Empezó a sollozar, un sonido feo, lastimero. Cuando su cabeza se agitó de un lado a otro, vi la doble herida cerca del borde del cuello de su camisa, dos agujeros cubiertos de costras.
Mantuve las manos alejadas de ellos lo máximo posible.
– ¿Dónde está Rossi? -rugí-. Dinos ahora mismo dónde está. ¿Le atacaste?
Helen acercó más la cruz y el hombre volvió la cara hacia el otro lado, mientras se retorcía bajo mis rodillas. Era asombroso para mí, incluso en ese momento, ver el efecto del símbolo en aquel ser. ¿Era Hollywood, superstición o historia? Me pregunté cómo había podido entrar en la iglesia, pero recordé que se había mantenido alejado del altar y las capillas, y hasta de la anciana que cuidaba del altar.
– ¡Yo no le toqué! ¡No sé nada de eso!
– Oh, sí, ya lo creo que sabes.
Helen se acercó un poco más a nosotros. Su expresión era feroz, pero estaba muy pálida, y observé que con la mano libre se cubría el cuello.
– ¡Helen!
Debí de lanzar una exclamación en voz alta, pero ella me acalló con un ademán y fulminó con la mirada al bibliotecario.
– ¿Dónde está Rossi? ¿Qué habías esperado durante años? -El hombre se encogió-. Voy a apoyarte esto en la cara -dijo, y bajó el crucifijo.
– ¡No! -chilló el bibliotecario-. Se lo diré. Rossi no quería ir. Yo sí. No fue justo. ¡Se llevó a Rossi en lugar de a mí! Se lo llevó por la fuerza. Yo habría ido por mi propia voluntad para servirle, para ayudarle, para catalogar…
De pronto, cerró la boca.
– ¿Qué? -Le di un leve golpe contra el suelo para advertirle-. ¿Quién se llevó a Rossi?
¿Le oculta en algún sitio?
Helen sostuvo el crucifijo delante de su nariz, y el hombre se puso a sollozar de nuevo.
– Mi amo -lloriqueó. Helen, a mi lado, respiró hondo y se meció hacia atrás, como si las palabras la hubieran obligado a retroceder.
– ¿Quién es tu amo? -Hundí la rodilla en su pierna-. ¿Adónde llevó a Rossi?
Los ojos de la comadreja echaban chispas. Era una visión terrible: la contorsión, las facciones humanas normales convertidas en un horrible jeroglífico.
– ¡Donde tendría que haberme llevado a mí! ¡A la tumba!
Tal vez había aflojado mi presa, o quizá su confesión le dotó de nuevas fuerzas, como aterrorizado de ella, comprendí más tarde. En cualquier caso, consiguió liberar de pronto una mano, giró en redondo como un escorpión y dobló hacia atrás la muñeca de la mano con la que lo sujetaba por los hombros. El dolor fue insoportable y retiré la mano, enfurecido. Desapareció antes de que yo pudiera comprender lo sucedido, y le perseguí escaleras abajo, dejando atrás el seminario de estudiantes y los reinos silenciosos de conocimiento. Pero me estorbaba el maletín, que aún asía en la mano. Incluso en el primer momento de la persecución, comprendí, no había querido soltarlo. O arrojarlo a Helen. Ella le había hablado del mapa. Era una traidora. Y él la había mordido, aunque sólo por un instante. ¿Estaría contaminada?
Por primera y última vez atravesé corriendo la nave silenciosa de la biblioteca en lugar de hacerlo andando, viendo tan sólo a medias los rostros atónitos que se volvían hacia mí. Ni rastro del bibliotecario. Podía haberse escondido en cualquier zona apartada, comprendí cualquier mazmorra de catalogación o en el armario de los artículos de limpieza. Abrí la pesada puerta principal, una abertura practicada en las grandes puertas dobles de estilo gótico, que nunca estaban abiertas del todo. Entonces paré en seco. El sol de la tarde me cegó como si yo también hubiera estado viviendo en un mundo subterráneo, una cueva infestada de murciélagos y roedores. En la calle, delante de la biblioteca, se habían detenido varios coches. De hecho, el tráfico estaba parado, y una muchacha con uniforme de camarera estaba llorando en la acera y señalaba algo. Alguien estaba gritando, y había un par de hombres arrodillados junto a una de las ruedas delanteras de uno de los coches parados. Las piernas del bibliotecario sobresalían por debajo del coche, torcidas en un ángulo imposible. Tenía un brazo alzado por encima de su cabeza. Estaba tumbado cabeza abajo sobre el pavimento, en un pequeño charco de sangre, dormido para siempre.
22
Mi padre se resistía a llevarme a Oxford. Estaría allí seis días, dijo, mucho tiempo para saltarme el colegio de nuevo. Me sorprendió que aceptara dejarme en casa. No lo había hecho desde que había descubierto el libro del dragón. ¿Pensaba dejarme con precauciones especiales? Indiqué que nuestro periplo por la costa yugoslava había durado casi dos semanas, sin la menor señal de detrimento en la calidad de mis deberes. Dijo que la educación siempre era lo primero. Señalé que él siempre había defendido que viajar era la mejor forma de educación posible, y que mayo era el mes más agradable para viajar. Le mostré mis últimas notas, llenas de sobresalientes, y un examen de historia en que mi profesor, bastante ampuloso, había escrito: «Demuestras una perspicacia extraordinaria en la naturaleza de la investigación histórica, especialmente en alguien de tu edad», un comentario que me había aprendido de memoria y repetía a menudo antes de dormir como si fuera un mantra.
Mi padre vaciló visiblemente, y dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa de una forma que significaba una pausa en la cena, que tomábamos en el viejo comedor holandés, no el final del primer plato. Dijo que su trabajo le impediría esta vez enseñarme la ciudad como se merecía, y que no quería estropear mis primeras impresiones de Oxford teniéndome encerrada en algún sitio. Dije que prefería estar encerrada en Oxford que en casa con la señora Clay. En ese momento bajamos la voz, aunque era la noche libre de la mujer.
Además, yo ya era lo bastante mayor, dije, para ir a pasear sola. Él dijo que no sabía si era una buena idea que yo fuera, puesto que aquellas conversaciones prometían ser bastante…tensas. Quizá no fuera muy… Pero no pudo continuar y supe por qué. Al igual que yo no podía esgrimir mi verdadera razón de querer ir a Oxford, él no podía utilizar la suya para impedirlo. No podía decirle en voz alta que no podía soportar dejarle, con sus ojeras y los hombros y la cabeza encorvados por el agotamiento, lejos de mi vista. Y él no podía replicar en voz alta que tal vez no estaría a salvo en Oxford, y que por lo tanto yo no estaría a salvo en su compañía. Guardó silencio uno o dos minutos, y después me preguntó con mucha gentileza qué había de postre, y yo traje el temible budín de arroz con pasas de Corinto que la señora Clay siempre dejaba a modo de compensación por ir al cine en el British Center sin nosotros.
Yo había imaginado Oxford silencioso y verde, una especie de catedral al aire libre donde rectores vestidos a la usanza medieval paseaban por los terrenos, cada uno con un solo estudiante a su lado, hablando de historia, literatura, teología abstrusa. La realidad era mucho más animada: motos ruidosas, coches pequeños que corrían de un lado a otro, y que no atropellaban a los estudiantes de milagro cuando cruzaban las calles, una multitud de turistas que fotografiaban una cruz en la acera, donde hacía cuatrocientos años habían quemado en la hoguera a dos obispos, antes de que existieran aceras. Tanto los rectores como los estudiantes iban vestidos a la moda, sobre todo con jerseys de lana, pantalones de franela oscura los rectores, y tejanos los alumnos. Pensé con pesar que, en los tiempos de Rossi, unos cuarenta años antes de que bajáramos del autobús en Broad Street, en Oxford debía vestirse con más dignidad.
Entonces vi por primera vez un colegio mayor, que se alzaba sobre su recinto amurallado bajo la luz de la mañana, y cerca de éste la forma perfecta de la Cámara Radcliffe, que tomé al principio por un observatorio pequeño. Al otro lado se elevaban las agujas de una gran iglesia color pardo amarillento, y a lo largo de la calle corría una pared, tan vieja que hasta los líquenes parecían antiguos. Fui incapaz de imaginar qué habrían pensado de nosotros quienes nos hubieran visto en aquellas calles cuando la pared era joven, yo con mi vestido rojo corto, las medias blancas de punto y la bolsa de los libros, mi padre con la chaqueta azul marino y los pantalones grises, el jersey negro de cuello de cisne y el sombrero de tweed, cada uno cargado con una maleta pequeña.
– Ya hemos llegado -anunció mi padre, y con gran placer mío nos paramos ante una puerta practicada en la pared cubierta de líquenes. Estaba cerrada con llave, y esperamos hasta que un estudiante la abrió.
En Oxford, mi padre debía hablar en un congreso sobre las relaciones políticas entre Estados Unidos y la Europa del Este, ahora en pleno deshielo. Como la universidad iba a ser la sede del congreso, estábamos invitados a hospedarnos en casa del director de un colegio. Los directores, explicó mi padre, eran dictadores benévolos que cuidaban de los estudiantes que vivían en cada colegio. Cuando atravesamos la entrada, baja y oscura, y salimos al sol cegador del patio del colegio, caí en la cuenta por primera vez de que en poco tiempo yo también iría a la universidad, de modo que crucé los dedos sobre el asa de la bolsa de los libros y recé en voz baja para encontrar un paraíso como ése.
Estábamos rodeados de losas desgastadas, interrumpidas de vez en cuando por umbrosos árboles, viejos, serios y melancólicos, con algún banco debajo. A los pies del edificio principal del colegio había un rectángulo de hierba perfecta y un estrecho estanque de agua.
Era uno de los más antiguos de Oxford, fundado por Eduardo III en el siglo XIII, con nuevos añadidos de arquitectos isabelinos. Hasta la parcela de hierba inmaculada parecía venerable. Nunca vi a nadie que la pisara.
Rodeamos el agua y la hierba y nos encaminamos a la oficina del portero, que encontramos nada más entrar, y desde allí a una serie de aposentos contiguos a la casa del director.
Dichos aposentos debían pertenecer al proyecto original del colegio, aunque era difícil decir para qué habían sido utilizados. Eran de techo bajo, chapados en madera oscura y con diminutas ventanas emplomadas. La habitación de ttu padre tenía colgaduras azules. La mía, para mi infinita satisfacción, una alta cama con dosel de calicó estampado.
Deshicimos un poco el equipaje, nos lavamos las caras de viajeros en una jofaina de color amarillo pálido, en el cuarto de baño que compartíamos, y fuimos a conocer a Master James, quien nos estaba esperando en su despacho, situado al otro lado del edificio. Resultó ser un hombre cordial y afable, de pelo cano y una cicatriz abultada en un pómulo. Me gustó su apretón de manos cálido y la expresión de sus grandes ojos color avellana, algo protuberantes. No pareció resultarle extraño que acompañara a mi padre al congreso, y hasta llegó a sugerir que visitara el colegio en compañía de su asistente aquella tarde. Su asistente, explicó, era un estudiante muy cortés y bien informado, todo un caballero. Mi padre dijo que era una idea excelente. Iba a estar muy ocupado con sus reuniones, y sería estupendo que yo pudiera ver todos los tesoros del lugar durante mi estancia.