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Tu madre que te quiere,

Helen

Septiembre de 1963

Querida hija:

Casi estoy preparada para tirar la toalla y volver contigo. Tu cumpleaños es este mes.

¿Cómo puedo perderme otro cumpleaños? Volvería contigo ahora mismo, pero sé que si lo hago volverá a suceder lo mismo. Sentiré mi suciedad, como hace seis años. Sentiré su horror, veré tu perfección. ¿Cómo puedo estar cerca de ti sabiendo que estoy contaminada?

¿Qué derecho tengo a tocar tu suave mejilla?

Tu madre que te quiere,

Helen

Octubre de 1963

Querida hija:

Estoy en Asís. Estas asombrosas iglesias y capillas que trepan a su colina me colman de desesperación. Podríamos haber venido aquí, tú con tu vestidito y el sombrero, y yo, y tu padre, todos cogidos de las manos, como turistas. En cambio estoy trabajando entre el polvo de una biblioteca monacal, leyendo un documento de 1603. Dos monjes murieron aquí en diciembre de aquel año. Los encontraron en la nieve, con sus gargantas levemente mutiladas. Mi latín se ha conservado bastante bien, y mi dinero compra toda la ayuda que necesito en materia de intérpretes, traductores y tintorerías. Al igual que visados, pasaportes, billetes de tren, un falso documento de identidad. Nunca tuve dinero cuando era pequeña. Mi madre, en el pueblo, apenas sabía qué aspecto tenía. Ahora estoy aprendiendo que lo compra todo. No, todo no. No todo lo que quiero.

Tu madre que te quiere,

Helen

69

Aquellos dos días en Bachkovo fueron los más largos de mi vida. Quería ir de inmediato a la fiesta prometida. Quería que empezara cuanto antes, con el fin de seguir la pista de aquella palabra de la canción, dragón, hasta su lugar de origen. No obstante, también temía el momento que seguiría de manera inevitable, cuando esa posible pista también se desvaneciera como humo, o descubriera que no estaba relacionada con nada. Helen ya me había advertido de que las canciones tradicionales eran muy escurridizas. Sus orígenes tendían a perderse con el paso de los siglos, sus textos cambiaban y evolucionaban, sus intérpretes muy pocas veces sabían de dónde procedían y qué antigüedad tenían.

– Eso es lo que las convierte en canciones tradicionales -dijo Helen con aire melancólico, al tiempo que alisaba el cuello de mi camisa, sentados en el patio, el segundo día de nuestra estancia en el monasterio. No era propensa a las caricias de ese estilo, por lo cual supe que estaba preocupada. Yo tenía los ojos irritados y me dolía la cabeza, mientras contemplaba los adoquines bañados por el sol que las gallinas picoteaban. Era un lugar hermoso, extraño y exótico para mí, y veíamos la vida discurrir tal como lo había hecho desde el siglo VI: las gallinas buscaban gusanos, el gato jugaba cerca de nuestros pies, la luz brillante latía en la hermosa mampostería roja y blanca que nos rodeaba. Ya casi no podía experimentar su belleza.

La segunda mañana desperté muy temprano. Pensé que tal vez había oído sonar las campanas, pero no pude decidir si eso había sido en sueños. Desde la ventana de mi celda, con su tosca cortina, creí ver a cuatro o cinco monjes entrar en la iglesia. Me vestí (Dios, qué sucia estaba mi ropa ya, pero no podía perder el tiempo lavándola) y bajé en silencio la escalera que descendía desde la galería al patio. Era muy temprano, aún estaba oscuro, y la luna se estaba poniendo sobre las montañas. Pensé por un momento en entrar en la iglesia y quedarme cerca de la puerta, que habían dejado abierta. De dentro salía la luz de las velas y un olor a cera quemada e incienso, y el interior, que a mediodía estaba muy oscuro, a esta hora era cálido e invitador. Oí cantar a los monjes. La melancolía del sonido se clavó en mi corazón como una daga. Era probable que estuvieran haciendo esto una sombría mañana de 1477, cuando los hermanos Kiril y Stefan y los demás monjes habían abandonado las tumbas de sus hermanos martirizados (¿en el osario?) y emprendido viaje a través de las montañas, con el tesoro en su carreta. Pero ¿qué dirección habían tomado? Me volví hacia el este, después hacia el oeste, por donde la luna estaba desapareciendo a marchas forzadas, y después hacia el sur.

Una brisa había empezado a agitar las hojas de los tilos, y al cabo de pocos minutos vi la primera luz del sol que llegaba desde el otro lado de las laderas y sobre los muros del monasterio. Después, con cierto retraso, un gallo cantó en algún lugar del monasterio.

Habría sido un momento de placer exquisito, el tipo de inmersión en la historia con el que siempre había soñado, si hubiera estado de humor. Descubrí que estaba dando la vuelta poco a poco, como si quisiera intuir la dirección que había seguido el hermano Kiril. En algún lugar había una tumba cuyo emplazamiento se había perdido tanto tiempo atrás que hasta el conocimiento de su ubicación se había desvanecido. Podía estar a un día a pie, a tres horas, a una semana. «No mucho más lejos y sin incidentes», había dicho Zacarías.

¿Qué distancia era «no mucho más lejos»? ¿Adónde habían ido? La tierra se estaba despertando (aquellas montañas boscosas con sus afloramientos rocosos polvorientos, el patio adoquinado que pisaba y la granja y prados del monasterio), pero guardaba su secreto.

A eso de las nueve de la mañana nos fuimos en el coche de Ranov, con el hermano Ivan en el asiento de delante. Tomamos la carretera que seguía el río durante unos diez kilómetros, y después el río dio la impresión de desaparecer. La carretera siguió un valle largo y seco, con curvas y más curvas entre las colinas. Ver este paisaje despertó algo en mi memoria. Di un codazo a Helen y ella me miró con el ceño fruncido.

– Helen, el valle del río.

Entonces su rostro se iluminó y dio unos golpecitos con los dedos en el hombro de Ranov.

– Pregunte al hermano Ivan por el río de este valle. ¿Lo hemos cruzado en algún

momento?

Ranov habló al hermano Ivan sin volverse y nos informó.

– Dice que el río se secó. Ahora lo hemos dejado atrás, donde cruzamos el último puente.

Ya no hay agua en el valle.

Helen y yo nos miramos en silencio. Delante, hacia el final del valle, vi dos picos abruptos que se alzaban sobre las colinas, dos montañas solitarias como alas angulares. Y entre ellas, todavía muy lejos, vimos las torres de una pequeña iglesia. De pronto Helen buscó mi mano.

Unos minutos después nos internamos por una pista de tierra, obedeciendo el letrero de un pueblo al que llamaré Dimovo. Después la pista se estrechó y Ranov frenó delante de la iglesia, aunque Dimovo no se veía.

La iglesia de Sveti Petko el Mártir era muy pequeña (una capilla de albañilería maltratada por los elementos), aposentada en un prado que tal vez se había utilizado para acumular heno durante la estación. Dos robles retorcidos formaban un refugio sobre ella, y a su lado se acurrucaba un cementerio como nunca había visto, tumbas de campesinos, algunas de las cuales se remontaban al siglo XVIII, explicó Ranov con orgullo.

– Es una tradición. Hay muchos sitios como éste en los que, todavía ahora, se entierran a los trabajadores agrícolas. -Las lápidas eran de madera o piedra, con un remate triangular encima, y muchas tenían lamparitas en su base-. El hermano Ivan dice que la ceremonia no empezará hasta las once y media -nos informó Ranov-. Ahora están preparando la iglesia. Primero nos acompañará a casa de Baba Yanka y después volveremos para presenciar el espectáculo.

Nos miró fijamente, como para averiguar qué nos interesaba más.

– ¿Qué están haciendo allí?

Señalé a un grupo de hombres que trabajaban en el campo contiguo a la iglesia. Algunos estaban apilando troncos y ramas grandes, mientras otros disponían ladrillos y piedras a su alrededor. Ya habían recogido un inmenso arsenal del bosque.

– El hermano Ivan dice que es para la hoguera. No lo sabía, pero van a caminar sobre el fuego.

– ¡Caminar sobre el fuego! -exclamó Helen.

– Sí -contestó Ranov-. ¿Conocen esta costumbre? No es muy habitual en nuestros días, sobre todo en esta parte del país. Sólo sé que se conserva en la región del mar Negro, pero esta zona es pobre y supersticiosa. El Partido está trabajando por mejorar la situación. No me cabe duda de que, al final, estas cosas serán eliminadas.

– Yo también he oído hablar de esto. -Helen se volvió hacia mí-. Era una costumbre pagana, y pasó a ser cristiana cuando los pueblos de los Balcanes se convirtieron. Por lo general, se baila más que se camina. Me alegro mucho de poder presenciar algo semejante.

Ranov se encogió de hombros y nos guió hacia la iglesia, pero no antes de ver que uno de los hombres que reunían leña se inclinaba y prendía fuego a la pira, que ardió al instante.

La madera estaba seca, y las llamas no tardaron en alcanzar la parte superior de la pila, de modo que todas las ramas se abrasaron. Hasta Ranov permaneció inmóvil. Los hombres que habían encendido el fuego retrocedieron unos pasos, y luego unos cuantos más, y se limpiaron las manos en los pantalones. El fuego cobró vida plena de repente. Las llamas casi llegaron a la altura del tejado de la iglesia, pero estaban lo bastante lejos para no amenazarla. Vimos al fuego devorar su enorme manjar, hasta que Ranov se volvió de nuevo.

– Dejarán que se vaya quemando durante las siguientes horas -dijo-. Ni los más

supersticiosos se pondrían a bailar ahora.

Cuando entramos en la iglesia, un joven, al parecer el sacerdote, salió a recibirnos. Nos estrechó la mano con una agradable sonrisa, y el hermano Ivan y él se hicieron sendas reverencias.

– Dice que es un honor recibirles en este día -informó Ranov con cierta sequedad.

– Dígale que es un honor para nosotros poder asistir a la fiesta. ¿Podría preguntarle quién fue Sveti Petko?

El sacerdote explicó que era un mártir local, asesinado por los turcos durante la ocupación por negarse a abjurar de su fe. Sveti Petko había sido el párroco de la primera iglesia erigida en este lugar, que los turcos habían incendiado, e incluso después de que quemaran su iglesia se negó a aceptar la fe musulmana. Habían erigido la iglesia más tarde, y enterraron sus reliquias en la antigua cripta. Hoy, mucha gente iba para postrarse allí. Su icono especial, y otros dos de gran poder, serían transportados en procesión alrededor de la iglesia y a través del fuego. Allí estaba Sveti Petko, pintado en la pared delantera de la iglesia. Señaló un fresco semiborrado que tenía detrás, el cual plasmaba un rostro barbudo no muy diferente del suyo. Debíamos volver a visitar la iglesia cuando estuviera todo preparado. Estábamos invitados a presenciar la ceremonia y a recibir la bendición de Sveti Petko. No seríamos los primeros peregrinos de otros países que habían acudido al santuario para aliviar enfermedades o dolores. El sacerdote nos sonrió con dulzura.