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Había robado algo más. Había cogido de nuestro salón un cuchillo de plata que descansaba en la vitrina de curiosidades, entre los recuerdos de las primeras misiones diplomáticas de mi padre, los viajes que habían constituido sus primeros intentos de establecer su fundación. En aquel tiempo yo era demasiado pequeña para acompañarle, y me había dejado en Estados Unidos con diversos parientes. El cuchillo estaba siniestramente afilado y tenía un mango repujado. Estaba guardado dentro de una funda, también muy adornada.

Era la única arma que había visto en nuestro hogar. A mi padre no le gustaban las armas de fuego, y sus gustos de coleccionista no abarcaban espadas ni hachas de guerra. No tenía ni idea de cómo iba a protegerme con el pequeño cuchillo, pero me sentía más segura sabiendo que viajaba en mi bolso.

La estación estaba abarrotada cuando el expreso se detuvo. Sentí entonces, igual que ahora, que no existe alegría comparable a la de la llegada de un tren, por más grave que sea tu situación, en especial un tren europeo, y en especial uno que te lleva al sur. Durante aquel período de mi vida, el último cuarto del siglo XX, oí el silbato de una de las últimas locomotoras a vapor que cruzaban los Alpes con regularidad. Subí aferrando mi bolsa del colegio, casi sonriente. Tenía horas por delante, e iba a necesitarlas, no para leer mi libro sino para examinar de nuevo aquellas preciosas cartas de mi padre. Pensaba que había elegido bien mi punto de destino, pero necesitaba reflexionar sobre por qué había elegido

bien.

Encontré un compartimiento tranquilo y corrí las cortinas que daban al pasillo, con la esperanza de que nadie entrara. Al cabo de un momento, una mujer de edad madura con abrigo y sombrero azul entró, pero me sonrió y se acomodó con una pila de revistas holandesas. En mi confortable rincón, mientras veía desfilar la ciudad vieja, y después los verdes suburbios, desdoblé de nuevo la primera carta de mi padre. Me sabía de memoria las primeras líneas, la forma sorprendente de las palabras, el lugar y fecha asombrosos, la caligrafía firme y perentoria.

Mi querida hija:

Si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre. Durante muchos años he creído que estaba muerta, y ahora ya no estoy tan seguro. La incertidumbre es casi peor que el dolor, como tal vez comprendas algún día. Tortura mi corazón día y noche. Nunca te he hablado mucho de ella, y eso ha sido una cobardía por mi parte, lo sé, pero nuestra historia fue demasiado dolorosa para contártela con facilidad. Siempre tuve la intención de revelarte más cosas a medida que te fueras haciendo mayor y pudieras entender mejor sin ser presa del pánico, si bien nuestra historia me ha asustado hasta tal punto, siempre y en todo momento, que ésta ha sido la más débil de mis excusas.

Durante los últimos meses he intentado compensar esta cobardía contándote poco a poco lo que podía de mi pasado, y albergaba la intención de introducir a tu madre en la historia de manera gradual, aunque ella entró en mi vida de una forma bastante repentina. Ahora temo que no haya conseguido contarte todo lo que deberías saber de tu herencia antes de que sea silenciado (literalmente incapacitado para informarte), o caiga presa de mi propio silencio.

Te he descrito parte de mi vida como estudiante de postgrado antes de tu nacimiento, y te he referido algunos detalles de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición del director de mi tesis después de las revelaciones que me hizo. También te he dicho que conocí a una joven llamada Helen, tan interesada como yo en encontrar al profesor Rossi, tal vez más que yo. En todas las oportunidades que la tranquilidad nos ha deparado he intentado anticiparte fragmentos de esta historia, pero ahora creo que debería empezar a escribir el resto, encomendarlo a la seguridad del papel. Si has de leerla ahora, en lugar de escucharme en alguna colina rocosa o en una piazza silenciosa, en algún puerto protegido o en un confortable café, la culpa es mía por no habértelo contado antes.

Mientras escribo estas líneas estoy mirando las luces de un antiguo puerto, mientras tú duermes tranquila e inocente en la habitación de al lado. Estoy cansado después de todo un día de trabajo, y cansado sólo de pensar en empezar este largo relato, una triste tarea, una desventurada precaución. Creo que cuento con semanas, tal vez meses, para continuar el relato en persona, de manera que no repetiré lo que ya te he desvelado durante nuestros paseos por tantos países. Pasado ese período de tiempo, semanas o meses, mi certeza disminuye. Estas cartas son mi seguro contra tu soledad. En el peor de los casos, heredarás mi casa, mi dinero, mis muebles y libros, pero no me cuesta creer que atesorarás estos documentos escritos por mi mano más que cualquier otro objeto, porque contendrán tu relato, tu historia.

¿Por qué no te he contado todos los hechos de esta historia de golpe, para acabar de una vez por todas, para informarte del todo? La respuesta reside una vez más en mi cobardía, pero también en el hecho de que una versión abreviada sería exactamente eso: un golpe. No te deseo tal dolor, aunque sólo fuera una simple fracción del mío. Además, tal vez no acabarías de creerla si te fuera revelada de golpe, del mismo modo que yo no podría creer en la historia del director de mi tesis, Rossi, sin recorrer todo el camino de sus recuerdos. Y por fin, ¿qué historia puede reducirse a sus elementos objetivos? Por consiguiente, relato mi historia paso a paso. También he de conjeturar cuánto te habré contado ya si estas cartas llegan a tus manos.

Las conjeturas de mi padre no habían sido muy acertadas, y había reanudado su historia algo después de lo que yo ya sabía. Tal vez jamás sabría cuál había sido su reacción a la asombrosa determinación de Helen Rossi de acompañarle en su investigación, pensé con tristeza, ni los interesantes detalles de su viaje desde Nueva Inglaterra a Estambul. ¿Cómo habían logrado llevar a cabo todos los trámites burocráticos, saltarse los obstáculos de las desavenencias políticas, los visados, las aduanas?, me pregunté. ¿Habría dicho mi padre alguna mentira a sus progenitores, amables y razonables bostonianos, sobre sus repentinos planes de viaje? ¿Helen y él habían ido a Nueva York de inmediato, tal como habían planeado? ¿Habían dormido en la misma habitación de hotel? Mi mente adolescente era incapaz de descifrar este acertijo, del mismo modo que me era imposible no pensar en él.

Tuve que contentarme por fin con la imagen de ambos como dos personajes de una película de cuando eran jóvenes, Helen tendida con recato bajo las sábanas de la cama doble, mi padre dormido de cualquier manera en un butacón tras quitarse los zapatos (pero nada más), y las luces de Times Square enviando con sus destellos una sórdida invitación justo al otro lado de la ventana.

Seis días después de la desaparición de Rossi volamos a Estambul desde el aeropuerto de Idlewild en una noche de niebla, y cambiamos de avión en Frankfurt. Nuestro segundo avión aterrizó a la mañana siguiente, y desembarcamos con el resto del rebaño de turistas.

Yo ya había estado en la Europa del Este dos veces, pero aquellas escapadas se me

antojaron ahora excursiones a un planeta muy diferente de éste, Turquía, que en 1954 era todavía un mundo más distinto que hoy. En un momento dado estaba hundido en mi incómodo asiento del avión, secándome la cara con una toalla caliente, y al siguiente nos hallábamos en una pista de aterrizaje igualmente caliente, invadida por olores desconocidos, y polvo, y el tremolante pañuelo de un árabe que iba delante de mí en la fila y que no paraba de metérseme en la boca. Helen se reía a mi lado al ver mi asombro. Se había cepillado el pelo y pintado los labios en el avión, de modo que parecía muy descansada después de nuestra incómoda noche. Llevaba al cuello su pañuelo. Aún no había visto qué había debajo, y no me habría importado pedirle que se lo quitara.

– Bienvenido al gran mundo, yanqui -dijo sonriente. Esta vez fue una sonrisa verdadera, no la mueca de costumbre.

Mi interés aumentó durante el traslado a la ciudad en taxi. No sé con exactitud qué me esperaba de Estambul (nada, quizá, pues había tenido muy poco tiempo para pensar en el viaje), pero la belleza de esta ciudad me dejó sin aliento. Poseía una cualidad de las Mil y una noches que ni los bocinazos de los coches ni los ejecutivos vestidos al estilo occidental podían disolver. La primera ciudad, Constantinopla, capital de Bizancio y primera capital de la Roma cristiana, debió de ser espléndida hasta extremos inconcebibles, pensé, el matrimonio de la riqueza romana con el primitivo misticismo cristiano. Cuando encontramos habitaciones en el antiguo barrio de Sultanahmet, había captado un vislumbre vertiginoso de docenas de mezquitas y minaretes, bazares abarrotados de excelentes productos textiles, incluso un destello de Santa Sofía, con sus numerosas cúpulas y los cuatro alminares, que se elevaba sobre la península.

Helen tampoco había estado nunca en la ciudad, y lo estudiaba todo con serena concentración, y sólo se volvió una vez hacia mí durante el viaje en taxi para comentar lo extraño que era ver el manantial (creo que ésa fue la palabra) del imperio otomano, que tantas huellas había dejado en su país natal. Esto iba a convertirse en un tema recurrente durante nuestra estancia, sus breves y cáusticos comentarios sobre todo cuanto ya le resultaba familiar: nombres de lugares en turco, una ensalada de pepino consumida en un restaurante al aire libre, el arco puntiagudo del marco de una ventana. Esto también obró un efecto peculiar en mí, una especie de experiencia doble, de modo que me parecía ver Estambul y Rumanía al mismo tiempo, y a medida que la pregunta se iba suscitando entre nosotros -la pregunta de si tendríamos que ir a Rumanía-, experimenté la sensación de que determinados hechos del pasado me conducían hacia aquel país, tal como los veía a través de los ojos de Helen. Pero estoy divagando. Hablo de un episodio posterior de mi historia.

El vestíbulo de nuestra casera estaba fresco después del resplandor y el polvo de la calle.