Nos paramos a recuperar el aliento justo debajo del tejado de la torre. Sólo una plataforma de hierro nos suspendía sobre el abismo. Desde el punto donde estábamos podíamos ver el suelo a través de la telaraña de peldaños de acero trenzados que acabábamos de subir. El mundo que nos rodeaba se extendía más allá de las aberturas enmarcadas en piedra, todas lo bastante bajas para que un turista desprevenido se precipitara al patio de losas desde nueve pisos de altura. Elegimos un banco en el centro, miramos hacia el agua y nos sentamos tan inmóviles que entró un vencejo, con las alas arqueadas para protegerse del fuerte viento marino, y desapareció bajo el alero. Llevaba algo brillante en el pico, algo que captó el resplandor del sol cuando se alejó del agua.
La mañana siguiente de terminar de leer los papeles de Rossi -dijo mi padre- me desperté temprano. Nunca me alegré tanto de ver la luz del sol como aquella mañana. Mi primera y triste ocupación fue enterrar a Rembrandt. Después, no me costó ningún trabajo llegar a la biblioteca justo cuando estaban abriendo las puertas. Quería prepararme durante todo el día para la noche, el siguiente embate de la oscuridad. Durante muchos años la noche había sido cordial conmigo, el capullo de silencio en el que leía y escribía. Ahora era una amenaza, un peligro inevitable del que sólo me separaban unas pocas horas. Era posible que pronto me embarcara en un viaje, con todos los preparativos que conllevaba. Sería un poco más fácil, pensé con tristeza, si supiera adonde ir.
Reinaba un gran silencio en el vestíbulo principal de la biblioteca, salvo por el eco de los pasos de los bibliotecarios que iban a ocuparse de sus asuntos. Algunos estudiantes ya habían llegado para gozar de paz y silencio durante media hora, como mínimo. Entré en el laberinto del fichero, abrí mi libreta y empecé a sacar los cajones que necesitaba. Había varios catálogos de los Cárpatos, uno de folclore transilvano. Un libro sobre vampiros, leyendas de la tradición egipcia. Me pregunté qué tendrían en común los vampiros de todo el mundo. ¿Se parecían los vampiros egipcios a los vampiros de Europa del Este? Era un estudio adecuado para un arqueólogo, no para mí, pero de todos modos copié el número de catálogo del libro sobre la tradición egipcia.
Después busqué «Drácula». Temas y títulos estaban mezclados en el catálogo: entre «Drab- Ali el Grande» y «Dragones, Asia» habría al menos una entrada: la ficha de Drácula de Bram Stoker, el libro que había visto que tenía la joven de cabello oscuro el día anterior.
Tal vez la biblioteca poseía dos ejemplares del clásico. Lo necesitaba en ese mismo instante. Rossi había dicho que era la destilación de las investigaciones de Stoker sobre el mito de los vampiros, y tal vez contendría sugerencias de protección que podría utilizar. No había ni una sola entrada bajo «Drácula», ni una. No había esperado que la leyenda fuera un tema capital, pero ese libro debería estar catalogado en algún sitio. Entonces reparé en lo que había entre «Drab-Ali» y «Dragones». Un pequeño fragmento de papel retorcido en el fondo del cajón demostraba sin la menor duda que habían arrancado al menos una ficha.
Corrí al cajón de «St». Tampoco aparecían entradas de «Stoker», solo nuevas señales de un robo apresurado. Me senté en el taburete de madera más cercano. Esto era demasiado extraño. ¿Por qué iba alguien a arrancar esas fichas en particular?
La chica morena era la última que había sacado el libro, eso lo sabía. ¿Había querido borrar las pruebas de lo que había retirado? Pero si quería robar o esconder el ejemplar, ¿por qué lo había leído en público, en mitad de la biblioteca? Otra persona había robado las fichas, tal vez alguien (pero ¿por qué?) interesado en que nadie localizara el libro. Lo había hecho con prisas, sin eliminar las huellas de su fechoría. Reflexioné. El fichero era sacrosanto en la biblioteca. Cualquier estudiante que dejaba un cajón sobre una mesa y era pillado en falta recibía un severo sermón de los empleados o los bibliotecarios. Cualquier violación del catálogo tendría que haberse hecho a toda prisa, sin la menor duda, en uno de los escasos momentos en que no hubiera nadie cerca o en que el bibliotecario mirara en otra dirección.
Si la joven no había cometido el delito, tal vez ignoraba que otra persona no quería que el libro fuera solicitado. Era probable que todavía se hallara en su posesión. Casi corrí hacia el escritorio principal.
La biblioteca, construida en estilo neogótico en la época en que Rossi estaba terminando sus estudios en Oxford (donde estaba rodeado de un gótico auténtico, por supuesto), siempre se me había antojado hermosa y cómica a la vez. Para llegar al mostrador de préstamos tenía que recorrer una larga nave de catedral. El mostrador ocupaba el lugar donde estaría emplazado el altar mayor de una auténtica catedral. Bajo un mural de Nuestra Señora (del Conocimiento, supongo) vestida de azul cielo, con los brazos cargados de volúmenes celestiales. Sacar un libro allí estaba impregnado de toda la santidad de tomar la comunión. Ese día se me antojaba la más cínica de las bromas, por lo cual hice caso omiso del rostro soso y poco colaborador de Nuestra Señora cuando hablé a la bibliotecaria, al tiempo que procuraba disimular mi irritación.
– Estoy buscando un libro que no se encuentra en los estantes en este momento – empecé-, y me pregunto si alguien lo tiene o está a punto de devolverlo.
La bibliotecaria, una mujer menuda y hosca de unos sesenta años, alzó la vista de su trabajo.
– El título, por favor -dijo.
– Drácula, de Bram Stoker.
– Un momento, por favor. Voy a ver si está. -Miró en un fichero pequeño, con el rostro inexpresivo-. Lo siento. Está en préstamo.
– Qué pena -dije con vehemencia-. ¿Cuándo lo devolverán?
– Dentro de tres semanas. Lo sacaron ayer.
– Temo que no puedo esperar tanto tiempo. Estoy dando un curso…
Éstas solían ser las palabras mágicas.
– Puede reservarlo, si quiere -repuso con frialdad la bibliotecaria. Desvió su cabeza gris, como si quisiera reanudar su trabajo.
– Tal vez lo ha pedido uno de mis estudiantes, para leerlo antes del curso. Si me da su nombre, me pondré en contacto con él.
La mujer me miró con los ojos entornados.
– No solemos hacer eso -dijo. -Se trata de una situación excepcional -confesé-. Seré sincero con usted. Debo utilizar una parte de ese libro para preparar el examen que les voy a poner y… Bien, presté mi ejemplar a un estudiante que lo ha extraviado. Fue culpa mía, pero ya sabe lo que pasa con los estudiantes. Tendría que haberlo pensado dos veces.
El rostro de la bibliotecaria se suavizó, y casi me miró con compasión.
– Es terrible, ¿verdad? -dijo moviendo la cabeza-. Perdemos un montón de libros cada trimestre, estoy segura. Bien, déjeme ver si puedo conseguirle el nombre, pero no vaya diciendo por ahí que le he hecho este favor, ¿eh?
Buscó en un archivador que había a su espalda, mientras yo meditaba sobre la duplicidad que había descubierto de repente en mi propia naturaleza. ¿Cuándo había aprendido a mentir con tal desenvoltura? Me produjo una inquietante sensación de placer. Reparé en que había otro bibliotecario detrás del gran mostrador. Se había acercado más y me estaba observando. Era un hombre delgado de edad madura al que había visto con frecuencia, sólo un poco más alto que su colega y vestido desastradamente con una chaqueta de tweed y una corbata manchada. Tal vez porque le había visto antes me sorprendió el cambio obrado en su apariencia. Tenía la cara demacrada y chupada, como si estuviera muy enfermo.
– ¿Puedo ayudarle? -dijo de pronto, como si sospechara que pudiera robar algo del mostrador si no me atendían al instante.
– Oh, no, gracias. -Indiqué la espalda de la bibliotecaria-. Ya me están atendiendo.-Entiendo.
Se apartó al tiempo que la mujer volvía con una hoja de papel, que puso delante de mí. Y entonces no supe dónde mirar. El papel bailaba ante mis ojos, pero el segundo bibliotecario, que se había dado media vuelta y se había inclinado para examinar unos libros que habían devuelto al mostrador y estaban esperando el momento de volver a sus estantes, se agachó para posar su vista miope sobre ellos, y entonces su cuello quedó al descubierto un momento por encima del de la camisa y vi dos pequeñas heridas costrosas de aspecto sucio, con un poco de sangre seca que formaba un feo encaje sobre la piel justo debajo. Después se incorporó y se alejó con los libros.
– ¿Es esto lo que quería? -me estaba preguntando la bibliotecaria. Miré el papel que me estaba mostrando-. Como ve, es el resguardo de Bram Stoker, Drácula. Sólo tenemos un ejemplar.
El desaliñado bibliotecario dejó caer un libro al suelo, y el ruido resonó en la cavernosa nave. Se incorporó y me miró, y nunca había visto (o hasta aquel momento nunca había visto) una mirada humana tan henchida de odio y cautela.
– Es lo que usted quería, ¿verdad? -insistió la bibliotecaria.
– Oh, no -dije pensando a toda prisa-. Creo que me ha entendido mal. Estoy buscando la Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Gibbon. Le dije que voy a dar un curso sobre el libro y necesitamos más ejemplares.
La mujer frunció el ceño.
– Pero yo creí…
Detestaba sacrificar sus sentimientos, incluso en ese desagradable momento, cuando me había tratado tan bien.
– No pasa nada -dije-. Quizá no he buscado bien. Volveré a mirar el catálogo.
En cuanto pronuncié la palabra «catálogo», supe que había perdido mi nueva influencia.
Los ojos del alto bibliotecario se entornaron todavía más y movió la cabeza apenas, como un animal que siguiera los movimientos de su presa.
– Muchísimas gracias -murmuré cortésmente, y me alejé, sintiendo aquellos ojos penetrantes clavados en mi nuca mientras recorría el largo pasillo. Fingí examinar el catálogo un momento, y después cerré el maletín y salí decidido por la puerta principal, por la que los fieles ya estaban afluyendo en manadas para estudiar. Encontré un banco iluminado por el sol, y apoyé la espalda contra una pared neogótica, desde donde podía ver a toda la gente que entraba y salía. Necesitaba sentarme cinco minutos para pensar. La reflexión, predicaba siempre Rossi, debía ocupar el tiempo pertinente.