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– ¿Un bibliotecario?

Dio la impresión de que esperaba algo más, pero no me decidí a hablarle de la herida que había visto en el cuello del hombre. Era demasiado increíble, demasiado extraño. Si se lo decía, creería que estaba loco.

– Parece sospechar de todos mis movimientos. Ha de mantenerse alejada de él -afirmé-. Le contaré algo más sobre ese hombre en otro momento. Venga, siéntese y póngase cómoda. Tenga las cartas.

Le hice sitio en uno de los bancos almohadillados de terciopelo y abrí mi maletín. Su rostro se concentró al instante. Levantó el paquete con manos cautelosas y sacó las cartas casi con reverencia, como yo había hecho el día anterior. Sólo pude preguntarme qué sensación experimentaría al ver en algunas de ellas la letra del supuesto padre que sólo conocía como instigador de su ira. La miré por encima de sus hombros. Sí, era una letra firme, amable, vertical. Tal vez ya había conseguido que su hija le imaginara como un ser casi humano.

Después pensé que no debía seguir mirando, y me incorporé.

– Me pasearé por aquí y le concederé el tiempo que necesite. Si hay algo que pueda explicarle, o si necesita ayuda…

Asintió con aire ausente, los ojos clavados en la primera carta, y me alejé. Sabía que trataría con cuidado mis preciados papeles, y que ya estaba leyendo las líneas de Rossi con gran celeridad. Dediqué la siguiente media hora a examinar el altar tallado, los cuadros de la capilla, las colgaduras con borlas del pulpito, la figura de la madre agotada y su hijo inquieto. Uno de los cuadros llamó en particular mi atención: un macabro Lázaro prerrafaelita, levantándose tambaleante de la tumba en brazos de sus hermanas, los tobillos verdegrisáceos y las ropas funerarias sucias. El rostro, descolorido después de un siglo de humo e incienso, tenía aspecto amargado y cansado, como si lo último que sintiera después de haber sido llamado de entre los muertos fuera gratitud. El Cristo que se erguía impaciente en la entrada de la tumba, con la mano alzada, tenía un semblante que expresaba maldad pura, codiciosa y vehemente. Parpadeé y di media vuelta. No cabía duda de que la falta de sueño estaba emponzoñando mis pensamientos.

– Ya he terminado -dijo Helen Rossi a mi espalda. Habló en voz baja, con la cara pálida y cansada-. Tenía razón -dijo-. No habla de su relación con mi madre, ni de su viaje a Rumanía. Me dijo la verdad al respecto. No puedo comprenderlo. Tiene que haber ocurrido durante el mismo período, el mismo viaje al continente, porque yo nací nueve meses spués.

– Lo siento.

Su rostro sombrío no había pedido compasión, pero yo la sentía.

– Ojalá pudiera proporcionarle algunas pistas, pero ya ve cómo son las cosas. Tampoco

tengo explicaciones.

– Al menos nos creemos mutuamente, ¿verdad? -Al decirme esto, me miró fijamente.

Me sorprendió descubrir que sentía placer en mitad de tanto dolor y aprensión.

– ¿De veras?

– Sí. No sé si algo llamado Drácula existe, o qué es, pero le creo cuando dice que Rossi, mi padre, se sentía en peligro. Está claro que se sintió así hace muchos años, de modo que, ¿por qué no iban a regresar sus temores cuando vio su libro, una coincidencia incómoda y un recordatorio del pasado?

– ¿Qué opina de su desaparición?

La joven meneó la cabeza.

– Pudo ser un colapso nervioso, por supuesto, pero ahora comprendo lo que quiere decir.

Sus cartas llevan el sello de… -vaciló- una mente intrépida y lógica, al igual que sus demás obras. Ademas, se pueden deducir muchas cosas a partir de los libros de un historiador. Lo sé muy bien. Son el fruto de los esfuerzos de una mente preclara y lúcida.

Caminamos hacia donde estaban las cartas y mi maletín. Me ponía nervioso dejarlas abandonadas, aunque fuera por unos pocos minutos. Ella había guardado todo el material en el sobre, en su orden original, no me cabía duda. Nos sentamos juntos en el banco, casi como camaradas.

– Digamos que podría existir una fuerza sobrenatural implicada en esta desaparición – aventuré-. No puedo creer que yo esté haciendo esto. ¿Qué me aconseja que haga a continuación?

– Bien -empezó. Su perfil era afilado y pensativo, cerca de mí a la tenue luz-. No creo que esto le sirva de mucha ayuda en una investigación moderna, pero si tuviera que obedecer los dictados del mito de Drácula, supondría que Rossi fue atacado y secuestrado por un vampiro, que o bien le mató o, lo que es más probable, le contagió la maldición de los No Muertos. Y como ya sabe, si una persona es mordida tres veces por Drácula o por uno de sus discípulos, se convierte en vampiro para siempre. Así que si ya le habían mordido una vez, tendrá usted que descubrir su paradero lo antes posible.

– Pero ¿por qué Drácula iba a presentarse aquí, de entre todos los lugares? ¿Para qué raptar a Rossi? ¿Por qué no atacarle y corromperle sin que nadie notara el cambio?

– No lo sé -dijo la joven, y meneó la cabeza-. Se trata de un comportamiento extraño, según la tradición popular. Rossi debía ser, si estuviéramos hablando de acontecimientos sobrenaturales, de especial interés para Vlad Drácula. Hasta es posible que significara una amenaza para él.

– ¿Cree que el hecho de haber encontrado yo ese libro y enseñárselo a Rossi tuvo algo que ver con su desaparición?

– La lógica me dice que es una idea absurda. Pero… -Dobló los guantes pulcramente sobre el regazo de su falda negra-. Me pregunto si no estaremos olvidando otra fuente de información.

Sus labios se relajaron. Le di las gracias en silencio por aquel plural.

– ¿Cuál?

Suspiró y desdobló los guantes.

– Mi madre.

– ¿Su madre? ¿Qué va a saber ella de…?

Sólo había empezado mi ristra de preguntas, cuando un cambio en la luz y la corriente de aire me impelió a volver la cabeza. Desde donde estábamos sentados veíamos las puertas de la iglesia sin que nos pudieran ver los que entraban, la posición estratégica que había elegido para vigilar la llegada de Helen. Una mano se introdujo entre ambas puertas, y luego apareció una cara huesuda y puntiaguda. El siniestro bibliotecario se introdujo en la iglesia.

No puedo describirte la sensación que experimenté en aquella silenciosa iglesia cuando el rostro del bibliotecario apareció entre las puertas. Me vino la repentina imagen de un animal de nariz afilada, algo furtivo y concentrado siempre en olfatear, una comadreja o una rata. A mi lado, Helen se había quedado petrificada, con la vista clavada en la puerta. De un momento a otro localizaría nuestro olor. Pero calculé que nos quedaban uno o dos segundos, de modo que recogí el maletín y el fajo de papeles con un brazo, agarré a Helen con el otro (no quedaba tiempo para pedirle permiso) y la arrastré desde el extremo del banco hasta el pasillo lateral. Había una puerta abierta, que daba acceso a una pequeña cámara, entramos y la cerramos en silencio. No había manera de asegurarla con llave desde dentro, observé angustiado, aunque el ojo de la cerradura era muy grande, con reborde de hierro.

La oscuridad era mayor en esa pequeña habitación que en la nave. Había una pila bautismal en medio, uno o dos bancos almohadillados pegados a las paredes. Helen y yo nos miramos en silencio. No pude descifrar su expresión, sólo que albergaba tanta viveza y desafío como miedo. Sin necesidad de palabras o gestos, avanzamos con cautela por detrás de la pila, y Helen apoyó una mano sobre ella para no perder el equilibrio. Al cabo de otro minuto, ya no pude seguir quieto. Le di los papeles y volví hacia la cerradura. Miré por el ojo y vi al bibliotecario dejar atrás una columna. Parecía una comadreja, con la cara puntiaguda proyectada hacia delante, examinando los bancos. Se volvió en mi dirección y retrocedió un poco. Dio la impresión de estudiar la puerta de nuestro escondrijo, e incluso avanzó uno o dos pasos hacia él, pero luego se alejó de nuevo. De repente, un jersey lavanda se interpuso en mi campo de visión. Era una de las ancianas del altar. Oí su voz apagada.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó con amabilidad.

– Bien, estoy buscando a alguien. -La voz del bibliotecario era penetrante y sibilante, demasiado alta para un santuario-. ¿Ha visto entrar a una joven vestida de negro, morena?

– Pues sí. -La mujer miró a su alrededor-. Hace poco vi a alguien que responde a esa descripción. Estaba con un joven, sentado en un banco de atrás. Pero ahora ya no está. La comadreja miró a uno y otro lado.

– ¿Podría estar escondida en una de esas habitaciones?

No era sutil, eso estaba claro.

– ¿Escondida? -La dama del jersey lavanda se volvió también en nuestra dirección-.

Estoy segura de que no hay nadie escondido nuestra iglesia. ¿Quiere que llame al párroco? ¿Necesita ayuda?

El bibliotecario reculó.

– Oh, no, no -dijo-. Debo haber cometido un error.

– ¿Le interesa alguno de nuestros libros?

– Oh, no. -Retrocedió por el pasillo-. No, gracias.

Le vi mirar en torno a él una vez más, y después desapareció de mi vista. Se oyó un pesado crujido, un golpe sordo: la puerta principal que se cerraba a su espalda. Hice una señal con la cabeza en dirección a Helen, y ella suspiró aliviada, pero esperamos unos minutos más, mirándonos por encima de la pila. Helen fue la primera en bajar la vista, con el ceño fruncido. Sabía que se estaría preguntando cómo demonios se había metido en aquella situación, y qué significaba en realidad. Su pelo era lustroso, negro como el ébano. Hoy tampoco llevaba sombrero.

– La está buscando -dije en voz baja.

– Tal vez le está buscando a usted.

Indicó el sobre que yo sostenía.

– Se me ocurre una idea extraña -dije poco a poco-. Quizá sepa dónde está Rossi.

Ella volvió a fruncir el ceño.

– Nada de esto tiene demasiado sentido, ¿verdad? -murmuró.

– No puedo permitir que vuelva a la biblioteca. Ni a su residencia. La buscará en ambos lugares.

– ¿Permitirme? -repitió en tono ominoso.

– Señorita Rossi, por favor. ¿Quiere protagonizar la próxima desaparición?

La joven guardó silencio.

– ¿Cómo piensa protegerme?

Su voz transmitía una nota burlona, y pensé en su extraña infancia, su huida a Hungría en el útero de su madre, la astucia política que le había permitido viajar al otro lado del mundo para perpetrar su venganza académica. Siempre que su historia fuera cierta, por supuesto.