– Sí, el sur -dijo mi padre satisfecho, provisto de un vaso de whisky y un plato de sardinas sobre tostadas-. Pongamos que tienes tu barco amarrado aquí y hace una noche clara para navegar. Podrías guiarte por las estrellas e ir directamente a Venecia, a la costa de Albania o al Egeo.
– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Venecia?
Revolví mi té y la brisa se llevó el humo hacia el mar.
– Oh, una semana o más, supongo, en un barco medieval. -Me sonrió, relajado un momento-. Marco Polo nació en esta costa, y los venecianos la invadían con frecuencia.
En este momento estamos sentados en una especie de puerta al mundo.
– ¿Cuándo viniste aquí antes?
Sólo estaba empezando a creer en la vida anterior de mi padre, en su existencia previa a mí.
– He venido varias veces. Unas cuatro o cinco. La primera fue hace años, cuando aún estudiaba. El director de mi tesis me recomendó que visitara Ragusa desde Italia, sólo para ver esta maravilla, cuando yo estudiaba… Ya te dije que estudié italiano un verano en Florencia.
– Te refieres al profesor Rossi.
– Sí.
Mi padre me miró fijamente, y luego desvió la vista hacia su whisky.
Siguió un breve silencio, roto por el toldo del café, que aleteaba sobre nosotros debido a aquella brisa cálida impropia de la estación. Desde el interior del bar-restaurante llegaba una mezcla de voces de turistas, porcelana al ser depositada sobre las mesas, un saxo y un piano. Desde más allá se oía el chapoteo de los barcos en el puerto a oscuras. Mi padre habló por fin.
– Debería contarte algo más sobre él.
No me miró, pero creí percibir cierta ironía en su voz.
– Me gustaría -dije con cautela.
Bebió su whisky.
– Eres tozuda con lo de las historias, ¿eh?
Tú sí que eres tozudo, quise decir, pero me contuve. Me interesaba la historia más que discutir.
Mi padre suspiró.
– De acuerdo. Te contaré algo más sobre él mañana, a la luz del día, cuando no esté tan cansado y tengamos un poco de tiempo para pasear por las murallas. -Señaló con el vaso las almenas blanco-grisáceas iluminadas que se alzaban sobre el hotel-. Será un momento mejor para contar historias. Especialmente esa historia.
A media mañana estábamos sentados a treinta metros sobre el oleaje, que se estrellaba y lanzaba espuma alrededor de las gigantescas raíces de la ciudad. El cielo de noviembre era tan brillante como el de un día de verano. Mi padre se puso sus gafas de sol, consultó su reloj, dobló el folleto que hablaba de la arquitectura rojiza de abajo y dejó que un grupo de turistas alemanes se alejara hasta perderse de vista. Miré hacia el mar, al otro lado de una isla boscosa, hacia el lejano horizonte azul. De esa dirección habían llegado los barcos venecianos, trayendo guerra o comercio, con sus banderas rojas y doradas tremolando sin descanso bajo el mismo arco de cielo centelleante. Mientras esperaba a que mi padre hablara, sentí un estremecimiento de aprensión muy poco docto. Tal vez esos barcos que imaginaba en el horizonte no eran sólo parte de una exhibición abigarrada. ¿Por qué le costaba tanto a mi padre empezar?
4
Como ya te he dicho -empezó mi padre, después de carraspear una o dos veces-, el profesor Rossi era un gran estudioso y un verdadero amigo. No me gustaría que pensaras algo diferente. Sé que lo que dije antes de él puede llevarte a pensar que está… loco. Recordarás que me explicó algo muy difícil de creer, y yo me quedé asombrado, hasta llegué a dudar de él, aunque vi sinceridad y aceptación en su cara. Cuando terminó de hablar, me miró con aquellos ojos acerados. -¿Qué demonios quieres decir? Debí de tartamudear.
– Lo repito -dijo Rossi tajantemente-. Descubrí en Estambul que Drácula sigue viviendo entre nosotros. O, al menos, vivía entonces. Le miré con ojos desorbitados.
– Sé que pensarás que estoy loco -prosiguió, más calmado-. Te aseguro que cualquier persona que husmea en la historia mucho tiempo puede volverse loca. -Suspiró-. En Estambul hay un depósito de materiales muy poco conocido, fundado por el sultán Mehmet II, quien conquistó la ciudad a los bizantinos en 1453. Este archivo se reduce a fragmentos dispersos reunidos con posterioridad por los turcos, a medida que iban siendo expulsados de los límites de su imperio. No obstante, también contiene documentos de finales del siglo quince, y entre ellos encontré algunos mapas que, en teoría, indicaban el emplazamiento de la Tumba Impía del mataturcos, quien supuse que sería Vlad Drácula. De hecho, había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región cada vez en mayor detalle. No reconocí nada en dichos mapas, ni los relacioné con ninguna zona que yo conociera. Casi todos los nombres estaban en árabe, y databan de finales del siglo quince, según los bibliotecarios del archivo. -Dio unos golpecitos sobre el extraño volumen, que como ya te dije se parecía mucho al mío-. La información que había en el centro del tercer mapa estaba en un dialecto eslavo muy antiguo. Sólo un erudito ayudado por muchos especialistas en lingüística habría podido descifrarlo. Hice lo que pude, pero fue un trabajo incierto.
En ese momento, Rossi meneó la cabeza, como si todavía lamentara sus limitaciones. -El esfuerzo que invertí en este descubrimiento me alejó de manera irracional de mi investigación oficial de aquel verano sobre el comercio en la antigua Creta, pero creo que había perdido un poco la razón, sentado en aquella calurosa y pegajosa biblioteca de Estambul. Recuerdo que podía ver los minaretes de Santa Sofía a través de las mugrientas ventanas. Trabajaba con las pistas sobre la versión turca del reino de Vlad sobre el escritorio, consultando mis diccionarios, tomando numerosas notas y copiando los mapas a mano.
Para abreviar la historia de una larga investigación, una tarde me encontré concentrado en el punto cuidadosamente marcado de la Tumba Impía, en el tercer mapa, el más desconcertante. Recordarás que, en teoría, Vlad Tepes está enterrado en el monasterio de la isla del lago Snagov, en Rumanía. Este mapa, como los demás, no plasmaba ningún lago con isla, aunque sí un río que atravesaba la zona, el cual se ensanchaba hacia la mitad. Yo había traducido todo cuanto rodeaba los bordes, con la ayuda de un profesor de lenguas árabe y otomana de la Universidad de Estambuclass="underline" proverbios crípticos sobre la naturaleza del mal, muchos del Corán. En algunos puntos del mapa, escondidos entre montañas toscamente dibujadas, había palabras escritas que, a primera vista, parecían nombres de lugares en un dialecto eslavo, pero traducidas como acertijos, tal vez lugares reales en código: el Valle de los Ocho Robles, la Aldea de los Cerdos Robados, etcétera. Nombres campesinos extraños que no significaban nada para mí.
Bien, en el centro del mapa, sobre el punto de la Tumba Impía, estuviera donde estuviera situada, había el dibujo tosco de un dragón, que llevaba un castillo a modo de corona. El dragón no se parecía en nada al de mis, nuestros, libros antiguos, pero supuse que había llegado a los turcos con la leyenda de Drácula. Debajo del dragón alguien había escrito con tinta palabras diminutas, que al principio juzgué árabes, como los proverbios anotados en los bordes del mapa. Cuando las examiné con una lupa, comprendí de repente que estaban en griego, y las traduje en voz alta antes de pensar en la cortesía, aunque la sala de la biblioteca estaba vacía, de no ser por mí y un aburrido bibliotecario que entraba y salía de vez en cuando, por lo visto para asegurarse de que yo no robaba nada. En aquel momento yo estaba solo por completo. Las letras infinitesimales bailaron bajo mis ojos cuando las pronuncié en voz alta: "En este lugar, él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra".
En aquel momento, oí que una puerta se abría con estrépito en el vestíbulo de abajo. Pasos pesados ascendieron la escalera. No obstante, yo todavía estaba abstraído con una idea: la lupa acababa de revelarme que este mapa, al contrario que los dos primeros, más generales, había sido anotado por tres personas diferentes, y en tres idiomas diferentes. La caligrafía, así como los idiomas, eran distintos. Como los colores de las antiquísimas tintas. Entonces tuve una repentina visión; ya sabes, esa intuición en la que un estudioso casi puede confiar cuando le respaldan semanas de trabajo minucioso.
Tenía la impresión de que, al principio, el mapa había consistido en este dibujo central y las montañas que lo rodeaban, con la exhortación en griego en el centro. Probablemente, sólo más tarde se habían añadido los nombres en el dialecto eslavo, para identificar los lugares a que hacía referencia, al menos codificados. Después, había caído en manos otomanas, que lo habían rodeado de material procedente del Corán, dando así la impresión de albergar o encarcelar el ominoso mensaje del centro, o de rodearlo de talismanes contra la oscuridad. Si eso era cierto, ¿quién, conocedor del griego, había sido el primero en anotar el mapa, y tal vez en dibujarlo? Sabía que los estudiosos bizantinos utilizaban el griego en los tiempos de Drácula, pero casi ningún erudito del mundo otomano lo empleaba.»Antes de que pudiera redactar ni una sola nota sobre esta teoría, que podía implicar análisis más allá de mis posibilidades, la puerta situada al otro lado de las estanterías se abrió y entró un hombre alto y corpulento, que avanzó a grandes zancadas y se plantó ante la mesa donde yo estaba trabajando. Tenía el aire de un intruso consciente de serlo, lo cual me convenció de que no se trataba de ningún bibliotecario. Por el mismo motivo, pensé que debía ponerme en pie, pero el orgullo me lo impidió. Podría haber parecido una actitud deferente, cuando la interrupción había sido inesperada y bastante grosera.»Nos miramos a la cara, y yo me quedé más sorprendido que nunca. El hombre estaba completamente fuera de lugar en aquel entorno esotérico, apuesto y elegante al estilo turco o eslavo del sur, con un poblado mostacho y ropas oscuras hechas a medida, como un ejecutivo occidental. Sus ojos se encontraron con los míos de manera beligerante, y sus largas pestañas se me antojaron desagradables en aquel rostro severo. Tenía la piel cetrina, aunque inmaculada, y los labios muy rojos.