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Le pregunté por mediación de Ranov si había oído hablar de un monasterio llamado Sveti Georgi. Negó con la cabeza.

– El monasterio más cercano es Bachovski -dijo-. A veces, monjes de otros monasterios han venido aquí en peregrinación, pero hace mucho tiempo.

Supuse que se refería a que las peregrinaciones habían cesado desde la conquista del poder por parte de los comunistas, y tomé nota mental de preguntar a Stoichev acerca de esto cuando volviéramos a Sofía.

– Le preguntaré la dirección de Baba Yanka -dijo Ranov al cabo de un momento.

El sacerdote sabía muy bien dónde vivía. Lamentó no poder acompañarnos, pero la iglesia había estado cerrada meses (sólo acudía aquí los días festivos), de modo que su ayudante y él tenían mucho trabajo que hacer.

La aldea se aposentaba en una hondonada, justo debajo del prado donde se erguía la iglesia.

Era la comunidad más pequeña que había visto desde mi llegada al bloque oriental, no más de quince casas acurrucadas casi con temor, con manzanos y huertos en sus alrededores, pistas de tierra lo bastante anchas para dejar paso a una carreta, un antiguo pozo con un travesaño de madera y un cubo que colgaba de él. Me quedé sorprendido por la absoluta ausencia de elementos modernos, y me descubrí buscando señales del siglo XX. Por lo visto, ese siglo no había pasado por allí, y casi me sentí traicionado cuando vi un cubo de plástico en el patio lateral de una casa de piedra. Daba la impresión de que las casas habían crecido a partir de pilas de roca gris, con los pisos superiores construidos en albañilería como una idea de última hora, con los tejados de pizarra. Algunas exhibían hermosos adornos antiguos de madera que no habrían quedado fuera de lugar en un pueblo de estilo tudor.

Cuando entramos en la única calle de Dimovo, la gente empezó a salir de las casas y establos para darnos la bienvenida, sobre todo gente mayor, muchos deformados hasta extremos increíbles por años de rudo trabajo, las mujeres con las piernas arqueadas de manera grotesca, los hombres inclinados hacia delante como si fueran cargados siempre con un saco invisible de algo pesado. La piel de su cara era de color tostado, con las mejillas encarnadas. Sonreían y saludaban, y vi destellos de encías desdentadas o materiales brillantes en sus bocas. Al menos habían recibido los cuidados de un dentista, pensé, aunque costaba imaginar dónde o cómo. Algunos se adelantaron para inclinarse ante el hermano Ivan, y él los bendijo y dio la impresión de que interrogaba a algunos. Caminamos hasta la casa de Baba Yanka en el centro de una pequeña multitud, cuyos miembros más jóvenes podrían haber cumplido los setenta, aunque Helen me dijo después que estos campesinos debían tener veinte años menos de lo que yo pensaba.

La casa de Baba Yanka era muy pequeña, apenas una cabaña, y se apoyaba contra un pequeño establo. La mujer se acercó a la puerta para ver qué estaba pasando. Lo primero que vi de ella fue un destello de su pañuelo de flores rojas para la cabeza y después su corpiño a rayas y el delantal. Se asomó, nos miró, y algunos aldeanos gritaron su nombre, lo cual provocó que saludara con la cabeza rápidamente. La piel de su cara era de color caoba, la nariz y la barbilla afiladas, y los ojos, cuando nos acercamos más, al parecer castaños, pero perdidos entre pliegues de arrugas.

Ranov le dijo algo (confié en que no fuera nada arrogante o impertinente), y después de mirarnos unos minutos, la mujer cerró la puerta de madera. Esperamos en silencio fuera, y cuando volvió a abrirla, vi que no era tan diminuta como había imaginado. Le llegaba a Helen al hombro, y sus ojos eran risueños en una cara cautelosa. Besó la mano del hermano Ivan y nosotros le estrechamos la mano, cosa que pareció dejarla perpleja. Después nos guió hasta el interior de la casa como si fuéramos un grupo de gallinas fugitivas.

Su casa era muy pobre por dentro, pero limpia, y observé con una punzada de compasión que la había adornado con un jarrón de}flores silvestres, que descansaba sobre una mesa arañada y restregada. La casa de la madre de Helen era una mansión comparada con esta pulcra y destartalada habitación, con la escalerilla que subía al primer piso clavada a una pared. Me pregunté durante cuánto tiempo podría subir la escalera Baba Yanka, pero se movía por la habitación con tal energía que comprendí al cabo de un momento que no era una anciana. Se lo dije en un susurro a Helen y ella asintió.

– Unos cincuenta -dijo en voz baja.

Esto todavía me impresionó más. Mi madre, en Boston, tenía cincuenta y dos años, y habría podido ser la nieta de esta mujer. Las manos de Baba Yanka eran tan deformes como ligeros sus pies. Vi que sacaba platos cubiertos con tela y disponía vasos ante nosotros, y me pregunté qué habría hecho con aquellas manos durante su vida para que tuvieran ese aspecto. Talar árboles, tal vez, cortar leña, recoger cosechas, trabajar con frío y calor. Nos dirigió una o dos miradas subrepticias mientras se afanaba, cada una acompañada de una veloz sonrisa, y al final nos sirvió un brebaje, algo blanco y espeso, que Ranov engulló al instante. Señaló con la cabeza en dirección a la mujer y se secó la boca con un pañuelo. Yo le imité a continuación, pero estuve a punto de morir. El líquido estaba tibio y sabía a suelo de establo. Intenté reprimir las arcadas, mientras Baba Yanka me sonreía. Helen bebió el suyo con dignidad, y Baba Yanka le palmeó la mano.

– Leche de oveja mezclada con agua -explicó Helen-. Imagina que es un batido de leche.

– Ahora le preguntaré si va a cantar -dijo Ranov-. Eso es lo que quieren, ano?

Conversó un momento con el hermano Ivan, quien se volvió hacia Baba Yanka. La mujer se encogió y cabeceó con vehemencia. No, no iba a cantar. Estaba claro que no quería. Nos señaló y escondió las manos bajo el delantal. Pero el hermano Ivan asintió.

– Primero le pediremos que cante lo que le dé la gana -explicó Ranov-. Después podrán interrogarla sobre la canción que les interesa.

Dio la impresión de que Baba Yanka se había resignado, y me pregunté si toda la protesta había sido una exhibición ritual de modestia, porque ya estaba sonriendo de nuevo. Suspiró y enderezó los hombros bajo su gastada blusa floreada. Nos miró sin astucia y abrió la boca. El sonido que surgió se me antojó asombroso, primero porque fue asombrosamente fuerte, de modo que los vasos estuvieron a punto de vibrar sobre la mesa, y la gente que estaba delante de la puerta abierta (me dio la impresión de que se había congregado la mitad del pueblo) asomó la cabeza. Las paredes y el suelo retemblaron, y las ristras de cebollas y pimientos que colgaban sobre la cocina oscilaron. Tomé la mano de Helen a escondidas. Primero nos estremeció una nota, después otra, cada una larga y lenta, cada una un aullido de sufrimiento y desesperación. Recordé a la doncella que había saltado al precipicio antes que ir a parar al harén del bajá, y me pregunté si se trataría de un texto similar. Por extraño que pareciera, Baba Yanka sonreía en cada nota, respiraba hondo y nos sonreía. Escuchamos en estupefacto silencio hasta que enmudeció de repente. La última nota pareció prolongarse indefinidamente en la diminuta casa.

– Queremos saber el significado de la letra, por favor -dijo Helen.

Con aparente dificultad, que no borró su sonrisa, Baba Yanka recitó la letra de la canción, y Ranov tradujo.

El héroe yace en lo alto de la verde montaña.

El héroe agoniza con nueve heridas en el costado.

Oh, tú, halcón, vuela hacia él y dile que sus hombres están a salvo,

a salvo en las montañas, todos sus hombres.

El héroe tenía nueve heridas en el costado,

pero fue la décima la que le mató.

Cuando terminó, Baba Yanka aclaró algún punto a Ranov, sin dejar de sonreír y agitando un dedo hacia él. Tuve la sensación de que le daría unos azotes y le enviaría a la cama sin cenar si se portaba mal en su casa.

– Pregúntele la antigüedad de la canción y dónde la aprendió -dijo Helen.

Ranov formuló la pregunta y Baba Yanka estalló en carcajadas, señaló hacia atrás y agitó las manos, Hasta Ranov sonrió.

– Dice que es antigua como las montañas y ni siquiera su bisabuela sabía su antigüedad. La aprendió de su bisabuela, que vivió hasta los noventa y tres años.

A continuación, Baba Yanka nos hizo preguntas. Cuando clavó los ojos en nosotros, vi que eran unos ojos maravillosos, casi como si el sol y el viento les hubieran dado forma, de un color castaño dorado, casi ámbar, con el brillo realzado por el rojo de su pañuelo. Asintió, como incrédula, cuando le dijimos que éramos de Norteamérica.

– ¿Amerika?-. Dio la impresión de que meditaba-. Eso debe estar más allá de las montañas.

– Es una mujer muy ignorante -comentó Ranov-. El Gobierno se está esforzando al máximo por aumentar el nivel de educación en estos parajes. Es una prioridad importante.

Helen había sacado una hoja de papel y tomó la mano de la mujer.

– Pregúntele si conoce una canción como ésta. Se la tendrá que traducir. «El dragón bajó a nuestro valle. Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.»

Ranov tradujo esto a Baba Yanka. Ella escuchó con atención un momento, y de repente su rostro se contrajo de miedo y desagrado. Retrocedió en su silla de madera y se persignó a toda prisa.

– ¡Ne! -dijo con vehemencia, y liberó su mano de la de Helen-. Ne, ne.

Ranov se encogió de hombros.

– Ya lo entienden. No la sabe.

– Pues claro que sí -dije en voz baja-. Pregúntele por qué tiene miedo de hablarnos de ella.

Esta vez la mujer se puso seria.

– No quiere hablar de la canción -dijo Ranov.

– Dígale que la recompensaremos.