Rossi nunca había hecho.
– Es demasiado tarde para decirme que no debería hacer preguntas -continuó-. ¿Qué relación tienen esas cartas con su desaparición?
– Aún no estoy seguro, pero es posible que necesite la ayuda de un experto. No sé qué descubrimientos ha hecho usted en el curso de su investigación. -Una vez más, recibí su mirada cautelosa-. Estoy convencido de que, antes de desaparecer, Rossi estaba seguro de correr peligro.
Tuve la impresión de que estaba tratando de asimilar todo lo que le decía, las noticias sobre un padre al que tan sólo había conocido como un símbolo de desafío.
– ¿Peligro? ¿De qué?
Me lancé al vacío. Rossi me había pedido que no comentara a mis colegas su historia demencial. Yo no lo había hecho, pero ahora, de manera inesperada, se abría ante mí la posibilidad de recibir ayuda de un experto. Esa mujer tal vez sabía ya lo que yo tardaría meses en averiguar. Tal vez incluso tenía razón al pensar que ella sabía más que el propio Rossi. Éste siempre subrayaba la importancia de buscar la ayuda de expertos. Bien, pues ahora lo haría. Perdonadme, recé a las fuerzas del bien, si esto la pone en peligro. Además, existía una especie de lógica peculiar. Si de veras era su hija, quizá tenía más derecho que nadie a conocer la historia de Rossi.
– ¿Qué significa Drácula para usted?
Ella frunció el ceño.
– ¿Qué significa para mí? ¿Como concepto? Mi venganza, supongo. Amargura eterna.
– Sí, eso lo comprendo, pero ¿significa Drácula algo más para usted?
– ¿A qué se refiere?
No sabía si me estaba dando largas o si era sincera.
– Rossi -dije, todavía vacilante-, su padre, estaba…, está, convencido de que Drácula todavía camina sobre la tierra. -Me miró fijamente-. ¿Qué opina de esto? ¿Le parece una locura?
Esperaba que reiría, o que se levantaría y me dejaría con la palabra en la boca como en la biblioteca.
– Es curioso -contestó poco a poco Helen Rossi-. En circunstancias normales diría que es una leyenda rural, supersticiónes basadas en el recuerdo de un tirano sanguinario. Pero lo extraño es que mi madre está absolutamente convencida de lo mismo.
– ¿Su madre?
– Sí. Ya le dije que nació en el campo. Tiene derecho a este tipo de supersticiones, aunque supongo que está menos convencida que sus padres. Pero ¿por qué un eminente estudioso occidental?
Ella era antropóloga, pese a su amarga búsqueda. La forma en que su veloz inteligencia se desentendía de cuestiones personales me resultaba asombrosa.
– Señorita Rossi -dije tras tomar una decisión-, no me cabe la menor duda de que le gustaría examinar la documentación en persona. ¿Por qué no lee las cartas de Rossi? Le advierto con absoluta sinceridad de que toda la gente que ha entrado en contacto con sus documentos sobre el tema se ha visto sometida a algún tipo de amenaza, por lo que yo sé.
Pero si usted no tiene miedo, léalas. Nos ahorrará a los dos el tiempo que tardaría en convencerla de que esta historia es cierta, cosa de la que estoy completamente convencido.
– ¿Ahorrarnos tiempo? -repitió en tono desdeñoso-. ¿Qué piensa hacer con mi tiempo?
Yo estaba demasiado desesperado para dejarme ofender.
– En todo caso, leerá estas cartas con un ojo mejor educado que el mío.
Dio la impresión de que meditaba mi propuesta, con la barbilla apoyada sobre el puño. -De acuerdo -dijo por fin-. Me ha tocado un punto débil. No puedo resistir a la tentación de averiguar más cosas sobre Rossi, sobre todo si eso me permite adelantarle en su investigación. Pero si me parece una locura, le advierto que no me despertará la menor compasión. Sería una suerte para él que le encerraran en un manicomio antes de que tenga la oportunidad de torturarle.
Su sonrisa no era una sonrisa.
– Bien.
Hice caso omiso de su último comentario y de la fea mueca, y me obligué a no mirar sus caninos, que eran más largos de lo normal. No obstante, antes de que concluyera nuestra transacción, debía mentir en un punto.
– Lamento decir que no he traído las cartas. Tenía miedo de llevarlas encima hoy.
De hecho, había tenido mucho miedo de dejarlas en mi apartamento, y estaban escondidas en mi maletín. Pero no estaba dispuesto a sacarlas en el restaurante. No tenía ni idea de si alguien nos estaba espiando… ¿Los amiguitos del siniestro bibliotecario, quizá? También existía otro motivo, que debía poner a prueba antes de que mi corazón se hundiera bajo su desagradable realidad. Debía asegurarme de que Helen Rossi, fuera quien fuera, no estaba confabulada con… Bien, ¿no era posible que el enemigo de su enemigo fuera ya su amigo?
– Tendré que ir a buscarlas a casa. Y deberé pedirle que las lea en mi presencia. Son frágiles y muy valiosas para mí.
– De acuerdo -contestó ella con frialdad-. ¿Podemos encontrarnos mañana por la tarde?
– Demasiado tarde. Me gustaría que las viera de inmediato. Lo siento mucho. Sé que suena raro, pero entenderá mi urgencia cuando las haya leído.
La joven se encogió de hombros.
– Siempre que no me lleve demasiado tiempo.
– No se preocupe. ¿Podemos encontrarnos… en la iglesia de Santa María? -Al fin y al cabo, esta prueba podía llevarla a cabo con la meticulosidad de Rossi. Helen me miró sin inmutarse, sin el menor cambio en su expresión dura e irónica-. Está en Broad Street, a dos manzanas de…
– Sé dónde está -dijo al tiempo que recogía los guantes y se los calzaba. Se arrolló al cuello la bufanda azul, que brilló en torno a su garganta como lapislázuli-. ¿A qué hora?
– Concédame media hora para recoger los papeles en mi apartamento y encontrarnos allí.
– En la iglesia. De acuerdo. Pasaré por la biblioteca a buscar un artículo que necesito hoy.
Le ruego que sea puntual. Tengo muchas cosas que hacer.
Su espalda, cubierta con la chaqueta negra, se veía esbelta y fuerte cuando salió por la puerta del restaurante. Me di cuenta demasiado tarde de que había pagado la cuenta.
20
La iglesia de Santa María -dijo mi padre- era un pequeño ejemplo sin pretensiones de arquitectura victoriana que se alzaba en el límite de la parte antigua del campus. Había pasado cientos de veces por delante sin entrar nunca, pero en ese momento me pareció que una iglesia católica era el acompañante ideal de aquellos horrores. ¿Acaso no se las veía el catolicismo con la sangre y la resurrección de la carne a diario? ¿No era experto en supersticiones? Dudaba de que las sencillas capillas protestantes de la universidad fueran de mucha ayuda. No parecían cualificadas para combatir a los No Muertos. Estaba seguro de que aquellas grandes iglesias puritanas cuadradas de la ciudad serían impotentes ante un vampiro europeo. Un poco de quema de brujas estaba más en su línea, algo limitado a los vecinos. Yo iba a presentarme en Santa María mucho antes que mi reacia invitada, eso estaba claro. ¿Llegaría ella a hacer acto de aparición? Eso significaba la mitad del examen.
Santa María estaba abierta, por suerte, y su interior olía a cera y tapicería polvorienta. Dos ancianas tocadas con sombreros adornados con flores falsas estaban disponiendo flores verdaderas en el altar tallado. Entré con cierta torpeza y me acomodé en un banco de la parte de atrás, desde el cual podía ver las puertas sin que me vieran los que entraban. Fue una espera larga, pero el interior silencioso y la conversación entre susurros de las ancianas me calmó un poco. Empecé a sentirme cansado por primera vez, después de acostarme tarde la noche anterior. Por fin, la puerta principal se abrió sobre sus goznes de noventa años y Helen Rossi vaciló un momento, miró hacia atrás y entró. La luz del sol que penetraba por los ventanales laterales tiñó de malva y turquesa su ropa.
Vi que paseaba la vista alrededor de la entrada alfombrada. Al no ver a nadie, avanzó. Me esforcé por captar alguna señal extraña, siniestras arrugas en la piel o cambios de color en su rostro enérgico, lo que fuera, no sabía qué, cualquier cosa que revelara alergia al viejo enemigo de Drácula, la iglesia. Tal vez una reliquia victoriana no sería suficiente para espantar a las fuerzas de las tinieblas, pensé sin convicción. Pero, al parecer, el edificio albergaba un poder capaz de convencer a Helen Rossi, porque al cabo de un momento avanzó entre los colores radiantes del ventanal hacia el frente Avergonzado en cierta manera por espiarla de aquella forma, vi que se quitaba un guante y hundía una mano en la pila, y después se tocaba la frente. El gesto fue tierno. Su rostro estaba serio. Bien, yo estaba haciendo aquello por Rossi. Y ahora sabía con absoluta seguridad que Helen Rossi no era una vrykolakas, por dura y siniestra que fuera su apariencia en ocasiones.
Se internó en la nave y retrocedió unos pasos al ver que me levantaba.
– ¿Ha traído las cartas? -susurró, y sus ojos me lanzaron una mirada acusadora-. He de volver a mi departamento a la una.
Volvió a mirar alrededor de ella.
– ¿Qué pasa? -pregunté al punto, y un nerviosismo instintivo erizó mis brazos. Daba la impresión de que había desarrollado un sexto sentido morboso durante los dos últimos días-. ¿Tiene miedo de algo?
– No -dijo en un susurro. Estrujó los guantes en una mano, de forma que se me antojaron una flor contra su vestido oscuro-. Sólo me preguntaba… ¿Acaba de entrar alguien?
– No.
Yo también miré a mi alrededor. La iglesia estaba agradablemente vacía, a excepción de las dos ancianas del altar.
– Alguien me estaba siguiendo -dijo la joven en la misma voz baja. Su rostro, enmarcado por la mata de espeso cabello oscuro, albergaba una extraña expresión, una mezcla de suspicacia y bravuconería. Por primera vez me pregunté cuánto le habría costado aprender a ser valiente-. Creo que me estaba siguiendo. Un hombre menudo y delgado, vestido con ropa raída. Chaqueta de tweed, corbata verde.
– ¿Está segura? ¿Dónde le vio?
– En el fichero -dijo la joven sin alzar la voz-. Fui a verificar su historia sobre las fichas desaparecidas. No estaba segura de creerla. -Hablaba desapasionadamente, sin disculparse-. Le vi allí, y enseguida me di cuenta de que me estaba siguiendo, pero de lejos, por Broad Street. ¿Le conoce?
– Sí -dije desalentado-. Es un bibliotecario.