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– En turco, balkan significa «montaña».

El monasterio carecía de una entrada espectacular. Nos desviamos de la carretera y paramos en un pedazo de tierra polvoriento, y desde allí fuimos a pie hasta la puerta del monasterio.

Bachkovski manastir se hallaba asentado entre altas colinas yermas, en parte boscosas y en parte roca desnuda, cerca del estrecho río. Incluso a principios de verano, el paisaje ya estaba seco, y no me costó mucho imaginar hasta qué punto debían valorar los monjes aquella fuente de agua cercana. Las paredes exteriores eran de la misma piedra color pardo grisáceo que las montañas circundantes. Los tejados del monasterio eran de tejas rojas acanaladas como las que había visto en casa de Stoichev, así como en cientos de casas e iglesias al borde de las carreteras. La entrada al monasterio era una arcada, tan oscura como un agujero en el suelo.

– ¿Se puede entrar así por las buenas? -pregunté a Ranov. Negó con la cabeza, lo cual quería decir que sí, y entramos en la fresca oscuridad de la arcada. Tardamos unos segundos en acceder al soleado patio, y durante esos momentos, dentro de las profundas murallas del monasterio, sólo pude oír nuestros pasos.

Tal vez había esperado otro gran espacio público como el de Rila. La intimidad y belleza del patio principal de Bachkovo llevó un suspiro a mis labios, y Helen también murmuró algo en voz alta. La iglesia del monasterio ocupaba casi todo el patio, y sus torres eran rojas, angulares, bizantinas. Aquí no había cúpulas doradas, sólo una elegancia clásica: los materiales más sencillos dispuestos en formas armoniosas. Crecían enredaderas en las torres de la iglesia, contra las cuales se acurrucaban árboles. Un magnífico ciprés se alzaba como una aguja a su lado. Tres monjes con hábito y gorro negros hablaban delante de la iglesia. Los tres arrojaban sombras sobre el brillante sol del patio, y se había levantado una suave brisa que movía las hojas. Ante mi sorpresa, correteaban gallinas de un lado a otro, picoteando en las antiguas piedras, y un gato atigrado acosaba a algo en una grieta del muro.

Al igual que en Rila, las paredes interiores del monasterio eran largas galerías de piedra y madera. La parte inferior de piedra de algunas galerías, así como el pórtico de la iglesia, estaba cubierta de frescos casi borrados. Aparte de los tres monjes, las gallinas y el gato, no se veía a nadie. Estábamos solos, solos en Bizancio.

Ranov se acercó a los monjes y entabló conversación con ellos mientras Helen y yo nos rezagábamos un poco. Regresó al cabo de un momento.

– El abad no está, pero el bibliotecario sí, y podrá ayudarnos. -No me gustó que se incluyera en el grupo, pero no dije nada-. Pueden ir a visitar la iglesia mientras yo voy a localizarle.

– Le acompañaremos -dijo con firmeza Helen, y todos seguimos a uno de los monjes por las galerías. El bibliotecario estaba trabajando en una habitación del primer piso. Se levantó del escritorio para recibirnos cuando entramos. Era un espacio desnudo, salvo por una estufa de hierro y una alfombra de colores brillantes en el suelo. Me pregunté dónde estarían los libros, los manuscritos. Aparte de un par de volúmenes sobre el escritorio de madera, no vi ni rastro de una biblioteca.

– Éste es el hermano Ivan -explicó Ranov. El monje hizo una reverencia sin ofrecer la mano. De hecho, tenía las manos embutidas en las largas mangas, cruzadas sobre el cuerpo.

Se me ocurrió que no quería tocar a Helen. Ella debió pensar lo mismo, porque retrocedió y se colocó casi detrás de mí. Ranov intercambió unas cuantas palabras con él-. El hermano Ivan les ruega que se sienten. -Obedecimos. El hermano Ivan tenía una cara larga y seria y lucía barba. Nos estudió unos minutos-. Pueden hacerle algunas preguntas -nos animó Ranov.

Carraspeé. No había remedio. Tendríamos que interrogarle delante de Ranov. Debía procurar que mis preguntas parecieran propias de un estudioso.

– ¿Quiere hacer el favor de preguntar al hermano Ivan si sabe algo sobre peregrinos procedentes de Valaquia?

Ranov formuló esta pregunta al monje, y al oír la palabra «Valaquia», el rostro del hermano Ivan se iluminó.

– Dice que el monasterio sostuvo una importante relación con Valaquia desde finales del siglo quince.

Mi corazón se aceleró, aunque procuré aparentar tranquilidad.

– ¿Sí? ¿Cuál era?

Conversaron un poco más, y el hermano Ivan movió su larga mano en dirección a la puerta. Ranov asintió.

– Dice que, alrededor de esa época, los príncipes de Valaquia y Moldavia empezaron a conceder mucho apoyo a este monasterio. Hay manuscritos en esta biblioteca que describen ese apoyo.

– ¿Sabe cuál fue el motivo? -preguntó Helen en voz baja. Ranov interrogó al monje.

– No -dijo-. Sólo sabe que estos manuscritos demuestran su apoyo.

– Pregúntele si sabe algo acerca de algún grupo de peregrinos que llegaron aquí desde Valaquia alrededor de esa época -dije. El hermano Ivan sonrió.

– Sí -informó Ranov-. Hubo muchos. Esto era una parada importante en las rutas de los peregrinos procedentes de Valaquia. Muchos iban a Azos o Constantinopla desde aquí.

Mis dientes estuvieron a punto de rechinar.

– Pero ¿sabe algo acerca de un grupo de peregrinos valacos que transportaban una especie de reliquia o buscaban una?

Dio la impresión de que Ranov reprimía una sonrisa de triunfo.

– No -dijo-. No ha visto ningún documento acerca de un grupo semejante. Hubo muchos peregrinos durante aquel siglo. Bachkovski manastir era muy importante para ellos.

El patriarca de Bulgaria se exilió aquí desde su sede en Veliko Trnovo, la antigua capital, cuando los otomanos se apoderaron del país. Murió y fue enterrado aquí en 1404. La parte más antigua del monasterio, y la única que queda del primero, es el osario.

Helen habló por primera vez.

– ¿Podría hacer el favor de preguntarle si alguno de los hermanos se apellida Pondev?

Ranov tradujo la pregunta, y el hermano Ivan pareció perplejo, y luego cauteloso.

– Dice que debe de ser el hermano Ángel. Se llamaba Vasil Pondev, y era historiador. Pero ya no está bien de la cabeza. No averiguarán nada si hablan con él. El abad es un gran estudioso, y es una pena que se haya ausentado.

– De todos modos, nos gustaría hablar con el hermano Ángel.

Llegamos a un acuerdo, si bien con patente disgusto por parte del bibliotecario, quien nos condujo hacia el sol cegador del patio, tras lo cual atravesamos una segunda arcada que permitía el acceso a otro patio, en cuyo centro se alzaba un edificio muy antiguo. Este segundo patio no estaba tan bien cuidado como el primero, y tanto los edificios como las piedras del pavimento tenían un aspecto descuidado. Brotaban malas hierbas entre las piedras y observé que crecía un árbol en la esquina de un tejado. Si lo dejaban ahí, con el tiempo se haría lo bastante grande como para destruir ese extremo de la edificación.

Imaginé que reparar esa casa de Dios no era una de las prioridades del Gobierno búlgaro.

Su principal atracción era Rila, con su historia búlgara «pura» y sus relaciones con la rebelión contra los otomanos. Este antiguo lugar, por hermoso que fuera, hundía sus raíces en los bizantinos, invasores y ocupantes como los otomanos posteriores, y había sido armenio, georgiano y griego. ¿No nos acabábamos de enterar de que también había sido independiente bajo los otomanos, al contrario que otros monasterios búlgaros? No era de extrañar que el Gobierno dejara crecer árboles en los tejados.

El bibliotecario nos condujo hasta una habitación esquinada.

– La enfermería -explicó Ranov.

La cooperación de Ranov me ponía más nervioso a medida que pasaban los minutos. A la enfermería se accedía por una desvencijada puerta de madera, y dentro vimos una escena tan patética que no me gusta recordarla. Había dos monjes alojados. La habitación estaba amueblada tan sólo con sus catres, una única silla de madera y una estufa de hierro. Incluso con esa estufa, en invierno debía hacer un frío espantoso. El suelo era de piedra, las paredes encaladas, salvo por una hornacina en una esquina: lámpara colgante, concha muy trabajada, icono deslustrado de la Virgen.

Uno de los ancianos estaba tendido en su jergón y no nos miró cuando entramos. Vi al cabo de un momento que sus ojos estaban permanentemente cerrados, hinchados y rojos, y de que volvía la barbilla de vez en cuando como si intentara ver con ella. Estiba cubierto casi por completo con una sábana blanca, y una de sus manos tanteaba el borde del catre, como para encontrar el límite del espacio, el punto donde podía caer al suelo si no iba con cuidado, mientras la otra mano tironeaba de la piel rota de su cuello.

El residente en mejor estado de la habitación estaba sentado muy tieso en la única silla, con un bastón apoyado en la pared cerca de él, como si el desplazamiento desde el jergón hasta la silla hubiera sido muy largo. Iba vestido con un hábito negro, que colgaba sin cinturón sobre su vientre protuberante. 'Tenía los ojos abiertos, enormes y azules, y se volvieron hacia nosotros de manera extraña cuando entramos. Las patillas y el pelo se proyectaban como malas hierbas a su alrededor y llevaba la cabeza al descubierto. Esta circunstancia le dotaba de un aspecto más enfermizo y anómalo, aquella cabeza desnuda en un mundo en que todos los monjes llevaban siempre aquellos gorros altos. Este monje habría podido servir de modelo para la ilustración de un profeta en una Biblia impresa en el siglo XIX, de no ser porque su expresión no tenia nada de visionaria. Arrugó su gran nariz hacia arriba, como si oliera mal, y mordisqueó las comisuras de su boca. Cada tanto, entornaba y abría los ojos. No habría sabido decir sí su expresión era temerosa, burlona o diabólicamente divertida, porque no paraba de cambiar. Su cuerpo y manos reposaban sobre la destartalada silla, como si todos los movimientos de que eran capaces hubieran sido absorbidos por su cara cambiante. Aparté la vista.

Ranov estaba hablando con el bibliotecario, quien hizo un ademán que abarcó la habitación.

– El hombre de la silla es Pondev -anunció Ranov-. El bibliotecario nos advierte que se expresa de forma muy extraña.