Aparecí impaciente a las tres de la tarde, con mi nueva boina en una mano y la libreta en la otra, pues mi padre había sugerido que tomara notas de la visita para algún futuro trabajo del colegio. Mi guía era un estudiante larguirucho de pelo rubio a quien Master James presentó como Stephen Barley. Me gustaron las manos finas, surcadas por venas azules, de Stephen, así como el grueso jersey de pescador. Atravesar el patio a su lado me dio la sensación de ser aceptada temporalmente en aquella comunidad elitista. También me proporcionó mi primer y leve temblor de pertenencia sexual, la sensación escurridiza de que si deslizaba la mano en la de él mientras paseábamos se abriría una puerta en la larga pared de la realidad que yo conocía y nunca más volvería a cerrarse. Ya he explicado que había llevado una vida muy protegida, tan protegida, comprendo ahora, que a los diecisiete años aún no me había dado cuenta de lo estrechos que eran sus confines. El temblor de rebeldía que experimenté caminando al lado de un apuesto estudiante universitario se abalanzó sobre mí como un son musical procedente de una cultura extraña. No obstante, agarré mi libreta y mi infancia con más fuerza y le pregunté por qué el patio era sobre todo de piedra en lugar de hierba.
Me sonrió.
– La verdad, no lo sé. Nadie me lo había preguntado nunca.
Me condujo al comedor, un granero de techo alto y vigas, de estilo Tudor, lleno de mesas de madera, y me enseñó el lugar donde un joven conde de Rochester había grabado algo obsceno en un banco mientras cenaba. La sala estaba rodeada de ventanas emplomadas, cada una adornada en el centro con una escena antigua de buenas obras: Thomas Becket arrodillado ante un lecho de muerte, un sacerdote con hábito largo sirviendo sopa a una fila de pobres, un médico medieval vendando la pierna de alguien. Sobre el banco de Rochester había una escena que me intrigó: un hombre con una cruz alrededor del cuello y un palo en la mano, inclinado sobre lo que parecía un montón de trapos negros.
– Ah, eso es una verdadera curiosidad -me dijo Stephen Barley-. Estamos muy orgullosos de él. Este hombre es un catedrático de los primeros tiempos del colegio, y está atravesando con una estaca el corazón de un vampiro.
Le miré sin habla durante un momento.
– ¿Había vampiros en Oxford en aquellos tiempos? -pregunté por fin.
– No sé nada de eso -admitió mi acompañante, sonriente-, pero existe la tradición de que los primeros estudiosos del colegio ayudaron a proteger al campesinado de los vampiros. De hecho, recogieron una gran cantidad de leyendas sobre los vampiros, un material muy pintoresco que aún podrás ver en la Cámara Radcliffe, al otro lado de la calle.
La leyenda afirma que ni siquiera los primeros rectores tenían libros de ocultismo guardados en el colegio, de modo que los fueron colocando en diversos sitios, hasta que terminaron en la Cámara Radcliffe.
De pronto me acordé de Rossi y me pregunté si habría visto algo de esa vieja colección.
– ¿Hay alguna manera de averiguar los nombres de estudiantes del pasado, de hará unos cincuenta años, de este colegio? ¿Estudiantes de posgrado?
– Por supuesto. -Mi acompañante me miró con curiosidad-. Puedo preguntarle al director, si quieres.
– Oh, no. -Sentí que me ruborizaba, la maldición de mi juventud-. No es nada importante. Pero… ¿podría ver la colección sobre los vampiros?
– Te gustan las historias de terror, ¿eh? -Parecía divertido-. No hay gran cosa que ver, algunos infolios antiguos y un montón de libros encuadernados en piel. Como quieras.
Ahora iremos a ver la biblioteca del colegio, no te la puedes perder, y luego te acompañaré a la Cámara.
La biblioteca era, por supuesto, una de las joyas de la universidad. Desde aquel día inocente he visto casi todos esos colegios y conocido algunos de ellos íntimamente, paseado por sus bibliotecas, capillas y refectorios, dado conferencias en sus salas de seminarios y tomado té en sus salones sociales. Puedo decir que no hay nada comparable a aquella primera biblioteca universitaria que vi, salvo quizá la capilla del Colegio de la Magdalena, con su divina ornamentación. En primer lugar entramos en una sala de lectura rodeada de vidrieras, similar a un terrario alto, en la cual los estudiantes, raras plantas cautivas, estaban sentados a mesas cuya antigüedad era casi tan grande como la del propio colegio. Lámparas extrañas colgaban del techo, y enormes esferas de la era de Enrique VIII se alzaban sobre pedestales en las esquinas. Stephen Barley señaló los numerosos volúmenes de la edición original del Oxford English Dictionary que llenaban los estantes de una pared. Otros estaban ocupados por atlas de muchos siglos de antigüedad, otros por antiguos libros nobiliarios y obras sobre historia de Inglaterra, otros por libros de texto en latín y griego de todas las épocas de la existencia del colegio. En el centro de la sala se alzaba una gigantesca enciclopedia sobre un estrado barroco tallado, y cerca de la entrada de la siguiente sala descansaba una vitrina en la que podía verse un libro antiguo de aspecto severo. Stephen me dijo que era una Biblia de Gutenberg. Sobre nosotros, una claraboya redonda, como el oculus de una iglesia bizantina, dejaba entrar largos chorros de luz solar.
Volaban palomas sobre nuestras cabezas. La luz polvorienta bañaba las caras de los estudiantes que leían y volvían páginas en las mesas y acariciaba sus gruesos jerseys y rostros serios. Era un paraíso de la cultura, y recé para que algún día me admitieran en él.
La siguiente estancia era una enorme sala con balcones, escaleras de caracol, un triforio alto de cristal antiguo. Todas las paredes disponibles estaban tapizadas de libros desde el suelo de piedra al techo abovedado. Vi centenares de metros de volúmenes encuadernados en piel, hileras de carpetas, masas de pequeños volúmenes del siglo XIX de color rojo oscuro.
¿Qué podía haber en todos esos libros?, me pregunté. ¿Comprendería algo de ellos? Mis dedos ardían en deseos de bajar unos cuantos de los estantes, pero no me atrevía ni a tocarlos. No estaba segura de si esto era una biblioteca o un museo. Debía de estar mirando a mi alrededor con la emoción pintada en la cara, porque de repente vi que mi guía estaba sonriendo, divertido.
– No está mal, ¿eh? Debes de ser un ratón de biblioteca. Ven, ahora que ya has visto lo mejor, iremos a la Cámara.
El día transparente y los ruidosos coches eran todavía más molestos después del silencio de la biblioteca. No obstante, tuve que darles las gracias por un repentino regalo: cuando cruzamos la calle a toda prisa, Stephen me cogió de la mano hasta llegar al otro lado. Podría haber sido el perentorio hermano mayor de cualquiera, pensé, pero el contacto de aquella palma seca y cálida envió señales hormigueantes a la mía, que siguió ardiendo después de que él la soltara. Estaba segura, después de mirar con disimulo su perfil risueño e impertérrito, de que el mensaje había sido unidireccional. Pero para mí fue suficiente haberlo recibido. La Cámara Radcliffe, como sabe todo anglófilo, es uno de los atractivos más grandes de la arquitectura inglesa, hermosa y extraña, un gigantesco barril lleno de libros. Una orilla se alza casi en la calle, pero un amplio jardín rodea el resto del edificio. Entramos en silencio, aunque un grupo de turistas parlanchines ocupaban el centro del glorioso interior redondo.
Stephen indicó varios aspectos del diseño del edificio, estudiado en todos los cursos de arquitectura inglesa, descrito en todas las guías. Era un lugar encantador y conmovedor, y yo no dejaba de mirar a mi alrededor, mientras pensaba en que era un depósito extraño para guardar material siniestro. Por fin, Stephen me guió hasta una escalera y subimos al balcón.
– Hacia allí. -Indicó una puerta en la pared, practicada tras una verdadera muralla de libros-. Ahí dentro hay una pequeña sala de lectura. Sólo he entrado una vez, pero creo que es donde guardan la colección sobre vampirismo.
La habitación, poco iluminada, era muy pequeña, y también silenciosa, muy alejada de las voces de los turistas de abajo. Volúmenes de aspecto antiguo abarrotaban los estantes, con encuadernaciones de color caramelo y quebradizas como hueso viejo. Entre ellos, una calavera humana alojada en el interior de una pequeña vitrina dorada daba testimonio de la naturaleza morbosa de la colección. La cámara era tan pequeña, de hecho, que sólo había espacio en el centro para una mesa de lectura, contra la cual casi tropezamos al entrar. Eso tuvo como resultado que nos encontramos cara a cara con el estudioso sentado a ella, que pasaba las páginas de un quebradizo volumen y tomaba rápidas notas en un bloc de papel.
Era un hombre pálido, bastante demacrado. Sus ojos eran pozos oscuros, sobresaltados y perentorios, pero también absortos cuando levantó la vista. Era mi padre.
23
En la confusión de ambulancias, coches de policía y espectadores que acompañó al traslado del cadáver del bibliotecario, me quedé petrificado un momento. Era horrible, impensable, que hasta la vida del hombre más desagradable hubiera terminado de una forma tan repentina, pero mi siguiente preocupación fue Helen. Se estaba congregando una multitud con gran celeridad, y me abrí paso para ir en su busca. Sentí un alivio infinito cuando ella me encontró antes, y anunció su presencia dándome un golpecito sobre el hombro desde atrás con su mano enguantada. Estaba pálida, pero serena. Se había envuelto la garganta con el pañuelo, y la visión de su suave cuello me hizo temblar.
– Esperé unos minutos, y después te seguí escaleras abajo -me dijo-. Quiero darte las gracias por venir en mi ayuda. Ese hombre era un bruto. Fuiste muy valiente.
Me sorprendió la expresión cariñosa de su cara.