Выбрать главу

– ¿En qué año nació?

No se me ocurrió pedir perdón antes de hacer esta pregunta a una dama. Era tan diferente a todas las que había conocido que no parecía posible aplicarle las reglas habituales.

– En 1931 -anunció-. En una ocasión, mi madre me llevó unos días a Rumanía, antes incluso de que yo supiera algo sobre Drácula, pero ni siquiera entonces ella quiso regresar a Transilvania.

– Dios mío -susurré inclinándome sobre la cubierta de formica-. Dios mío. Pensaba que me lo había contado todo, pero no me habló de esto.

– ¿Qué le contó? -preguntó con brusquedad.

– ¿Por qué no se ha reunido con él? ¿No sabe que usted está aquí?

Me miró de una forma extraña, pero contestó sin más dilación.

– Supongo que podríamos decir que es una especie de juego. Una fantasía mía. -Hizo una pausa-. No me iba nada mal en la Universidad de Budapest. De hecho, me consideraban un genio.

Lo anunció casi con modestia. Su inglés era fenomenalmente bueno, me di cuenta por primera vez, sobrenaturalmente bueno. Tal vez sí que era un genio.

– Mi madre no terminó la escuela primaria, aunque le parezca increíble, si bien recibió más educación en una época posterior de su vida, pero yo iba a la universidad a los dieciséis años. Mi madre me habló de mi herencia paterna, por supuesto, y conocemos los notables libros del profesor Rossi incluso en las lóbregas profundidades del bloque socialista: la civilización minoica, los cultos religiosos mediterráneos, la era de Rembrandt. Como escribió con simpatía sobre el socialismo británico, nuestro Gobierno permite la distribución de sus obras. Estudié inglés en el instituto. ¿Quiere saber por qué? Para leer la asombrosa obra del doctor Rossi en su lengua original. Tampoco fue muy difícil averiguar dónde estaba. Vi el nombre de la universidad en las solapas de sus libros, y me juré que iría allí algún día. Lo pensé todo concienzudamente. Establecí los contactos políticos pertinentes. Empecé fingiendo que quería estudiar la gloriosa revolución laborista en Inglaterra. Y cuando llegó el momento, pude escoger una beca. Gozamos de cierta libertad en Hungría en los últimos tiempos, aunque, ya que hablamos de empaladores, todo el mundo se pregunta durante cuánto tiempo más seguirán permitiendo los soviéticos esa libertad. En cualquier caso, fui a Londres por primera vez para pasar seis meses, y después me concedieron una beca para venir aquí, hace cuatro meses.

Exhaló una espiral de humo gris, pensativa, sin dejar de mirarme. Se me ocurrió que Helen Rossi corría más peligro de ser perseguida por los gobiernos comunistas, a los que se refería con tanto cinismo, que por Drácula. Tal vez ya había desertado a Occidente. Tomé nota mentalmente de preguntárselo más adelante. ¿Mas adelante? ¿Qué había sido de su madre? ¿Se había inventado todo en Hungría, con el objetivo de anclarse a la reputación de un famoso académico occidental?

Helen estaba siguiendo su propia línea de pensamiento.

– ¿No le parece bonita la película? La hija perdida resulta ser un genio, encuentra a su padre, feliz reunión. -La amargura de su tono revolvió mi estómago-. Pero no era eso lo que tenía en mente. He venido para que oiga hablar de mí, como por accidente. Mis publicaciones, mis conferencias. Veremos si entonces puede esconderse de su pasado, hacer caso omiso de mí como lo hizo de mi madre. Y sobre lo de Drácula… -Me apuntó con el cigarrillo-. Mi madre, bendita sea su sencilla alma por pensar en eso, me dijo algo al respecto.

– ¿Qué? -pregunté con voz débil.

– Me habló de la investigación especial de Rossi sobre el tema. No supe nada de eso hasta el verano pasado, antes de venir a Londres. Fue así como se conocieron. Él iba preguntando por el pueblo acerca del mito de los vampiros, y ella sabía algo de los vampiros locales por su padre y sus compinches. En ese ambiente, un hombre solo no aborda en público a una chica joven así como así, pero supongo que no se le ocurrió nada más. Es historiador, ya sabe, no antropólogo. Estaba en Rumanía buscando información sobre Vlad el Empalador, nuestro querido conde Drácula. ¿Y no le parece extraño -se inclinó hacia delante de repente, y acercó su cara a la mía más que nunca, pero con ferocidad, no para seducirme-, no le parece de lo más raro que no haya publicado nada sobre el tema? Nada de nada, como sin duda sabrá.

¿Por qué?, me pregunté. ¿Por qué el famoso explorador de territorios históricos, y de mujeres, al parecer, puesto que quién sabe cuántas otras hijas geniales habrá abandonado por ahí, no ha publicado nada sobre esta investigación tan peculiar? ¿Por qué? -pregunté sin moverme.

– Yo se lo diré. Porque lo está reservando para una grande finale. Es su secreto, su pasión.

¿Por qué, si no, iba a guardar silencio un erudito? Pero le aguarda una sorpresa. -Su adorable sonrisa era como una mueca esta vez, y no me gustó-. No se creerá cuánto terreno he cubierto en un año, desde que me enteré de su pequeña afición. No me he puesto en contacto con el profesor Rossi, pero me he encargado de que el departamento se haya enterado de mi erudición. Qué vergüenza supondrá para él que otra persona publique antes la obra definitiva sobre el tema, alguien de su mismo apellido. Es hermoso. Hasta adopté su apellido cuando llegué, un nom-de-plume académico, como si dijéramos. Además, en el bloque socialista no nos gusta que otra gente robe nuestra herencia y haga comentarios al respecto. No suelen entenderla bien.

Debí de gruñir en voz alta, porque la joven hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido.

– Cuando acabe este verano, sabré más que nadie en el mundo sobre la leyenda de Drácula.

Quédese con su libro, por cierto. -Abrió de nuevo la bolsa y lo dejó caer sobre la mesa con un ruido horrible entre ambos-. Sólo estaba comprobando algo ayer, y no tenía tiempo de ir a casa a buscar mi ejemplar. Como ve, ni siquiera lo necesito. Sólo es literatura, en cualquier caso, y me conozco el maldito asunto casi de memoria.

Mi padre miró a su alrededor como lo haría un hombre perdido en un sueño. Llevábamos de pie en la Acrópolis un cuarto de hora sin decir nada, con los pies plantados sobre aquella cumbre de la civilización antigua. Yo estaba admirada por las columnas musculosas que se alzaban sobre nosotros, y sorprendida al descubrir que la vista más lejana era un horizonte montañoso, largas cordilleras resecas que se cernían sobre la ciudad a esa hora del crepúsculo. Pero cuando empezamos a bajar, y salió de su ensueño para preguntar si me gustaba el gran panorama, tardé un minuto en concentrarme y contestar. Había estado pensando sobre la noche anterior.

Había ido a su cuarto un poco más tarde de lo habitual para que repasara mis deberes de álgebra, y le había encontrado escribiendo, reflexionando sobre los documentos del día, como hacía con frecuencia por las noches. Estaba sentado muy inmóvil, con la cabeza inclinada sobre el escritorio, encorvado sobre los papeles, no erguido y pasando las páginas con su habitual eficiencia. Desde la puerta yo podía saber si estaba repasando algo que acababa de escribir, concentrado, casi sin verlo, o si estaba esforzándose por no dormirse.

Su forma arrojaba una gran sombra sobre la pared desnuda de la habitación, la figura de un hombre inclinado sobre otro escritorio, mas oscuro. De no saber lo cansado que estaba, si no hubiera reconocido forma familiar de sus hombros encorvados sobre la página, tal vez por un segundo habría pensado, de no conocerle, que estaba muerto.

18

Un tiempo diáfano y triunfal, días interminables como un cielo de montaña, nos siguieron con la primavera hasta Eslovenia. Cuando pregunté si tendríamos tiempo de volver a ver Emona (ya la relacionaba con una etapa anterior de mi vida, de un sabor diferente por completo, y con un principio, y ya he dicho antes que uno procura volver a visitar esos lugares), mi padre se apresuró a decir que estaríamos demasiado ocupados, que nuestro destino era un gran lago al norte de Emona mientras durara su congreso, y luego regresaríamos a Amsterdam para que no me retrasara en los estudios. Cosa que nunca sucedía, pero la posibilidad preocupaba a mi padre.

El lago Bled, cuando llegamos, no me decepcionó. Había inundado un valle alpino al final de una era glaciar y proporcionó a los primitivos nómadas un lugar de descanso, en casas con techo de paja alzadas sobre el agua. Ahora se extendía como un zafiro en las manos de los Alpes, y la brisa del atardecer levantaba cabrillas en su superficie bruñida. Desde un borde empinado se alzaba un acantilado más alto que los demás, sobre el cual descansaba uno de los grandes castillos de Eslovenia, restaurado por la Dirección de Turismo con un buen gusto increíble. Sus almenas dominaban una isla,

donde un ejemplo de aquellas modestas iglesias de tejado rojo, al estilo austríaco flotaba como un pato, y había barcos que iban a la isla cada pocas horas. El hotel, como de costumbre, era de acero y vidrio, modelo de turismo socialista número cinco, y nos escapamos el segundo día para dar un paseo por la parte más baja del lago. Dije a mi padre que no creía poder aguantar veinticuatro horas más sin ver el castillo que dominaba el panorama lejano en cada comida, y él lanzó una risita.

– Si es así, iremos -dijo. El nuevo período de distensión era todavía más prometedor de lo que su equipo había supuesto, y algunas arrugas de su frente se habían relajado desde nuestra llegada.

La mañana del tercer día, tras acabar una nueva redacción diplomática de lo que ya había redactado el día anterior, tomamos un pequeño autobús que rodeaba el lago y llegaba casi a la altura del castillo, y luego bajamos para subir andando hasta la cumbre. El castillo estaba construido con piedras color pardo, como hueso descolorido, ensambladas pulcramente tras un largo período de degradación. Cuando atravesamos el primer pasadizo y desembocamos en una cámara real (supuse), lancé una exclamación ahogada: a través de una vidriera emplomada, la superficie del lago brillaba trescientos metros más abajo, una extensión blanca bajo la luz del sol. Daba la impresión de que el castillo se aferraba al borde del precipicio tan sólo con las uñas de los pies. La iglesia amarilla y roja de la isla, el alegre barco que estaba atracando en aquel momento entre diminutos macizos de flores rojas y amarillas, el enorme cielo azul, todo había servido de acicate a siglos de turistas.