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Era fuerte y nervudo, de suave pelaje blanco y negro. Le había puesto el nombre de Rembrandt. Pensando en él, alcé el borde de la persiana, levanté la ventana y llamé, a la espera del ruido sordo de patas felinas sobre el antepecho de la ventana. Sólo oí el tráfico nocturno a lo lejos, en el centro ciudad. Bajé la cabeza y me asomé.

Su forma llenó el espacio de una manera grotesca, como si hubiera rodado hasta allí jugando y después se hubiera desplomado. Lo entré en la cocina con manos cariñosas y aprensivas, consciente de la columna vertebral rota y la cabeza oscilante. Rembrandt tenía los ojos más abiertos que nunca, la boca retraída en un chillido de miedo y las garras delanteras desplegadas y erizadas. Supe enseguida que no había podido caer allí con tamaña precisión, sobre el estrecho antepecho. Haría falta una mano grande y fuerte para matar al animal. Acaricié su pelaje suave, y la rabia se impuso al terror. Tal vez el culpable había recibido arañazos, hasta mordiscos feroces. Pero mi amigo estaba definitivamente muerto.

Lo deposité con ternura sobre el suelo de la cocina, y mis pulmones se llenaron de un odio brumoso, y entonces me di cuenta de que su cuerpo aún estaba caliente.

Giré en redondo, cerré la ventana con pestillo y pensé frenéticamente en mi siguiente movimiento. ¿Cómo podría protegerme? Todas las ventanas estaban cerradas, y la puerta con doble pasador. Pero ¿qué sabía yo sobre los horrores del pasado? ¿Se colaban en las casas como niebla, por debajo de la puerta, o las ventanas estallaban y algo se materializaba ante ti? Busqué un arma. No tenía pistola, pero en las películas de vampiros las balas no servían de nada contra Bela Lugosi, a menos que el héroe fuera provisto de una bala de plata especial. ¿Qué había aconsejado Rossi? «Yo no iría por ahí con ajos en los bolsillos, no». Y también algo más: «Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo. De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso».

Encontré una toalla limpia en un cajón de la cocina y envolví el cuerpo de mi amigo con ella, para luego sacarlo al vestíbulo. Tendría que enterrarlo al día siguiente, si es que el día llegaba como de costumbre. Lo enterraría en el patio trasero del edificio de apartamentos, a una buena profundidad, donde los perros no pudieran encontrarlo. Me costaba pensar en comida en este momento, pero preparé mi taza de caldo y me corté una rebanada de pan para seguir trabajando.

Después me senté al escritorio, guardé los documentos de Rossi en un sobre y lo cerré. Dejé encima mi misterioso libro del dragón, con cuidado de que no se abriera. Coloqué encima mi ejemplar del clásico de Hermann Golden Age of Amsterdam, que era uno de mis libros favoritos desde hacía mucho tiempo. Abrí mis notas para la tesis sobre el centro del escritorio y apoyé en vertical delante de mí un folleto sobre los gremios de comerciantes de Utrecht, una reproducción de la biblioteca que aún no había examinado. Dejé mi reloj al lado y vi con un estremecimiento supersticioso que indicaba las doce menos cuarto. Por la mañana, me dije, iría a la biblioteca y me pondría a leer todo lo que encontrara con vistas a prepararme para los próximos días. No me vendría mal saber algo más acerca de estacas de plata, guirnaldas de ajos y crucifijos, los remedios campesinos prescritos contra los No Muertos durante tantos siglos. Eso demostraría fe en la tradición, al menos. De momento sólo contaba con el consejo de Rossi, pero él nunca me había fallado cuando estaba en condiciones de ayudarme. Recogí la pluma e incliné la cabeza sobre el folleto.

Nunca me había costado tanto concentrarme. Todos los nervios de mi cuerpo parecían atentos a la presencia del exterior, si de una presencia se trataba, como si mi mente, antes que mis oídos, fuera capaz de oír su roce contra las ventanas. Con un esfuerzo, me planté con firmeza en Amsterdam, 1690. Escribí una frase, luego otra. Cuatro minutos para la medianoche. «Busca algunas anécdotas sobre la vida de los marineros holandeses», apunté en mis papeles. Pensé en los comerciantes, reunidos en sus ya antiguos gremios para obtener lo máximo posible de sus vidas y mercancías, actuando día tras día en consonancia con su sentido del deber más bien sencillo, utilizando parte de sus ganancias para construir hospitales destinados a los pobres. Dos minutos para la medianoche. Apunté el nombre del autor del folleto, para volver a buscar más tarde. «Explorar el significado que poseían para los comerciantes las imprentas de la ciudad», anoté.

El minutero de mi reloj saltó de repente y yo también. Eran casi las doce. Comprendí que las imprentas podían ser tremendamente significativas, y me obligué a no mirar atrás, sobre todo si los gremios habían controlado algunas. ¿Era posible que hubieran obtenido con dinero el control de unas cuantas, hasta convertirse en propietarios? ¿Tenían los impresores su propio gremio? ¿Cómo conciliaban las ideas sobre la libertad de prensa defendidas por intelectuales holandeses con la propiedad de las imprentas? El tema me absorbió un momento, pese a todo, y traté de recordar lo que había leído sobre las primeras publicaciones en Amsterdam y Utrecht. De pronto sentí un gran silencio en el ambiente, y después un chasquido de tensión. Consulté mi reloj. Las doce y tres minutos. Yo respiraba con normalidad y mi pluma se movía con libertad sobre la página.

Lo que me acechaba, fuera lo que fuera, no era tan inteligente como yo temía, pensé, con cuidado de no parar de trabajar. Por lo visto los No Muertos adoptaban apariencias a voluntad, y daba la impresión de que yo había hecho caso omiso de la advertencia de Rembrandt y retomado mi tarea habitual. No podría seguir ocultando durante mucho tiempo más lo que estaba haciendo en realidad, pero esa noche mi apariencia era la única protección de que gozaba. Acerqué más la lámpara y me sumí en el siglo XVII durante otra hora, para aumentar la impresión de que estaba absorto en el trabajo. Mientras fingía escribir, razonaba para mis adentros. La amenaza final contra Rossi, en 1931, había sido ver su nombre en el emplazamiento de la tumba de Vlad el Empalador. No habían encontrado a Rossi muerto sobre su escritorio, dos días antes, como me pasaría a mí si no iba con cuidado. No le habían encontrado herido en el pasillo, como a Hedges. Le habían secuestrado. Tal vez estuviera muerto en algún sitio, por supuesto, pero hasta que no lo supiera con certeza, debía confiar en que seguía con vida. Al día siguiente intentaría encontrar la tumba.

Sentado en aquella antigua fortaleza francesa, mi padre estaba mirando el mar, de la misma manera que había mirado al otro lado de aquella brecha de aire de montaña en Saint- Matthieu, cuando observa al águila dar vueltas y evolucionar.

– Volvamos al hotel -dijo por fin-. El día es cada vez más corto, ¿no te has dado cuenta? No quiero quedarme atrapado aquí cuando anochezca.

Impaciente, me atreví a formular una pregunta directa.

– ¿Atrapado?

Me miró con seriedad, como si calculara los peligros relativos de las respuestas que podía darme.

– El sendero es muy empinado -dijo por fin-. No me gustaría tener que orientarme entre esos árboles en la oscuridad. ¿Y a ti?

Él también podía ser osado, comprobé.

Clavé la vista en los bosquecillos de olivos, blancogrisáceos ahora en lugar de melocotón y plateados. Todos los árboles se veían retorcidos, se estiraban hacia las ruinas de la fortaleza que en otro tiempo los había protegido, o al menos a sus antepasados, de las antorchas sarracenas.

– No -contesté-. No me gustaría.

16

Era a principios de diciembre, estábamos de viaje otra vez y la lasitud de nuestros periplos veraniegos por el Mediterráneo parecía muy lejana. El viento del Adriático estaba revolviendo mi pelo una vez más, y me gustaba la sensación, su torpe rudeza. Era como si una bestia de pesadas patas gateara sobre todo cuanto había en el puerto, agitara con brusquedad las banderas izadas en la fachada del moderno hotel y estirara las ramas superiores de los plátanos del paseo.

– ¿Qué? -grité. Mi padre dijo algo ininteligible y señaló el último piso del palacio del emperador. Ambos echamos la cabeza hacia atrás para mirar.

La elegante fortaleza de Diocleciano se alzaba sobre nosotros, iluminada por el sol de la mañana, y por poco pierdo el equilibrio al empinarme para ver su parte superior. Habían llenado muchos de los espacios que separaban sus hermosas columnas (a menudo gente que había dividido el edificio para crear apartamentos, me había explicado antes mi padre), de manera que un batiburrillo de piedra, en gran parte mármol cortado por los romanos, saqueado de otros edificios, brillaba sobre toda la extraña fachada. El agua o los terremotos habían abierto algunas grietas en la fachada. Pequeñas plantas tenaces, incluso algunos árboles, sobresalían de las fisuras. El viento agitaba los anchos cuellos de las camisas de los marineros que paseaban por el muelle en grupos de dos y tres, y sus rostros del color del latón contrastaban con los uniformes blancos y el corto pelo oscuro, que brillaba como arbustos de alambre. Seguí a mi padre alrededor del perímetro del edificio, sobre nueces negras caídas y el mantillo de los sicomoros, hasta la plaza bordeada de monumentos que había detrás, que olía a orina. Delante de nosotros se elevaba una fantástica torre, abierta a los vientos y adornada como un trozo de pastel, una tarta de boda alta y delgada. Aquí había menos ruido, y pudimos dejar de gritar.

– Siempre he querido ver esto -dijo mi padre con voz normal-. ¿Te gustaría subir arriba del todo?

Yo fui la primera en subir con entusiasmo los peldaños de acero. En el mercado al aire libre próximo al muelle, que divisaba de vez en cuando a través de un marco de mármol, los árboles se habían teñido de un tono castaño dorado, de manera que los cipreses alineados junto al agua parecían más negros que verdes. A medida que subíamos se podía ver el agua azul marino del puerto, las diminutas formas de los marineros de permiso que paseaban entre las terrazas de los cafés. La lejana tierra curva, que se extendía más allá de nuestro gran hotel apuntaba como una flecha a la región interior del mundo de habla eslava, cuya avalancha de distensión pronto atraería a mi padre.