– Eso es cierto -reconoció Barley, y se volvió a encasquetar la gorra.
Yo guardé silencio un rato. El único sonido que se oía era el de nuestros pies sobre el pavimento irregular (en este punto, la carretera aún estaba pavimentada). Yo no quería decir estas cosas, pero se iban acumulando en mi interior.
– El profesor Rossi escribió que el suicidio pone a la persona en peligro de convertirse en un…, de convertirse…
– Me acuerdo -se limitó a decir Barley. Ojalá no hubiera hablado. La carretera
serpenteaba hacia arriba-. Tal vez pasará alguien en coche -añadió.
Pero no apareció ningún coche y nosotros aceleramos el paso, de modo que al cabo de un rato jadeábamos en lugar de hablar. Los muros del monasterio me pillaron por sorpresa cuando salimos del bosque y doblamos el último recodo. Yo no me acordaba del recodo, ni del súbito claro en el pico de la montaña, rodeados por la enorme noche. Apenas recordaba la zona llana y polvorienta situada bajo la puerta principal, donde hoy no había coches aparcados. ¿Dónde estaban los turistas?, me pregunté. Un momento después nos acercamos lo bastante para leer el letrero: estaban en obras, ese mes estaba cerrado al público. No fue suficiente para que aminoráramos el paso.
– Vamos -dijo Barley. Tomó mi mano, y yo me alegré muchísimo. La mía había
empezado a temblar.
Los muros que rodeaban la puerta estaban adornados ahora con andamios. Una mezcladora de cemento portátil (¿cemento aquí?) se interponía en nuestro camino. Las puertas de madera estaban cerradas, pero no con llave, tal como descubrimos cuando tanteamos la anilla de hierro con manos cautelosas. No me gustaba entrar sin permiso. No me gustaba el hecho de que no viéramos ni rastro de mi padre. Tal vez estaba todavía en Les Bains, o en otro sitio. ¿Estaría explorando el pie del precipicio como años antes, cientos de metros más abajo, fuera de nuestro ángulo de visión? Empecé a arrepentirme de nuestro impulso de ir directamente al monasterio. Para colmo, aunque debía faltar una hora para el verdadero ocaso, el sol se estaba ocultando tras los Pirineos a marchas forzadas, por detrás de los picos más altos. El bosque del que acabábamos de salir estaba ya envuelto en sombras espesas, y el último color del día no tardaría en abandonar los muros del monasterio.
Entramos con sigilo, en dirección al patio y los claustros. La fuente de mármol rojo
burbujeaba de manera audible en el centro. Descubrí las delicadas columnas en forma de sacacorchos que recordaba, los largos claustros, la rosaleda al final. La luz dorada había desaparecido, sustituida por sombras de un umbrío profundo. No se veía a nadie.
– ¿Crees que deberíamos volver a Les Bains? -susurré a Barley.
Estaba a punto de contestar cuando captamos un sonido, unos cánticos, procedente de la iglesia, al otro lado del claustro. Sus puertas estaban cerradas, pero oímos que se estaba celebrando un servicio religioso, con intervalos de silencio.
– Todos están ahí dentro -dijo Barley-. Tal vez tu padre también.
Pero yo abrigaba mis dudas.
– Si está aquí, lo más probable es que haya bajado…
Callé y paseé la mirada alrededor del patio. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que había estado allí con mi padre (mi segunda visita, como sabía ahora), y por un momento no logré acordarme de dónde estaba la entrada de la cripta. De pronto, vi el umbral, como si se hubiera abierto en el cercano muro de los claustros sin que yo me diera cuenta. Recordé entonces los peculiares animales tallados en piedra: grifos y leones, dragones y aves, animales extraños que era incapaz de identificar, híbridos del bien y el mal.
Barley y yo miramos hacia la iglesia, pero las puertas estaban bien cerradas, y nos
encaminamos con sigilo hacia la puerta de la cripta. Cuando paramos un momento bajo la mirada de aquellas bestias petrificadas, sólo pude ver las sombras a las que íbamos a descender, y mi corazón se encogió. Después recordé que mi padre podía estar allí abajo, tal vez en una situación terrible. Además, Barley sujetaba mi mano todavía, larguirucho y desafiante a mi lado. Casi esperaba oírle mascullar algo acerca de las cosas raras en que se metía mi familia, pero estaba tenso junto a mí, dispuesto a lo que fuera.
– No tenemos luz -susurró.
– Bien, pues no podemos entrar en la iglesia para coger una vela -señalé de forma innecesaria.
– Tengo mi encendedor.
Barley lo sacó del bolsillo. No sabía que fumaba. Lo encendió un segundo, lo sostuvo sobre los escalones y descendimos juntos hacia la oscuridad.
Al principio, la penumbra era casi absoluta, y bajamos a tientas los antiguos peldaños.
Después vimos una luz que parpadeaba en las profundidades de la cripta (no se trataba del mechero de Barley, que encendía cada pocos segundos), y yo tenía un miedo tremendo. La luz espectral era aún peor que la oscuridad. Barley aferró mí mano hasta que la sentí quedarse sin vida. La escalera se curvaba al final, y cuando doblamos el último recodo, recordé que mi padre había dicho que ésa había sido la nave de la iglesia primitiva. Vimos el gran sarcófago de piedra del abad. Vimos la oscura cruz tallada en el antiguo ábside, la bóveda baja sobre nosotros, una de las primeras expresiones del románico de toda Europa.
Todo esto lo vi de refilón, porque en aquel preciso momento una sombra se desprendió de las sombras más profundas, al otro lado del sarcófago, y se incorporó: un hombre que sostenía un farol. Era mi padre. Su rostro aparecía demacrado a la luz fluctuante. Creo que nos vio en el mismo instante que nosotros le vimos a él.
– ¡Dios mío! -Nos miramos-. ¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó en voz baja mirándonos a Barley y a mí, con el farol levantado ante nuestras caras. Su tono era feroz, henchido de ira, miedo, amor. Solté la mano de Barley y corrí hacia mi padre, rodeé el sarcófago y él me abrazó-. Jesús -dijo, y acarició mi pelo un segundo-. Éste es el último lugar donde deberías estar.
– Leímos el capítulo en el archivo de Oxford -susurré-. Tenía miedo de que estuvieras…
No pude terminar. Ahora que le había encontrado, y estaba vivo, y tenía el mismo aspecto de siempre, me sentía temblar de la cabeza a los pies.
– Salid de aquí -dijo, y luego me atrajo hacia sí-. No, es demasiado tarde… No quiero que salgas sola de este lugar. Faltan pocos minutos para que se ponga el sol. Coge esto – dirigió la luz hacia mí-, y tú, ayúdame con la losa -dijo a Barley.
Le obedeció al instante, aunque vi que sus rodillas también temblaban, y le ayudó a apartar la losa del gran sarcófago. Vi entonces que mi padre había apoyado una larga estaca contra la pared. Debía estar preparado para enfrentarse a un horror largo tiempo buscado en aquel ataúd de piedra, pero no para lo que vio. Levanté el farol, atrapada entre el deseo de mirar y el de no mirar, y todos contemplamos el espacio vacío, el polvo.
– Oh, Dios -dijo. Era una nota que nunca había percibido en su voz, un sonido de
absoluta desesperación, y recordé que ya había contemplado antes ese vacío. Avanzó dando tumbos y oí que la estaca caía sobre la piedra con estruendo. Pensé que iba a llorar, o a mesarse los cabellos, inclinado sobre la tumba vacía, pero su dolor le había paralizado-.
Dios -repitió, casi en un susurro-. Pensaba que había encontrado el lugar correcto, la fecha correcta, por fin… Pensaba…
No terminó, porque de las sombras del antiguo crucero, adonde no llegaba la menor luz, surgió una figura como nunca habíamos visto. Era una presencia tan extraña que no habría podido gritar aunque mi garganta no se hubiera cerrado al instante. Mi farol iluminó sus píes y piernas, un brazo y un hombro, pero no la cara oculta en las sombras, y yo estaba demasiado aterrorizada para levantar más la luz. Me encogí contra mi padre, al igual que Barley, de manera que todos nos parapetamos más o menos tras la barrera del sarcófago vacío.
La figura se acercó un poco más y se detuvo, sin mostrar todavía la cara. Para entonces ya había visto que tenía la forma de un hombre, pero no se movía como un ser humano. Iba calzado con botas negras estrechas, diferentes de una manera indescriptible de cualquier bota que hubiera visto hasta entonces, y pisaron el suelo en silencio cuando la figura avanzó. Alrededor de ellas caía una capa, o tal vez una sombra más amplia, y sus poderosas piernas estaban envueltas en terciopelo oscuro. No era tan alto como mi padre, pero sus hombros, bajo la pesada capa, eran anchos, y su contorno borroso proyectaba la impresión de una estatura superior. La capa debía tener una capucha, porque su rostro era una sombra.
Después de aquel segundo horroroso, vi sus manos, blancas como el hueso en contraste con sus ropas oscuras, con un anillo incrustado de joyas en un dedo.
Era tan real, estaba tan cerca de nosotros, que yo no podía respirar. De hecho, empecé a pensar que, si podía obligarme a caminar hacia él, sería capaz de volver a respirar, y después empecé a desear acercarme un poco más. Palpé el cuchillo de plata en mi bolsillo, pero nada habría podido convencerme de empuñarlo. Algo brillaba donde debía estar su cara (¿ojos enrojecidos, dientes, una sonrisa?), y después habló con un borbollón de palabras. Lo llamo borbollón porque nunca había oído un sonido semejante, un caudal gutural de palabras que habrían podido ser muchos idiomas a la vez, o un idioma extraño que yo nunca había oído. Al cabo de un momento se resolvió en palabras que podía entender, y experimenté la sensación de que eran palabras que conocía con mi sangre, no con mis oídos.
– Buenas noches. Le felicito.
Al oír esto mi padre pareció volver a la vida. No sé cómo encontró fuerzas para hablar.
– ¿Dónde está ella? -gritó. Su voz tembló de miedo y furia.
– Es usted un estudioso extraordinario.
No sé por qué, pero en aquel momento dio la impresión de que mi cuerpo se movía hacia él por voluntad propia. Mi padre levantó la mano casi al mismo tiempo y me agarró con fuerza, de manera que el farol osciló y sombras y luces terribles bailaron alrededor de nosotros. En aquel segundo de luz, vi un detalle de la cara de Drácula, tan sólo una curva del caído bigote moreno, un pómulo que habría podido ser un hueso desnudo.
– Ha sido el más decidido de todos. Venga conmigo y le proporcionaré conocimientos suficientes para diez mil vidas.