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La gente demasiado vieja o enferma para bailar sonreía con sus terribles dientes y encías vacías, pateaban el suelo o seguían el ritmo con sus bastones.

Baba Yanka y su hermana estaban calladas, como si su momento aún no hubiera llegado.

Esperaron a que el flautista las llamara con gestos y sonrisas, y luego a que el público se sumara a la llamada, fingieron cierta vacilación, y al final se levantaron y caminaron cogidas de la mano hacia los músicos, a cuyo lado se colocaron. Todo el mundo enmudeció, y la gaida tocó una pequeña introducción. Las dos mujeres empezaron a cantar, con los brazos enlazados mutuamente alrededor de la cintura, y el sonido que produjeron (una armonía que me llegaba a las entrañas, áspera y bella) dio la impresión de emanar de un solo cuerpo. El sonido de la gaida se intensificó a su alrededor, y después las tres voces, las voces de las dos mujeres y la cabra, se elevaron juntas y se dispersaron sobre nosotros como el gemido de la propia tierra. De pronto, los ojos de Helen se inundaron de lágrimas, algo tan inusual que la rodeé con mi brazo delante de todo el mundo.

Después de que las mujeres interpretaran cinco o seis canciones, con vítores procedentes de la multitud, todo el mundo se levantó, aunque no supe a qué señal se debía hasta que el sacerdote se acercó. Portaba un icono de Sveti Petko, envuelto en terciopelo rojo, y detrás venían dos muchachos, cada uno vestido con un hábito oscuro y cargados con un icono cubierto por completo de seda blanca. Esta procesión se dirigió al otro lado de la iglesia,

seguida de los músicos, que interpretaban una triste melodía, hasta detenerse entre la iglesia y la hoguera grande. El fuego se había apagado por completo. Sólo quedaba un círculo de brasas consumidas, de un rojo infernal. Hilillos de humo se elevaban de ellas, como si debajo hubiera algo vivo que aún respirara. El sacerdote y sus ayudantes se pararon junto a la pared de la iglesia, sosteniendo sus tesoros delante de ellos.

Por fin, los músicos atacaron una nueva canción, alegre pero triste al mismo tiempo, pensé, y uno a uno, los aldeanos que podían bailar, o al menos caminar, formaron una larga línea serpenteante que se puso a dar vueltas poco a poco alrededor del fuego. Cuando la hilera pasó delante de la iglesia, Baba Yanka y otra mujer (esta vez no era su hermana, sino una mujer todavía más curtida por la intemperie, cuyos ojos nublados parecían casi ciegos) se adelantaron e inclinaron la cabeza ante el sacerdote y los iconos. Se quitaron los zapatos y calcetines y los dejaron con cuidado junto a la escalera de la iglesia. Besaron el rostro adusto de Sveti Petko y recibieron la bendición del sacerdote. Los jóvenes ayudantes de éste entregaron un icono a cada mujer, al tiempo que retiraban las fundas de seda. La música alcanzó una nueva intensidad. El hombre que tocaba la gaida sudaba profusamente, con el rostro amoratado y las mejillas infladas.

A continuación, Baba Yanka y la mujer de los ojos nublados se pusieron a bailar, sin perder el paso en ningún momento, y después, mientras yo presenciaba la escena inmóvil, bailaron descalzas sobre las brasas. Cada mujer sostenía el icono delante de ella cuando entró en el círculo. Cada una lo sostenía en alto, con la vista clavada con dignidad en otro mundo. La mano de Helen estrujó la mía hasta que me dolieron los dedos. Los pies de las mujeres se alzaban y caían sobre las brasas, levantaban chispas. En un momento dado vi que del dobladillo de la falda a rayas de Baba Yanka salía humo. Bailaron entre las brasas al misterioso ritmo del tambor y la gaita, y cada una tomó una dirección diferente dentro del círculo de fuego.

Yo no había visto los iconos cuando entraron en el círculo, pero ahora observé que uno, en manos de la mujer ciega, plasmaba a la Virgen María, con el Niño sobre la rodilla, la cabeza inclinada bajo una pesada corona. No pude ver el icono de Baba Yanka hasta que dio la vuelta al círculo. El rostro de Baba Yanka era asombroso, los ojos enormes y fijos, los labios relajados, la piel marchita brillante a causa del terrible calor. El icono que portaba en brazos debía ser muy antiguo, como el de la Virgen, pero a través de las manchas de humo y el calor, distinguí muy bien una imagen. Mostraba a dos figuras enfrentadas en una especie de baile, dos seres terribles y amenazadores por igual. Uno era un caballero con armadura y capa roja, el otro un dragón de cola larga y ensortijada.

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Diciembre de 1963

Querida hija:

Ahora estoy en Nápoles. Este año voy a intentar ser más sistemática en mi investigación.

Hace calor en Nápoles, pese a ser diciembre, cosa que agradezco porque estoy muy

resfriada. Nunca supe lo que significaba sentirse sola antes de dejarte, porque nunca nadie me había amado como tu padre, y como tú, creo. Ahora soy una mujer solitaria en una biblioteca, que se suena la nariz y toma notas. Me pregunto si alguien se ha sentido tan solo como yo me siento aquí en la habitación de mi hotel. En público, llevo el pañuelo sobre la blusa de cuello alto. Mientras desayuno sola, alguien me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.

Después aparto la vista. Tú no eres la única persona con la que no me merezco

relacionarme.

Tu madre que te quiere,

Helen

Febrero de 1964

Querida hija:

Atenas es sucia y ruidosa, y me resulta difícil acceder a los documentos que necesito del Instituto de Grecia Medieval, que parece ser tan medieval como su contenido. Pero esta mañana, sentada en la Acrópolis, casi puedo imaginar que esta separación terminará algun día, y nos sentaremos, cuando ya seas una mujer, tal vez, sobre estas piedras derrumbadas miraremos la ciudad. Yamos a ver: serás alta como tu padre, como yo, de pelo oscuro revuelto (¿muy corto o recogido en una trenza gruesa?), llevarás gafas de sol y zapatillas de deporte, tal vez un pañuelo en la cabeza si el viento es tan fuerte como hoy. Y yo estaré vieja, arrugada, sólo orgullosa de ti. Los camareros de los cafés te mirarán a ti, no a mí, y

yo reiré feliz, mientras tu padre les lanza una mirada fulminante por encima del periódico.

Tu madre que te quiere,

Helen

Marzo de 1964

Querida hija:

Ayer, mis fantasías acerca de la Acrópolis eran tan intensas que he vuelto esta mañana sólo para escribirte. Sin embargo, en cuanto me senté a contemplar la ciudad, me empezó a doler la herida del cuello, y pensé que una presencia me estaba acechando en las cercanías, de modo que sólo pude mirar a mi alrededor una y otra vez, con la intención de ver a alguien sospechoso entre las multitudes de turistas. No puedo entender por qué este monstruo no ha venido todavía desde el abismo de los siglos para encontrarme. Ya estoy a su alcance, contaminada, casi deseosa de él. ¿Por qué no toma la iniciativa y me alivia de esta desdicha? Pero en cuanto pienso esto, me doy cuenta de que debo seguir oponiéndole resistencia, rodeándome y protegiéndome con todo tipo de amuletos, hasta descubrir sus añagazas con la esperanza de sorprenderle en una de ellas, tan desprevenido que yo sea capaz de pasar a la historia por haberlo destruido. Tú, mi ángel perdido, eres el fuego que alimenta esta ambición desesperada.

Tu madre que te quiere,

Helen

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Cuando vimos el icono con el que cargaba Baba Yanka, no sé quién fue el primero que lanzó una exclamación, Helen o yo, pero los dos disimulamos la reacción al instante. Ranov estaba apoyado en un árbol a menos de tres metros de distancia, y observé aliviado que estaba contemplando el valle, aburrido y desdeñoso, ocupado con su cigarrillo, y al parecer no había reparado en el icono. Pocos segundos después, Baba Yanka se había dado la vuelta para salir del fuego en compañía de la otra mujer, y ambas se acercaron al sacerdote.

Devolvieron los iconos a los dos muchachos, que los cubrieron al instante. Yo no dejaba de vigilar a Ranov. El sacerdote estaba bendiciendo a las dos mujeres, y se alejaron con el hermano Ivan, que les dio a beber agua. Baba Yanka nos dirigió una mirada de orgullo cuando pasó, ruborizada, sonriente, y nos guiñó el ojo. Helen y yo le dedicamos una inclinación, admirados. Examiné sus pies. No parecían haber sufrido el menor daño, igual que los de la otra mujer. Sólo en sus caras se notaba el calor del fuego, como una quemadura solar.

– El dragón -murmuró Helen mientras las mirábamos.

– Sí -dije-. Hemos de averiguar dónde guardan ese icono y qué antigüedad tiene.

Vamos. El cura nos prometió una visita a la iglesia.

– ¿Y Ranov?

Helen no miró a su alrededor.

– Tendremos que rezar para que decida abstenerse de seguirnos -dije-. Creo que no vio el icono.

El sacerdote estaba volviendo a la iglesia, y la gente había empezado a dispersarse. Le seguimos con parsimonia, y le encontramos colocando el icono de Sveti Petko en su podio.

No vimos los otros dos iconos. Le di las gracias y alabé en inglés la belleza de la ceremonia. Agité las manos y señalé al exterior. Pareció complacido. Después hice un ademán que abarcó la iglesia y enarqué las cejas.

– ¿Podemos dar una vuelta?

– ¿Una vuelta?

Frunció el ceño un segundo, y volvió a sonreír. Esperen. Sólo necesitaba cambiarse.

Cuando volvió con su atuendo negro habitual, nos enseñó todos los nichos, señalando ikoni y Hristos, y otras cosas que comprendimos más o menos. Por lo visto, sabía mucho de aquel lugar y de su historia, pero desgraciadamente no pudimos entenderle. Por fin, le pregunté dónde estaban los demás iconos, y señaló la cavidad que yo había advertido antes en una capilla lateral. Al parecer, los habían devuelto a la cripta, donde los guardaban.

Buscó su linterna y nos guió hacia abajo.

Los peldaños de piedra eran empinados, y la corriente fría que nos llegó desde abajo consiguió que la iglesia pareciera provista de calefacción. Agarré la mano de Helen mientras seguíamos la linterna del sacerdote, la cual iluminaba las piedras antiguas que nos rodeaban. La pequeña cámara no estaba del todo a oscuras. Las velas de dos lampadarios ardían junto al altar, y al cabo de un momento vimos que no se trataba de un altar, sino de un trabajado relicario de latón, cubierto en parte por damasco rojo bordado. Sobre él descansaban los dos iconos en sus marcos plateados, la Virgen y (avancé un paso) el dragón y el caballero.