. Debió ser horrible.
– Sí, mi propio nombre, y con una letra y una tinta que eran claramente medievales.
Siempre he lamentado abandonar el proyecto, pero tenía miedo. Pensé que podría ocurrirme algo… como lo que le pasó a su padre, madame.
– Tenía buenos motivos para tener miedo -dije al viejo estudioso-. Pero esperemos que no sea demasiado tarde para el profesor Rossi.
El hombre se enderezó en su silla.
– Sí, siempre que podamos localizar Sveti Georgi. Primero, hemos de ir a Rila y examinar las demás cartas del hermano Kiril. Como ya he dicho, nunca las había relacionado con la «Crónica» de Zacarías. No guardo copias aquí, y las autoridades de Rila no han permitido su publicación, aunque varios historiadores, incluido yo, han solicitado permiso. Además, hay alguien en Rila con quien me gustaría que hablaran. Aunque tal vez no les sirva de ayuda.
Dio la impresión de que Stoichev iba a añadir algo más, pero en aquel momento oímos pasos vigorosos en la escalera. Intentó levantarse, y después me dirigió una mirada suplicante. Me apoderé del libro del dragón y me fui a la habitación de al lado, donde lo escondí como pude detrás de una caja. Me reuní con Stoichev y Helen a tiempo de ver que Ranov abría la puerta de la biblioteca.
– Ah -dijo-. Un congreso de historiadores. Se está perdiendo su propia fiesta, profesor.
– Examinó con descaro los libros y papeles diseminados sobre la mesa, y por fin levantó la antigua revista de la que Stoichev nos había leído fragmentos de la «Crónica» de Zacarías-. ¿Es éste el objeto de su atención? -Casi sonrió-. Tal vez debería leerlo yo también para cultivarme. Hay muchas cosas que no sé de la Bulgaria medieval. Y su muy atractiva sobrina no está tan interesada en mí como yo pensaba. Le he hecho una proposición muy seria en el extremo más bonito de su jardín y se ha resistido bastante.
Stoichev enrojeció, enfurecido, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero ante mi sorpresa fue Helen quien le salvó.
– Mantenga alejadas sus sucias manos burocráticas de esa chica -dijo mirando a Ranov a los ojos-. Ha venido para molestarnos a nosotros, no a ella.
Le toqué el brazo para advertirle de que no encolerizara al hombre. Lo último que
necesitábamos era un desastre político, pero Ranov y ella se limitaron a cruzar una mirada larga y contenida y después los dos desviaron la vista.
Entretanto Stoichev se había recuperado.
– Sería muy útil para la investigación de estos visitantes que les facilitara viajar a Rila – dijo a Ranov con calma-. A mí también me gustaría viajar con ellos. Será un honor para mí enseñarles la biblioteca.
– ¿Rila? -Ranov sopesó la revista-. Muy bien. Ésa será nuestra siguiente excursión. Tal vez sea posible pasado mañana. Le enviaré un mensaje, profesor, para informarle de cuándo podría reunirse con nosotros allí.
– ¿No podríamos ir mañana? -pregunté intentando aparentar la mayor indiferencia.
– Así que tenemos prisa, ¿eh? -Ranov enarcó las cejas-. Hace falta tiempo para arreglar todo eso.
Stoichev asintió.
– Esperaremos con paciencia, y los profesores podrán disfrutar de las bellezas de Sofía hasta entonces. Ahora, amigos míos, hemos gozado de un agradable intercambio de ideas,
pero a Kiril y Metodio no les importará que también comamos, bebamos y seamos felices, como se dice. Venga, señorita Rossi -extendió su frágil mano hacia Helen, quien le ayudó a levantarse-. Déme su brazo para ir a celebrar el día de los profesores y alumnos.
Los demás invitados habían empezado a congregarse bajo el emparrado, y pronto vimos por qué: tres jóvenes estaban sacando instrumentos musicales de sus estuches y acomodándose cerca de las mesas. Un tipo larguirucho con una mata de pelo oscuro estaba probando las teclas de un acordeón blanco y plateado. Otro hombre sostenía un clarinete. Tocó algunas notas, mientras el tercer músico sacaba un tambor grande de piel y una baqueta larga con el extremo cubierto de fieltro. Se sentaron en tres sillas muy juntos e intercambiaron sonrisas,
tocaron unas notas, movieron un poco los asientos. El clarinetista se quitó la chaqueta.
Después se miraron y empezaron a tocar la música más alegre que había oído en mi vida.
Stoichev sonrió desde su trono, detrás del cordero asado, y Helen, sentada a mi lado, me apretó el brazo. Era una melodía que remolineó en el aire como un ciclón y después se adaptó a un ritmo desconocido para mí aunque irresistible en cuanto mis pies le obedecieron. Las notas brotaban de los dedos del acordeonista. Me asombró la velocidad y energía con que tocaban los tres. El sonido arrancó vítores y gritos de aliento de la multitud.
Al cabo de unos pocos minutos, algunos hombres se levantaron, se agarraron mutuamente de los cinturones por debajo de la cintura y empezaron a bailar con la misma alegría de la canción. Sus zapatos lustrosos se levantaron y patearon la hierba. Pronto se les unieron varias mujeres vestidas con recato, que bailaban con el torso inmóvil y tieso, aunque sus pies se movían con celeridad. Los rostros de los bailarines eran radiantes. Todos sonreían como si no pudieran evitarlo y los dientes del acordeonista centelleaban en respuesta. El hombre que se hallaba al frente de la hilera había sacado un pañuelo blanco y lo sostenía en alto para guiarlos, dándole vueltas sin cesar. Los ojos de Helen brillaban mucho, y daba
palmadas sobre la mesa como si no pudiera estarse quieta. Los músicos seguían tocando, mientras los demás les jaleábamos, brindábamos por ellos y bebíamos, y los bailarines no daban señales de rendirse. Por fin, la canción terminó y la fila se dispersó, mientras todos los participantes se secaban el sudor y reían a carcajadas. Los hombres fueron a llenar sus vasos y las mujeres sacaron pañuelos y se retocaron el pelo entre risas.
Entonces el acordeonista volvió a tocar, pero esta vez emitió una serie de notas vibrantes y lentas como un sollozo. Echó hacia atrás su hirsuta cabeza y exhibió los dientes al cantar.
De hecho, era una mezcla de canción y aullido, una melodía de barítono tan desgarradora que mi corazón se encogió al pensar en todas las personas que había perdido en mi vida.
– ¿Qué está cantando? -pregunté a Stoichev para disimular mi emoción.
– Es una canción muy, muy antigua. Creo que debe tener unos cuatrocientos años de antigüedad. Cuenta la historia de una hermosa doncella búlgara que es perseguida por los invasores turcos. La quieren llevar al harén del bajá local, pero ella se niega. Sube a lo alto de una montaña cercana al pueblo y galopan tras ella a lomos de sus caballos. En la cumbre hay un precipicio. Ella grita que prefiere morir antes que convertirse en amante de un infiel y se arroja al abismo. Más tarde aparece un arroyo al pie de la montaña, el agua más pura y deliciosa de aquel valle.
Helen asintió.
– En Rumanía hay canciones de tema parecido.
– Existen en todas partes donde el yugo otomano sojuzgó a los pueblos de los Balcanes – dijo Stoichev muy serio-. En la tradición popular búlgara existen miles de canciones parecidas con diversos temas. Todas son un grito de protesta contra la esclavitud de nuestro pueblo.
El acordeonista debió de pensar que ya había torturado lo bastante nuestros corazones, porque al final de la canción exhibió una sonrisa maliciosa y volvió a tocar música de baile.
Esta vez casi todos los invitados se sumaron a la hilera, que desfiló alrededor de la terraza.
Un hombre nos animó a participar, y Helen le siguió al cabo de un segundo, aunque yo seguí sentado al lado de Stoichev. Disfrutaba mirándola. Captó los pasos del baile al cabo de una breve demostración. Debía llevar en la sangre el don de la danza. Su porte poseía una dignidad innata y sus pies se movían con seguridad. Mientras observaba su forma ágil, con la blusa clara y la falda negra, su rostro radiante rodeado de rizos oscuros, estuve a punto de rezar para que ningún mal se abatiera sobre ella, con la duda de si me permitiría protegerla.
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– Bien -dijo-, puesto que contamos con este amable permiso, iremos a la biblioteca.