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Mirar la cara de Rossi era ver un mundo tan definido y ordenado como el cambio de guardia en el palacio de Buckingham.

Su mente era algo muy distinto. Incluso después de cuarenta años de estricto

autoaprendizaje, rebosaba de reliquias del pasado, hervía con los misterios por resolver. Su producción enciclopédica le había ganado desde hacía mucho tiempo alabanzas en un mundo editorial mucho más amplio que el de las publicaciones académicas. En cuanto terminaba una obra iniciaba otra, a menudo un cambio brusco de dirección. Como resultado, estudiantes procedentes de una miríada de disciplinas iban en su busca, y yo me consideraba afortunado por haber logrado que me asesorara. También era el amigo más amable y afectuoso que he tenido nunca.

– Bien -dijo, al tiempo que enchufaba la cafetera y me indicaba con un gesto que tomara asiento-. ¿Cómo va la obra?

Le informé sobre el trabajo de varias semanas, y sostuvimos una breve discusión acerca del comercio entre Utrecht y Amsterdam a principios del siglo XVII. Sirvió su excelente café en tazas de porcelana y ambos nos estiramos, él detrás del enorme escritorio. Una agradable penumbra bañaba la habitación incluso a esa hora, más tarde cada noche ahora que la primavera estaba avanzando. Después recordé mi pieza de anticuario.

– Te he traído una curiosidad, Ross. Alguien se dejó por error un objeto bastante morboso en mi cubículo, y al cabo de dos días no me importó tomarlo prestado para que le echaras un vistazo.

– Dámelo. -Dejó sobre la mesa la delicada taza y se inclinó para coger mi libro-. Buena encuadernación. Esta piel podría ser incluso una especie de vitela gruesa. Y un lomo repujado.

Algo relacionado con el lomo del libro le hizo fruncir el ceño.

– Ábrelo -sugerí.

No pude comprender el leve desfallecimiento de mi corazón cuando esperé a que repitiera mi propia experiencia con el libro casi en blanco. Se abrió bajo sus manos expertas en el centro exacto. Yo no podía ver lo que él veía detrás de su escritorio, pero vi cómo lo miraba. Su rostro se tornó serio de repente, un rostro petrificado, que yo no conocía. Pasó las otras páginas, adelante y atrás, pero la seriedad no se convirtió en sorpresa.

– Sí, vacío. -Lo dejó abierto sobre el escritorio-. Todo en blanco.

– ¿No es extraño?

El café se me estaba enfriando en la mano.

– Y muy antiguo. Pero no está en blanco por un defecto de impresión. Lo está para

destacar el adorno del centro.

– Sí. Sí, es como si el ser del medio haya devorado todo cuanto había a su alrededor.

Había empezado con frivolidad, pero terminé con lentitud.

Daba la impresión de que Rossi era incapaz de apartar sus ojos de la imagen central abierta ante él. Por fin, cerró el libro con firmeza y revolvió el café sin beberlo.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Bien, como ya he dicho, alguien lo dejó por accidente en mi cubículo, hace dos días.

Supongo que habría debido llevarlo de inmediato a Libros Raros, pero creo que es posesión personal de alguien, así que no lo hice.

– Ah, sí lo es -dijo Rossi, y me miró fijamente-. Es posesión personal de alguien.

– ¿Sabes de quién?

– Sí. Es tuyo.

– No, me refiero a que sólo lo encontré en mi… -La expresión de su rostro me enmudeció. Parecía diez años más viejo, debido a algún efecto de la luz procedente de la ventana oscura.-. ¿Qué quieres decir con eso de que es mío?

Rossi se levantó poco a poco y se dirigió a una esquina del estudio, detrás del escritorio, subió dos peldaños del taburete de la biblioteca y bajó un volumen pequeño y oscuro. Me miró un momento, como si no se decidiera a ponerlo en mis manos. Después me lo entregó.

– ¿Qué opinas de esto?

El libro era pequeño, cubierto de un terciopelo marrón de aspecto antiguo, como un viejo misal o un libro de horas, sin nada en el lomo o la portada que lo identificara. Tenía un broche color bronce que cedió con un poco de presión. El libro se abrió por la mitad. Allí, desplegado en el centro, estaba mi (digo «mi») dragón, esta vez desbordando los límites de las páginas, con las garras extendidas, el salvaje pico abierto para revelar sus colmillos, con la misma bandera y su única palabra escrita en letra gótica.

– Por supuesto -estaba diciendo Rossi-, he tenido tiempo y lo he identificado. Es un diseño centroeuropeo, impreso alrededor de 1512. De haber existido texto, habría estado compuesto con tipos móviles.

Pasé con lentitud las delicadas hojas. No había títulos en las portadillas. No, ya lo sabía.

– Qué coincidencia más extraña.

– La contratapa está manchada de agua salada, tal vez debido a viajar por el mar Negro. Ni siquiera la Smithsonian pudo decirme lo que presenció en el curso de sus viajes. De hecho, hasta me tomé la molestia de someterlo a un análisis químico. Me costó trescientos dólares averiguar que este objeto estuvo guardado en un entorno muy cargado de polvo de roca en algún momento. Incluso fui a Estambul con la intención de saber algo más sobre sus orígenes. Pero lo más extraño es la forma en que llegó a mis manos este libro.

Extendió la mano y le devolví el libro de buen grado, pues era muy antiguo y frágil.

– ¿Lo compraste en algún sitio?

– Lo encontré sobre mi escritorio cuando aún era estudiante.

Un escalofrío me recorrió, y lo reprimí, avergonzado.

– ¿En tu escritorio?

– En el cubículo de mi biblioteca. Nosotros también teníamos. La costumbre se remonta a los monasterios del siglo séptimo.

– ¿De dónde…? ¿De dónde salió? ¿Fue un regalo?

– Quizá. -Rossi sonrió de una manera extraña. Daba la impresión de estar controlando alguna emoción oculta-. ¿Te apetece otra taza?

– Pues sí, la verdad -dije con la garganta seca.

– Mis esfuerzos por localizar a su propietario fueron en vano, y la biblioteca fue incapaz de identificarlo. Ni siquiera la biblioteca del Museo Británico lo había visto antes, y me ofreció una suma considerable por él.

– Pero no quisiste venderlo.

– No. Me gustan los rompecabezas. Eso le pasa a todos los estudiosos de verdad. Es la recompensa de la profesión, mirar a la bonita cara de la historia y decir: «Sé quién eres. No puedes engañarme».

– Entonces, ¿qué es? ¿Piensas que este ejemplar más grande fue hecho por el mismo impresor al mismo tiempo?

Sus dedos tamborilearon sobre el antepecho de la ventana.

– Hace años que no he pensado en él, al menos lo he intentado, aunque siempre lo noto… allí, sobre mi hombro. -Indicó el hueco oscuro que había entre los compañeros del libro-. Ese estante de arriba del todo es mi fila de fracasos. Y de cosas en las que prefiero no pensar.

– Bien, tal vez ahora que te he encontrado un compañero para él, podrás encajar mejor las piezas. Tienen que estar relacionados.

– Tienen que estar relacionados.

Era un eco vacío, aunque viniera acompañado por el olor a café recién hecho.

La impaciencia, y una sensación algo febril que solía asaltarme en aquellos días de falta de

sueño y agotamiento mental, me impelió a insistir para saber más sobre el libro.

– ¿Y tu investigación? No me refiero a los análisis químicos. ¿Intentaste averiguar más…?

– Intenté averiguar más. -Volvió a sentarse y extendió a ambos lados de su taza de café las menudas manos-. Temo que te debo algo más que una historia -dijo en voz baja-.

Tal vez te debo una especie de disculpa, ya verás por qué, aunque jamás desearía de manera consciente que uno de mis estudiantes cargara con ese legado. La mayoría de mis estudiantes, al menos. -Sonrió con afecto, pero también con tristeza, pensé-. ¿Has oído hablar de Vlad Tepes, el Empalador?

– Sí, Drácula. Un señor feudal de los Cárpatos, también conocido como Bela Lugosi.

– Ése es…, o uno de ellos. Ya eran una familia antigua antes de que su miembro más desagradable accediera al poder. ¿Le buscaste en las enciclopedias antes de salir de la biblioteca? ¿Sí? Mala señal. Cuando mi libro apareció de una forma tan rara, aquella misma tarde busqué la palabra, el nombre, así como Transilvania, Valaquia y los Cárpatos.

Obsesión instantánea.

Me pregunté si sería un cumplido velado (a Rossi le gustaba que sus estudiantes trabajaran a pleno rendimiento), pero lo dejé correr, temeroso de interrumpir su relato con un comentario fuera de lugar.

– Bien, los Cárpatos. Siempre ha sido un lugar místico para los historiadores. Un estudiante de Occam viajó allí, a lomos de un asno, supongo, y como resultado de sus experiencias escribió una obrita llamada Filosofía del horror. La historia básica de Drácula ha sido explotada hasta la saciedad, y no queda gran cosa por explorar. Tenemos al príncipe valaco, un gobernante del siglo quince, odiado por el imperio otomano y por su propio pueblo al mismo tiempo. Se cuenta entre los tiranos medievales europeos más detestables.

Se calcula que mató como mínimo a veinte mil de sus compatriotas valacos y transilvanos.

Drácula significa «hijo de Dracul», hijo del dragón, más o menos. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo introdujo a su padre en la Orden del Dragón, una organización destinada a defender el imperio de los turcos otomanos. De hecho, existen pruebas de que el padre de Drácula cedió su hijo a los turcos como rehén durante un tiempo tras un pacto político, y Drácula adquirió el gusto por la crueldad observando los métodos de tortura otomanos.

Rossi meneó la cabeza.

– En cualquier caso, Vlad murió en el curso de una batalla contra los turcos, o tal vez por accidente a manos de sus propios soldados, y fue enterrado en un monasterio de una isla del lago Snagov, ahora en posesión de nuestra amiga socialista Rumanía. Su memoria se convirtió en leyenda, pasó de generación en generación de campesinos supersticiosos. Y a finales del siglo diecinueve, un escritor perturbado y melodramático, Abraham Stoker, se apodera del nombre de Drácula y lo vincula con un ser de su invención, un vampiro. Vlad Tepes era horriblemente cruel, pero no era un vampiro, por supuesto. No encontrarás ninguna mención a Vlad en el libro de Stoker, pero éste reunió información útil sobre leyendas relacionadas con los vampiros, y también sobre Transilvania, sin haberla pisado nunca, aunque Vlad Drácula gobernó Valaquia, que tiene frontera con Transilvania. En el siglo veinte, Hollywood toma las riendas y el mito continúa viviendo, resucitado. Ahí termina mi frivolidad, por cierto.